Los culpables
Las tijeras estaban sobre la mesa. Ten¨ªan un tama?o desmedido. Mi padre las hab¨ªa usado para rebanar pollos. Desde que ¨¦l muri¨®, Jorge las lleva a todas partes. Tal vez sea normal que un psic¨®pata duerma con su pistola bajo la almohada. Mi hermano no es un psic¨®pata. Tampoco es normal.
Lo encontr¨¦ en la habitaci¨®n, encorvado, luchando para sacarse la camiseta. Est¨¢bamos a 42 grados. Jorge llevaba una camiseta de tejido burdo, ideal para adherirse como una segunda piel.
-??brela! -grit¨® con la cabeza envuelta por la tela. Su mano se?al¨® un punto inexacto que no me cost¨® trabajo adivinar.
Fui por las tijeras y cort¨¦ la camiseta. Vi el tatuaje en su espalda. Me molest¨® que las tijeras sirvieran de algo; Jorge volv¨ªa ¨²tiles las cosas sin sentido; para ¨¦l, eso significaba tener talento.
"Sac¨® dos maletines de la camioneta. Estaba tan flaco que parec¨ªa sostener tanques de buceo en la absurda inmensidad del desierto. Eran m¨¢quinas de escribir"
"Regresaba a Sacramento con ojos raros. Seguramente esto ten¨ªa que ver con Luc¨ªa. Ella se aburr¨ªa tanto en este terregal que le dio una oportunidad a Jorge"
"Llegamos a las afueras de Phoenix. Detuve el coche y me persign¨¦. Cuando abr¨ª la puerta de atr¨¢s, lo primero que vi fueron ropas te?idas de rojo. Luego o¨ª una carcajada"
"Regres¨¦ a mi silla y escrib¨ª sin parar la noche entera. Exager¨¦ mis encuentros er¨®ticos con Luc¨ªa. En esa confesi¨®n indirecta, el descaro pod¨ªa encubrirme"
Me abraz¨® como si untarme su sudor fuera un bautizo. Luego me vio con sus ojos hundidos por la droga, el sufrimiento, demasiados v¨ªdeos. Le sobraba energ¨ªa, algo inconveniente para una tarde de verano en las afueras de Sacramento. En su visita anterior, Jorge pate¨® el ventilador y le rompi¨® un aspa; ahora, el aparato apenas arrojaba aire y hac¨ªa un ruido de sonaja. Ninguno de los seis hermanos pens¨® en cambiarlo. La granja estaba en venta. A¨²n ol¨ªa a aves; las alambradas conservaban plumas blancas.
Yo hab¨ªa propuesto otro lugar para reunirnos, pero ¨¦l necesitaba algo que llam¨® "correspondencias". Ah¨ª vivimos api?ados, le¨ªmos la Biblia a la hora de comer, subimos al techo a ver lluvias de estrellas, fuimos azotados con el rastrillo que serv¨ªa para barrer el excremento de los pollos, so?amos en huir y regresar para incendiar la casa.
-Acomp¨¢?ame -Jorge sali¨® al porche. Hab¨ªa llegado en una camioneta Windstar, muy lujosa para ¨¦l.
Sac¨® dos maletines de la camioneta. Estaba tan flaco que parec¨ªa sostener tanques de buceo en la absurda inmensidad del desierto. Eran m¨¢quinas de escribir.
Las coloc¨® en las cabeceras del comedor y me asign¨® la que se atascaba en la e?e. Durante semanas ¨ªbamos a estar frente a frente. Jorge se cre¨ªa guionista. Ten¨ªa un contacto en Tucson, que no es precisamente la meca del cine, interesado en una "historia en bruto" que en apariencia nosotros pod¨ªamos contar. La prueba de su inter¨¦s eran la camioneta Windstar y dos mil d¨®lares de anticipo. Confiaba en el cine mexicano como en un intangible guacamole; hab¨ªa demasiado odio y demasiada pasi¨®n en la regi¨®n para no aprovecharlos en la pantalla. En Arizona, los granjeros disparaban a los migrantes extraviados en sus territorios ("un safari caliente", hab¨ªa dicho el hombre al que Jorge citaba como a un evangelista); luego, el improbable productor hab¨ªa preparado un c¨®ctel margarita color rojo. Lo "mexicano" se impon¨ªa entre un reguero de cad¨¢veres.
