El devorador de sesos
Creo que ning¨²n espectador de la pel¨ªcula El silencio de los corderos habr¨¢ olvidado esta escena. La primera vez que Clarice Starling (Jodie Foster), la jovenc¨ªsima estudiante de la academia del FBI, visita al doctor Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) en su celda del manicomio de Baltimore. Hannibal "el can¨ªbal" la espera dentro de su vitrina de plexigl¨¢s, de pie, inm¨®vil, tenso y a la vez relajado, como una fiera salvaje y ex¨®tica, feroz y al mismo tiempo, ¨²nica. Hopkins le dice a Foster que puede oler, a trav¨¦s de los agujeros de su celda, la crema Evian y el perfume L'air du temps que ella usa (pero -detalle escalofriante- que no se ha puesto ese d¨ªa). Luego, en medio del sutil interrogatorio de la agente, Hannibal abandona su elegante distancia, pega el rostro a la vitrina y le dice a Clarice, sin pesta?ear (nunca pesta?ea), que cierta vez un agente del censo intent¨® interrogarlo as¨ª, "y yo me com¨ª su h¨ªgado, acompa?ado de unas alubias y un vaso de buen chianti". Y enseguida, el can¨ªbal produce ese sonido vil con los labios ros¨¢ceos, un "sssslurp", espec¨ªficamente dirigido a Jodie Foster, como si fuera su h¨ªgado el que ya estuviera saboreando.
"Cuando le¨ª el gui¨®n y la novela que me enviaron supe que era una de esas ocasiones que se presentan s¨®lo una vez en la vida"
Esa onomatopeya, ese "sssslurp", debe ser una de las l¨ªneas m¨¢s expresivas -adem¨¢s de divertidas- del cine contempor¨¢neo. Para proferir ese inimitable "sssslurp" (que Hopkins improvis¨® fuera de libreto, en el momento de filmar), con todas sus connotaciones de vulgaridad y refinamiento, de voracidad y sibaritismo, de perversidad y juego, no basta con ser un buen actor. Es m¨¢s, no basta s¨®lo con tener casi medio siglo sobre los escenarios y los plat¨®s, sino que son necesarios, seguramente, siglos de tradici¨®n teatral en el inconsciente creativo.
Philip Anthony Hopkins naci¨® cerca de Port Talbot, un pueblito de Gales, en 1937. Su padre era panadero. Desde temprano not¨® que su hijo ¨²nico era distinto, aislado, rebelde, con un raro talento natural para el piano, pero incapaz de concentrarse en ninguna tarea concreta. A los 12 a?os y en la m¨¢s pura tradici¨®n brit¨¢nica, el ni?o problema fue enviado a sucesivos internados donde pas¨® una adolescencia miserable. Nada cuesta imaginar al t¨ªmido pianista perseguido y abusado por esos matones granujientos que nunca faltan en los dormitorios de un colegio. Hannibal Lecter, el refinado intelectual que, de pronto, salta a comerse la nariz de sus v¨ªctimas, pudo haber crecido en un sitio similar, ?a que no? El ¨²nico alivio para Tony fue que, en alguna de esas aulas gris¨¢ceas -quiero creer que en clases de literatura, leyendo dramaturgos isabelinos-, el adolescente incapaz de encajar descubri¨® la magia del teatro. Es decir, descubri¨® c¨®mo expresarse sin dejar de esconderse. Alentando esa esperanza, el joven ensimismado ingres¨® a la m¨¢s cl¨¢sica de las instituciones teatrales brit¨¢nicas, la famosa RADA (Royal Academy of Dramatic Art). All¨ª hizo el papel de incorregible durante varios a?os, salt¨¢ndose la mitad de las clases. "?Toda esa esgrima y el baile, y la dicci¨®n!", ha protestado; aunque seguramente las clases de dicci¨®n le habr¨¢n facilitado proferir ese "sssslurp" famoso. Por poco que haya ido a clases, la ambici¨®n del t¨ªmido Hopkins -y la mitad de un talento es ambici¨®n- ya era implacable. Poco despu¨¦s postulaba al National Theatre, la prodigiosa instituci¨®n en la orilla sur del T¨¢mesis, y era aprobado nada menos que por Laurence Olivier. Tony, el hijo del panadero gal¨¦s, se un¨ªa a una de las m¨¢s largas e ilustres tradiciones teatrales del mundo.
