Bobby Fischer
En lugar de pedir una Olimpiada deber¨ªamos pedir a Bobby Fischer. Nos ahorrar¨ªamos una pasta. Las cosas suben de precio porque todo el mundo quiere lo mismo al mismo tiempo. Por eso hay que andar untando al COI.
A Bobby Fischer, en cambio, no lo quiere nadie, as¨ª que me imagino que debe estar muy barato. No hay nada m¨¢s absurdo que encerrar a un hombre por jugar una partida de ajedrez, a veces parece que de verdad nos hemos vuelto todos locos. Bobby Fischer va camino de convertirse en un hombre sin patria, en un hombre libre. Quitarle a un hombre su patria es como pegarle alas en la espalda, poco importa la c¨¢rcel en que le metan. Fischer nunca vio otra cosa que los agujeros de la trampa, los movimientos imposibles que uno tras otro iban construyendo en un futuro imaginado la muerte segura de un rey simb¨®lico. Spasski, su eterno enemigo en el tablero, ya ha pedido que le encierren en la misma celda. Est¨¢ dispuesto a entregarle sus derrotas una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Nadie conoce a un hombre mejor que su mejor adversario, nada une tanto como una espada que acorta la distancia entre los guerreros y alarga un puente entre los vivos y los muertos. En un mundo de cobardes impresiona ver a dos hombres tan valientes y no cabe duda de que ambos merecen la c¨¢rcel por atreverse a desertar de la absurda l¨®gica que rige la sociedad de los justos. El infierno no tiene llamas, sino nombres escritos en pasaportes de cart¨®n, en listas de espera, en declaraciones de Hacienda. Las reglas del juego definen la derrota de todos y cada uno de nosotros. Bobby Fischer ha entendido por fin, puede que lo supiera siempre, que la libertad est¨¢ dentro. Un hombre encerrado y solo, sin patria, sin nombre, no puede ya ser torturado por el orden de las cosas. Bobby Fischer tiene la barba desquiciada de los n¨¢ufragos y el gesto retorcido de la locura y el paso lento de los sabios. No hay aspiraci¨®n m¨¢s noble que la de salir de este mundo, de este infierno, desnudo, con la frente muy alta y los pies por delante. No hay causa mejor que la de acabar de una vez por todas con los hilos que nos unen. Lo que ignoran todos esos pesados ni?atos antiglobalizaci¨®n que se dedican a perseguir al Fondo Monetario Internacional con sus insufribles bongos es que el mal que gestionan los poderosos es el mismo mal que asocia a los miserables. Cada vez que estrechamos una mano, cada vez que aceptamos un favor, cada nombre que aprendemos, contribuye decisivamente en la edificaci¨®n de nuestro infierno.
Una organizaci¨®n antisistema es una grotesca contradicci¨®n. S¨®lo la voz de un hombre puede alzarse sobre el ruido del resto de nosotros. No hay m¨¢s guerra que esa, ni hay m¨¢s patria que una barba y un par de manos vac¨ªas y un juego infinito en la cabeza, lleno de reyes muertos.
Fischer escupi¨® sobre una carta de Washington que le conminaba a no violar el embargo contra Yugoslavia con el mismo desprecio con el que antes hab¨ªa escupido sobre la gloria, con el mismo desprecio con que al final, como Boris Vian, escupir¨¢ sobre nuestras tumbas. Ya lo dec¨ªa Santa Teresa, renunciar al mundo es la ¨²nica manera de encontrar a Dios. Un Dios que tiene seguramente la barba blanca de Bobby Fischer y los ojos enloquecidos de cualquiera.
Ya no hay embajada que le guarde ni pa¨ªs que le reclame. S¨®lo le quedan amigos. Algunos tan bravos como Spasski y otros tan cobardes como yo.
Deber¨ªamos cambiar nuestros sue?os ol¨ªmpicos por Bobby Fischer. Tendr¨ªamos que traerlo a Madrid en un avi¨®n privado y regalarle una plaza en la que ¨¦l mismo fuera su propia estatua y dejar que los ni?os le miren y que las palomas se le caguen encima, y dejar tambi¨¦n que los enamorados se besen bajo su sombra. Un hombre libre es como un fantasma. Una presencia imaginada que nos recuerda lo que llegaremos a ser alg¨²n d¨ªa, cuando la muerte nos separe.
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