La mayor extravagancia de aquel gringo era confiar en mi hermano. Jorge se prepar¨® como cineasta paseando drogadictos norteamericanos por las costas de Oaxaca. Ellos le hablaron de pel¨ªculas que nunca vimos en Sacramento. Cuando se mud¨® a Torre¨®n, visit¨® a diario un negocio de v¨ªdeos donde hab¨ªa aire acondicionado. Lo contrataron para normalizar su presencia y porque pod¨ªa recomendar pel¨ªculas que no conoc¨ªa.
Regresaba a Sacramento con ojos raros. Seguramente, esto ten¨ªa que ver con Luc¨ªa. Ella se aburr¨ªa tanto en este terregal que le dio una oportunidad a Jorge. Aun entonces, cuando conservaba un peso aceptable e intacta su dentadura, mi hermano parec¨ªa un chiflado c¨®smico, como esos tipos que han entrado en contacto con un ovni. Tal vez ten¨ªa el pedigr¨ª de haberse ido, el caso es que ella lo dej¨® entrar a la casa que habitaba atr¨¢s de la gasolinera. Costaba trabajo creer que alguien con el cuerpo y los ojos de obsidiana de Luc¨ªa no encontrara un candidato mejor entre los traileros que se deten¨ªan a cargar di¨¦sel. Jorge se dio el lujo de abandonarla. No pod¨ªa atarse a Sacramento. Se hab¨ªa tatuado en la espalda una lluvia de estrellas, las "l¨¢grimas de san Esteban", que caen el 12 de agosto. Fue el gran espect¨¢culo que vimos en la infancia. Adem¨¢s, su segundo nombre es Esteban. No pod¨ªa anclar su estrella fugaz.
Mi hermano estaba hecho para irse, pero tambi¨¦n para volver. Prepar¨® su regreso por tel¨¦fono: nuestras vidas rotas se parec¨ªan a las de otros cineastas, los artistas latinos la estaban haciendo en grande, el hombre de Tucson confiaba en el talento fresco. Curiosamente, la "historia en bruto" era m¨ªa. Por eso ten¨ªa frente a m¨ª una m¨¢quina de escribir.
Tambi¨¦n yo sal¨ª de Sacramento. Durante a?os conduje tr¨¢ilers a ambos lados de la frontera. En los cambiantes paisajes de esa ¨¦poca, mi ¨²nica constancia fue la cerveza Tecate. Ingres¨¦ en Alcoh¨®licos An¨®nimos despu¨¦s de volcarme en Los Vidrios con un cargamento de fertilizantes. Estuve inconsciente en la carretera durante horas, respirando polvo qu¨ªmico para mejorar tomates. Quiz¨¢ esto explica que despu¨¦s aceptara un trabajo donde el sufrimiento me pareci¨® agradable. Durante cuatro a?os repart¨ª bolsas con suero para los indocumentados que se extrav¨ªan en el desierto. Recorr¨ª las rutas de Agua Prieta a Douglas, de Sonoyta a Lukeville, de Nogales a Nogales (rentaba un cuarto en cada uno de los Nogales, como si viviera en una ciudad y en su reflejo). Conoc¨ª polleros, agentes de la migra, miembros del programa Paisano. Nunca vi a la gente que recog¨ªa las bolsas con suero. Los ¨²nicos indocumentados que encontr¨¦ estaban detenidos. Temblaban bajo una frazada. Parec¨ªan marcianos. Tal vez s¨®lo los coyotes beb¨ªan el suero. A la suma de cad¨¢veres hallados en el desierto le dicen The Body Count. Fue el t¨ªtulo que Jorge escogi¨® para la pel¨ªcula.
La soledad te vuelve charlat¨¢n. Despu¨¦s de manejar diez horas, escupes palabras. "Ser ex alcoh¨®lico es tirar rollos", eso me dijo alguien en AA. Una noche, a la hora de las tarifas de descuento, llam¨¦ a mi hermano. Le cont¨¦ algo que no sab¨ªa c¨®mo acomodar. Iba por una carretera de terracer¨ªa cuando los faros alumbraron dos siluetas amarillentas. Migrantes. ?stos no parec¨ªan marcianos; parec¨ªan zombies. Fren¨¦ y alzaron los brazos, como si fuera a detenerlos. Cuando vieron que iba desarmado, gritaron que los salvara por la Virgen y el amor de Dios. "Est¨¢n locos", pens¨¦. Echaban espuma por la boca, se aferraban a mi camisa, ol¨ªan a cart¨®n podrido. "Ya est¨¢n muertos". Esta idea me pareci¨® l¨®gica. Uno de ellos implor¨® que lo llevara "donde juese". El otro pidi¨® agua. Yo no llevaba cantimplora. Me dio miedo o asco o qui¨¦n sabe qu¨¦ viajar con los migrantes deshidratados y locos. Pero no pod¨ªa dejarlos ah¨ª. Les dije que los llevar¨ªa atr¨¢s. Ellos entendieron que en el asiento trasero. Tuve que usar muchas palabras para explicarles que me refer¨ªa a la cajuela, el maletero, su lugar de viaje.
