Montes
3Seg¨²n amanec¨ªa, la fronda situada frente a la ventana se iba transformando en una enorme pajarera, los trinos y el rebullir de hojas anunciando la inminente aparici¨®n de siluetas afiladas, de vuelos, de colores. El monte Kenia, invisible la v¨ªspera, resplandec¨ªa al sol en la lejan¨ªa, desplegado frontalmente, como asentado en la plataforma creada por dos picos secundarios, n¨ªtido el conjunto como la culminaci¨®n de un decorado. Junto a la charca, las zancudas coronadas con un penacho que presiden la bandera de Uganda segu¨ªan ocup¨¢ndose de sus cosas, como si no hubieran pasado la noche en vela.
A la hora del desayuno, la joven de ascendencia croata y su novio se despidieron de nosotros. Se volv¨ªan a Nairobi, donde aquella tarde estrenaban la ¨²ltima entrega de El Se?or de los anillos. Nos lo cont¨® con sonrisa algo apurada, como adivinando lo que est¨¢bamos pensando, la comparaci¨®n entre la magia virtual de la pel¨ªcula y la magia real del paisaje que nos rodeaba. Pero la globalizaci¨®n es tambi¨¦n eso.
El ch¨®fer se empe?¨® en que desde el coche contempl¨¢ramos un grupo de elefantes en los Aberdare
Nada hace pensar de d¨ªa que de noche es peligrosa e insegura a causa del paro y la pobreza
Hoy, el centro de Nairobi es el de una ciudad moderna, con tiendas de moda, librer¨ªas, restaurantes
En el coche, al emprender una excursi¨®n por los Aberdare, el ch¨®fer nos habla del turismo espa?ol, predominante los meses de verano. Seg¨²n ¨¦l, los espa?oles se distinguen por su propensi¨®n a comprar de todo -son los que m¨¢s compran- y por no hablar ingl¨¦s, por chapurrear apenas cuatro palabras. Sus observaciones coinciden con las de una gu¨ªa que tuve en Tailandia capaz de imitar no s¨®lo el habla propia de un Tarz¨¢n circunspecto, sino tambi¨¦n el ingl¨¦s de los catalanes, l¨®gicamente marcado por el acento.
Posiblemente nunca los viajeros supieron tan poco del pa¨ªs que visitan como en la actualidad. En el pasado, el viajero procuraba saber cuanto hab¨ªa que saber del pa¨ªs al que se dirig¨ªa, lo que no atenuaba la fuerte impresi¨®n que hab¨ªa de producirle el contacto directo con la realidad anunciada. Hoy, en cambio, el turista viaja sin saber exactamente qu¨¦ es isla Mauricio, Playa B¨¢vara o isla Margarita, su punto de destino, ni por d¨®nde caen. Conoce sobre todo la liturgia de los viajes, los resorts, los cruceros, los buffets, la playa, la piscina, las copas, el baile. Tambi¨¦n, alguna imagen sacada de Internet, lo que le da la impresi¨®n de conocer a fondo lo que le espera. De ah¨ª la decepci¨®n, cuando la realidad no concuerda con lo que se hab¨ªa imaginado.
Similar desconocimiento es tambi¨¦n muy com¨²n entre los miembros de las diversas oeneg¨¦s presentes en ?frica, por abnegada que sea su labor: son como fontaneros aplicados a una soldadura, a los que nada les importa salvo el escape al que est¨¢n poniendo un parche. A lo sumo, unas cuantas ideas generales, pero ning¨²n conocimiento ni visi¨®n de conjunto que explique la causa concreta de ese concreto escape.
?Interesa lo desconocido? Seguramente se suele atribuir a los dem¨¢s una curiosidad muy superior a la que realmente tienen. La mayor parte de la gente tiende a dar por sabido lo que cree conocer y a desentenderse de lo que resulta ser distinto a lo que se hab¨ªa imaginado. De ah¨ª el escaso gancho que para los turistas parece tener el paisaje de los Aberdare. Y sin embargo, los bosques de bamb¨² que se suceden rondando a los 3.000 metros de altitud, con sus brechas abiertas a la oscuridad interior por alg¨²n que otro elefante, rozan la emoci¨®n de la realidad virtual, y las cataratas de Gura y Kariaku tienen la belleza de un grabado japon¨¦s. En el altiplano, a tres mil y pico de metros, se divisan a¨²n peque?as gacelas. Las temperaturas son bajas incluso a mediod¨ªa; sin embargo, no se percibe el cansancio f¨ªsico que produce caminar a semejante altitud, algo que no sabr¨ªa decir si se relaciona con la proximidad del ecuador. Almorzamos en un peque?o templete construido a tal efecto para Isabel II de Inglaterra har¨¢ unos a?os, en un lugar desde el que se domina la ruidosa blancura del agua que cae.
