En Ikea
Las visitas al Ikea de Sevilla a que me obliga mi piso reci¨¦n comprado y sus ansias de ser otra cosa que paredes en blanco han acentuado mi sociabilidad. No hay d¨ªa que deambule por esa flamante catedral de la decoraci¨®n y el dise?o en que no me cruce con alg¨²n conocido que rebusca entre cestas inveros¨ªmiles para guardar llaves o sorprenda a un amigo lejano delante de una mesilla de noche con rictus de cansancio: de alg¨²n modo, todos los que no podemos disfrutar de la costa o de los bosques venimos a pasearnos por aqu¨ª cada tarde, como fantasmas, habitantes irreales de estos salones irreales y estos dormitorios impostados que ocupan la planta de exposici¨®n. He o¨ªdo que el propietario de esta firma sueca posee la tercera o cuarta fortuna del mundo, y mientras me siento, yo tambi¨¦n, en un sof¨¢ de un detonante color fucsia para comprobar si su amortiguaci¨®n se aviene con su precio, trato de reflexionar sobre los motivos de su ¨¦xito: que hallo, sin demasiada dificultad, en las posibilidades combinatorias (los muebles son siempre los mismos, pero sus baldas, puertas, cajones y repisas pueden mezclarse dando lugar a criaturas infinitas) y en el s¨ªrvase usted mismo (construya usted mismo el mueble, ll¨¦veselo usted mismo a casa, incluso c¨®rtese usted mismo los paneles que necesita). Pero en fin, de las muchas personas con que he chocado en Ikea, tuve que encontrar a quien no esperaba en absoluto: porque en uno de los stands que simulaba el hogar de un joven prisionero de los 25 metros cuadrados, encima de una librer¨ªa, me encontr¨¦ con Borges. Me explico: no es que lo hubieran erigido all¨ª para prestar dignidad a aquel mueble que tanto le conven¨ªa, ¨¦l que hab¨ªa so?ado el universo como una sucesi¨®n inacabable de estanter¨ªas repletas de vol¨²menes; ¨¦l era simplemente la excusa para un marco de fotograf¨ªa plateado, con el asequible precio de 12 euros: acababa de despojarse de unas gafas sepias y contemplaba el objetivo lleno de extrav¨ªo, flojo el nudo de la corbata, con algo de desamparo o sorpresa. Primero pens¨¦ en comprarlo, pero me dio verg¨¹enza imaginarme la cara de la cajera cuando yo exigiera llevarme adem¨¢s del marco la fotograf¨ªa del abuelo de los veinticinco metros cuadrados; luego pens¨¦ en robarlo, pero soy pusil¨¢nime. Confieso: lo abandon¨¦ all¨ª.
Borges en agosto en el Ikea de Sevilla, me repet¨ªa al salir: qu¨¦ clave se ocultaba debajo de estos signos inauditos, qu¨¦ dibujo luchaba por insinuarse detr¨¢s de estos puntos al azar. Ya en el coche, me dije que en el fondo no constitu¨ªa una locura tan descabellada vender al viejo junto a los sillones desmontables y la c¨®moda que pod¨ªa convertirse en botellero: de repente record¨¦ que Rodr¨ªguez Zapatero dice leer diariamente a Borges, que Julio Iglesias cit¨® a Borges en una reciente entrevista, que Borges figura en el folleto tur¨ªstico que hoje¨¦ en la agencia tur¨ªstica como reclamo de una visita a Buenos Aires. Cualquiera puede llevarse a casa a Borges y montarlo a su gusto; y es porque Borges es como este Ikea en que paso mis calores de verano, y ¨¦l hubiera asumido con complacencia las dos leyes del comercio sueco: posibilidades combinatorias (?cu¨¢ntos textos no cit¨®, fundi¨®, plagi¨® o alter¨®?) y s¨ªrvase usted mismo (?cu¨¢ntos autores no utiliz¨® para construirse su biblioteca, ¨¦l que tanto amaba el bricolaje?). Borges en Ikea, amigos m¨ªos: ?qui¨¦n necesita excepci¨®n cultural?
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