Ten¨ªa que llegar a Phoenix al amanecer. Cuando las plantas espinosas rasgu?aron el cielo amarillo, me detuve a orinar. No o¨ª ruidos en la parte trasera. Pens¨¦ que los otros se hab¨ªan asfixiado o muerto de sed o hambre, pero no hice nada. Volv¨ª al coche.
Llegamos a las afueras de Phoenix. Detuve el coche y me persign¨¦. Cuando abr¨ª la puerta de atr¨¢s, lo primero que vi fueron ropas te?idas de rojo. Luego o¨ª una carcajada. S¨®lo al ver las camisas salpicadas de semillas record¨¦ que llevaba tres sand¨ªas. Los migrantes las hab¨ªan devorado en forma inaudita, con todo y c¨¢scara. Se despidieron con una felicidad alucinada que me produjo el mismo malestar que la posibilidad de matarlos mientras trataba de salvarlos.
Fue esto lo que le cont¨¦ a Jorge. A los dos d¨ªas llam¨® para decirme que ten¨ªamos una "historia en bruto". No serv¨ªa para una pel¨ªcula, pero s¨ª para ilusionar a un productor.
Mi hermano confiaba en mi conocimiento de los cruces ilegales y en los cursos de redacci¨®n por correspondencia que tom¨¦ antes de irme de trailero, cuando so?aba en ser corresponsal de guerra s¨®lo porque eso garantizaba ir lejos.
Durante seis semanas sudamos uno frente al otro. Desde su cabecera, Jorge gritaba: "?Los productores son pendejos, los directores son pendejos, los actores son pendejos!". Escrib¨ªamos para un comando de pendejos. Era nuestra ventaja: sin que se dieran cuenta, los obligar¨ªamos a transmitir una verdad inc¨®moda. A esto Jorge le dec¨ªa "el silbato de Chaplin". En una pel¨ªcula, Chaplin se traga un silbato que sigue sonando en su est¨®mago. As¨ª ser¨ªa nuestro gui¨®n, el silbato que tragar¨ªan los pendejos: sonar¨ªa dentro de ellos sin que pudieran evitarlo.
Pero yo no pod¨ªa armar la historia, como si todas las palabras llevaran la e?e que se atascaba en mi teclado. Entonces, Jorge habl¨® como nuestro padre lo hab¨ªa hecho en esa mesa: nos faltaba sentirnos culpables. ?ramos demasiado indiferentes. Ten¨ªamos que jodernos para merecer la historia.
Fuimos a unas peleas de perros y apostamos los dos mil d¨®lares del anticipo. Escogimos un perro con una cicatriz en equis en el lomo. Parec¨ªa tuerto. Luego supimos que la furia le hac¨ªa gui?ar un ojo. Ganamos seis mil d¨®lares. La suerte nos consent¨ªa, p¨¦sima noticia para un guionista, seg¨²n Jorge.
No s¨¦ si ¨¦l tom¨® alguna droga o una pastilla, lo cierto es que no dorm¨ªa. Se quedaba en una mecedora en el porche, viendo los huizaches del desierto y los gallineros abandonados, con las tijeras abiertas sobre el pecho. Al d¨ªa siguiente, cuando yo revolv¨ªa el nescaf¨¦, me gritaba con ojos insomnes: "?Sin culpa no hay historia!". El problema, mi problema, es que yo ya era culpable. Jorge nunca me pregunt¨® qu¨¦ hac¨ªa en la carretera de terracer¨ªa a bordo de un Spirit que no era m¨ªo, y yo no deseaba mencionarlo.