De regreso al hotel, el ch¨®fer se empe?¨® en que avist¨¢ramos alg¨²n elefante ya que en todo el d¨ªa no hab¨ªamos divisado ninguno. No tard¨® en localizar un peque?o grupo, por lo que, seg¨²n nos aproxim¨¢bamos, avis¨® por radio a los otros coches que se encontraban en las cercan¨ªas. As¨ª, nos hall¨¢bamos contemplando a los elefantes desde el coche, con el motor parado, cuando llegaron otros dos veh¨ªculos, el primero de ellos repleto de mujeres que, puestas de pie, bland¨ªan las c¨¢maras fotogr¨¢ficas chillando como adolescentes de pel¨ªcula americana. Elvira les dirigi¨® una mueca de m¨¢scara china llev¨¢ndose el dedo a la boca y ellas callaron, pero el elefante, tras alzar una pata y la trompa de forma poco amistosa, emprendi¨®, barritando, una enfurecida fuga.
Por la noche, en el hotel, reaparecieron las mujeres del coche, que resultaron ser mejicanas. "Mirad quien est¨¢ detr¨¢s -dijo una de ellas, en la creencia de que no la entend¨ªamos-. ?La cabrona de los elefantes!". Se pusieron a jugar a la canasta sin dejar de celebrar sus triunfos a gritos, de forma que aquella noche ni las hienas se aproximaron al exterior iluminado del hotel. Su actitud se vio reforzada por la de una dama india de mediana edad y volumen, que paseaba de un lado a otro del mirador ri?endo en¨¦rgicamente a alguno de sus acompa?antes que, sentados todos ellos en la oscuridad, oteaban c¨¢mara en mano los linderos de la penumbra.
Durante la cena, departimos con Helen, la propietaria de unos cafetales situados en las cercan¨ªas, y con su hija, que por alg¨²n motivo estudiaba Psicolog¨ªa en Perth, Australia, ambas de conversaci¨®n amable y divertida. A la madre, m¨¢s que los problemas pol¨ªticos de Kenia, que a su entender hab¨ªan mejorado, le preocupaba el precio internacional del caf¨¦. La conversaci¨®n no hubiera sido muy distinta si en lugar de estar hablando con una mujer de Nygeri, y del caf¨¦, lo hubi¨¦ramos hecho con una de Salamanca o de Gerona que nos pusiera al corriente de sus problemas.
4 Los relatos de viajes han tenido desde siempre un desarrollo paralelo al de los relatos de aventuras y con frecuencia la peripecia inventada -Ulises, Robinson- ha terminado por adquirir el valor de referente real. Su afirmaci¨®n como g¨¦nero se produce en el siglo XIX y en sus mejores representantes, casi todos anglosajones, se mantiene esa indefinici¨®n. Stevenson y Melville, como m¨¢s tarde Conrad o Hemingway. La diferencia entre determinadas p¨¢ginas de Stevenson y otras, por ejemplo, de Russell Wallace -viajero explorador- es pr¨¢cticamente nula.
Variante de esa f¨®rmula tradicional es la desarrollada por el viajero cr¨ªtico, el viajero que en el fondo detesta los lugares que visita y el relato escrito consiste fundamentalmente en una exposici¨®n de sus m¨²ltiples reservas personales. El mejor ejemplo es el que nos ofrece Evelyn Waugh, con toda la sorna de quien da rienda suelta a sus conspicuas actitudes anglosajonas. Las imitaciones a que ha dado lugar son casi siempre desgraciadas, reducidas a poco m¨¢s que una est¨²pida impertinencia que nunca podr¨¢ compensar la falta de talento. Paul Theroux nos ha ofrecido m¨¢s de una vez buena muestra de ello.
Otra variante es la del viajero nost¨¢lgico, empe?ado en seguir los pasos de lo que ya no existe. Su m¨¢s perfecta representaci¨®n es la obra de Karen Blixen; entre nosotros, las de Javier Reverte. Similar pero claramente diferenciada es la del viajero que en realidad est¨¢ desplegando ante nuestros ojos un viaje interior, casos como el de Chatwin o el de Sebald. Otra tendencia, de rasgos m¨¢s difusos, es la de convertir al viajero o, si se prefiere, al turista, en el verdadero protagonista del viaje. Una variante que yo mismo utilic¨¦ bajo la forma de relato de ficci¨®n, en Mzungo.