De ah¨ª en adelante, Hopkins emprender¨ªa una carrera peculiar: un actor cl¨¢sico que no s¨®lo no despreciar¨ªa, sino que buscar¨ªa los medios populares, como la televisi¨®n y el cine, incluso el cine barato (que hoy por hoy -ya se sabe- es el m¨¢s caro). Antes de verlo devorando mejillas, tengo el recuerdo de haberlo admirado, a mediados de los setenta, haciendo el introvertido y nervioso Piotr Bezujov, en la magn¨ªfica Guerra y Paz, que produjo la BBC. Y protagonizando al compasivo doctor Treves, que protege al monstruoso Hombre elefante (1980).
No obstante, por brillantes que fueran esas actuaciones, hasta finales de los ochenta el talentoso Tony era s¨®lo un actor brit¨¢nico de car¨¢cter, prestigioso pero no inolvidable. Algo faltaba. Algo que en muchas carreras de artistas -por talentosos que sean- no llega nunca: el llamado de un personaje que, al fin, viene a liberar la energ¨ªa y la sabidur¨ªa reunidas en una vida dedicada al oficio. Cuando llega Hannibal Lecter, en 1991, el ni?o t¨ªmido, el colegial abusado, el pianista frustrado, y sobre todo el actor educado y a la vez constre?ido por su tradici¨®n, liberan toda esa violencia reprimida en un rol que parece so?ado para ¨¦l: el gourmet can¨ªbal. "Cuando le¨ª el gui¨®n y la novela, que me enviaron, supe que ¨¦sta era una de esas ocasiones que se presentan s¨®lo una vez en la vida", ha dicho Anthony Hopkins. "Dios sabe por qu¨¦, pero supe c¨®mo sent¨ªa ese hombre". Y a uno le dan ganas de exclamar: ?sssslurp!
Ese encuentro providencial entre el actor y el rol se ven¨ªa preparando por largo tiempo. Katharine Hepburn le recomendaba al joven Hopkins, en su primera pel¨ªcula (El le¨®n en invierno, 1968): "Act¨²e lo menos posible". Y, a su vez, el maduro Hopkins ha dicho: "Un buen actor, sobre todo, escucha". Ambas cosas las practica interpretando al psiquiatra loco, Lecter, a quien no se le altera el pulso ni cuando devora una lengua. Hopkins ha definido su m¨¦todo como de "relajaci¨®n". Por violenta que sea la acci¨®n, el actor no debe mostrar la tensi¨®n, sino transparentarla. Esto, propongo, es una versi¨®n teatral de la caracter¨ªstica flema brit¨¢nica. Esa aparente relajaci¨®n es pura tensi¨®n producida por el control. As¨ª se hace un drama del subentendido.
Por cierto, Hollywood ha explotado ese subentendido, sin comprenderlo del todo. Brad Pitt ha confesado: "Me faltan a?os para entender de d¨®nde viene este hombre". Lo m¨¢s probable es que no lo entiendas nunca, Brad. En el reino hollywoodense de los galanes imberbes y la pol¨ªtica correcta, la madura melancol¨ªa de Hopkins, su exploraci¨®n del lado oscuro de nosotros mismos, su pesimismo interpretativo, es todo un sabotaje a la f¨¢brica de ilusiones americana.
Y el t¨ªmido Tony ha pagado un precio por ello. La f¨¢brica machac¨® antes a otros tan buenos como ¨¦l. Despu¨¦s de El silencio de los corderos, demasiadas veces, sir Anthony Hopkins ha emulado a su compatriota gal¨¦s Richard Burton (actor talentoso y codicioso), aceptando hacer el mediocre por dinero. La gran excepci¨®n debe ser Lo que queda del d¨ªa (1993), donde llev¨® la relajaci¨®n y el subentendido hasta el ¨¦xtasis: la pura represi¨®n del mayordomo ingl¨¦s. Pero luego, Hopkins acept¨® 15 millones de d¨®lares por reencarnar al can¨ªbal en la pel¨ªcula florentina de Ridley Scott, donde hasta se come los sesos de Ray Liotta delante de nosotros, y con el sujeto vivo. Entre par¨¦ntesis: Liotta dijo que cuando ley¨® la escena pens¨® que era un asco, aunque luego reflexion¨® que le iba a comer el cerebro nada menos que sir Anthony, y eso le pareci¨® "cool".
No puedo culparlo. En cierto modo, lo que hace un gran actor, en un gran papel, es precisamente eso: comernos el seso, devorar, y para siempre, un pedazo de nuestra imaginaci¨®n.
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