Modalidad que m¨¢s que a la creaci¨®n literaria se aproxima al periodismo, en la que el viaje en s¨ª se desdibuja hasta casi desaparecer, es el relato que nos hace un comentarista pol¨ªtico y econ¨®mico. Ah¨ª, m¨¢s que los movimientos del autor, lo que cuenta son los datos objetivos referentes a la realidad en la que se mueve. Tal ser¨ªa el caso, por ejemplo, de Robert Kaplan o de Kapuscinsky, ejemplo ¨®ptimo, este ¨²ltimo, del papel nefasto que desempe?an los preconceptos o esquemas previos en los relatos de viaje, como en cualquier otro terreno. Su libro sobre Ir¨¢n, por citar un ejemplo: el esquematismo dial¨¦ctico que utiliza para explicar la ca¨ªda del Sha y que tan in¨²til le resulta para explicar la toma del poder por Jomeini, algo para lo que no hab¨ªa lugar en sus esquemas. Resulta llamativo comparar esta obra con la escrita tambi¨¦n sobre Ir¨¢n por Naipaul. Claro que en Naipaul nos encontramos de nuevo con un escritor propiamente dicho, capaz de evocar la realidad en vez de limitarse a enunciarla.
La visita a la reserva de chimpanc¨¦s de Sweetwaters fue una experiencia desazonadora; dudo que nadie con una inteligencia superior a la de los propios chimpanc¨¦s pueda evitar ese efecto perturbador y menos a¨²n encontrarla divertida. Si la primera parte -un recorrido fluvial en bote, desde el que se contempla a los chimpanc¨¦s que holgazanean a lo largo de la orilla- tiene algo de representaci¨®n teatral, de escenificaci¨®n de la llegada de unos exploradores blancos a un territorio poblado por salvajes, la segunda parte, la estampa que ofrecen desde una torre de vigilancia los chimpanc¨¦s confinados al otro lado de una valla electrificada, nos sit¨²a directamente ante un campo de prisioneros. El trato es impecable, y en una oficina contigua ofrecen la posibilidad de contribuir al mantenimiento de sus condiciones de vida mediante la adopci¨®n, como si de personas se tratase. Lo que sucede es que esos chimpanc¨¦s, acogidos como refugiados cuando los sangrientos enfrentamientos de Ruanda, su pa¨ªs de origen, se encuentran aqu¨ª concentrados contra su voluntad, y el deseo de recuperar su libertad los hace muy peligrosos para cualquiera que se encuentre a su alcance. Y as¨ª los expresan con toda crudeza cuando, tras la actitud inicialmente amistosa que acompa?a a los gestos con los que te piden que les eches fruta, empiezan literalmente los cortes de manga cuando advierten que tus reservas se han agotado, as¨ª como un despechado lanzamiento de pepitas y otros residuos. La impresi¨®n es de que se trata de seres humanos cuyo lenguaje simplemente desconoces.
Hace unos a?os, visit¨¦ una instituci¨®n semejante en Borneo dedicada a los orangutanes. Su comportamiento era completamente diferente, sin asomo alguno de agresividad, tal vez porque desde las instalaciones en las que se atend¨ªa a sus necesidades pod¨ªan pasar libremente a sus bosques, de rama en rama. O mejor, a un resto de lo que fueron sus bosques, y ellos tal vez sab¨ªan que m¨¢s all¨¢ de ese resto no hab¨ªa ya para ellos posibilidad de vida.
5 Hoy, el centro de Nairobi es el de una ciudad moderna, en el sentido de que a lo largo de las aceras se suceden tiendas de modas, librer¨ªas, bares, restaurantes, etc¨¦tera, cosa menos frecuente en el Tercer Mundo de lo que pudiera parecer a primera vista. Nada hace pensar durante el d¨ªa lo que de noche se hace evidente: de noche, Nairobi es una ciudad peligrosa. Durante el d¨ªa, tambi¨¦n lo son sus barrios perif¨¦ricos. Pero el efecto "Harlem" no se ha extendido tambi¨¦n al centro y a cualquier hora, como sucede, por ejemplo, en Johanesburgo. Sin embargo ser¨ªa una equivocaci¨®n creer que Nairobi o Johanesburgo son v¨ªctimas de una especie de contagio cultural que les lleva a reproducir un modelo inspirado en los barrios negros de determinadas ciudades norteamericanas. Si Nairobi se convierte de noche en una ciudad insegura es simplemente a causa del paro y de la pobreza.
Callejeando nos encontramos ante una gran iglesia que result¨® ser la catedral cat¨®lica. Sus puertas se hallaban de par en par y en su interior, casi lleno, se celebraba una misa. Un rato antes hab¨ªamos pasado ante un templo hinduista en el momento en que los fieles -de aspecto muy acomodado todos ellos, a diferencia de los de la catedral- abandonaban el recinto; una especie de guardias de seguridad privados regulaban el tr¨¢fico a fin de que esos fieles, agrupados en sosegadas familias, pudieran cruzar pausadamente la calle. Y un rato despu¨¦s, en uno de los puntos m¨¢s c¨¦ntricos de la capital, nos tropezamos con el amplio corro creado en torno a un grupo uniformado de j¨®venes de ambos sexos, que cantaban a coro himnos religiosos tipo gospel.
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