Cuando mi hermano abandon¨® a Luc¨ªa, ella se fue con el primer cliente que lleg¨® a la gasolinera. Pas¨® de un sitio a otro de la frontera, de un Jeff a un Bill y a un Kevin, hasta que hubo alguien llamado Gamaliel que pareci¨® suficientemente estable (casado con otra, pero dispuesto a mantenerla). No era un migrante, sino un "gringo nuevo", hijo de hippies que buscaban nombres en las biblias de los migrantes. La propia Luc¨ªa me puso al tanto. Hablaba de cuando en cuando y se aseguraba de tener mis datos, como si yo fuera algo que ojal¨¢ no tuviera que usar. Un seguro en la nada.
Una tarde llam¨® para pedir "un favorsote". Necesitaba enviar un paquete y yo conoc¨ªa bien las carreteras. Curiosamente, me mand¨® a un lugar al que nunca hab¨ªa ido, cerca de Various Ranches. A partir de entonces me us¨® para despachar paquetes peque?os. Me dijo que conten¨ªan medicinas que aqu¨ª pod¨ªan comprarse sin receta y val¨ªan mucho al otro lado, pero sonri¨® de modo extra?o al decirlo, como si "medicinas" fuera un c¨®digo para droga o dinero. Nunca abr¨ª un sobre. Fue mi lealtad hacia Luc¨ªa. Mi lealtad hacia Jorge fue no pensar demasiado en los pechos bajo la blusa, las manos delgadas, sin anillos; los ojos que aguardaban un remedio.
Cuando decidimos vender la granja, los seis hermanos nos reunimos por primera vez en mucho tiempo. Discutimos de precios y tonter¨ªas pr¨¢cticas. Fue entonces cuando Jorge pate¨® el ventilador. Nos maldijo entre frases sacadas de la Biblia, habl¨® de lobos y corderos, la mesa donde se pon¨ªa un lugar al enemigo. Luego encendi¨® el ventilador y oy¨® el ruido de sonaja. Sonri¨®, como si eso fuera divertido. El hermano que me ayudaba a bajarme los pantalones despu¨¦s de los azotes para sentir la fr¨ªa delicia del r¨ªo se cre¨ªa ahora un cineasta con m¨¦ritos suficientes para patear ventiladores. Lo detest¨¦ como nunca lo hab¨ªa hecho.
La siguiente vez que Luc¨ªa me llam¨® para recoger un env¨ªo no sal¨ª de su casa hasta el d¨ªa siguiente. Le dije que mi coche estaba fallando. Me prest¨® el Spirit que le hab¨ªa regalado Gamaliel. Yo quer¨ªa seguir tocando algo de Luc¨ªa, aunque el coche viniera de otro hombre. Pens¨¦ en esto en la carretera y quise aportarle un toque personal al Spirit. Me detuve a comprar sand¨ªas.
No volv¨ª a ver a Luc¨ªa. Regres¨¦ el coche cuando ella no estaba en casa y arroj¨¦ las llaves al buz¨®n. Sent¨ª un sabor acre en la boca, ganas de romper algo. En la noche llam¨¦ a Jorge. Le cont¨¦ de los zombies y las sand¨ªas.
Al cabo de seis semanas, marcas azules circundaban los ojos de mi hermano. Cort¨® en cuadritos los d¨®lares que ganamos en las peleas de perros, pero tampoco as¨ª nos lleg¨® la culpa creativa. No s¨¦ si sac¨® esa idea de los castigos en la granja, a manos de un padre de fan¨¢tica religiosidad, o si las drogas en la costa de Oaxaca le expandieron la mente de ese modo, un campo donde se cosecha con remordimientos.
-Asalta un banco -le dije.
-El crimen no cuenta. Necesitamos una culpa superable.
Estuve a punto de decir que me hab¨ªa acostado con Luc¨ªa, pero las tijeras para pollos estaban demasiado cerca.
Horas m¨¢s tarde, Jorge fumaba un cigarro torcido. Ol¨ªa a marihuana, pero no lo suficiente para mitigar la peste de las aves de corral. Vio la mancha de salitre donde hab¨ªa estado la imagen de la Virgen. Luego me cont¨® que segu¨ªa en contacto con Luc¨ªa. Ella ten¨ªa un negocio modesto. Medicinas de contrabando. Era il¨ªcito, pero nadie se condena por repartir medicinas. Me pregunt¨® si yo ten¨ªa algo que decirle. Por primera vez pens¨¦ que el gui¨®n era un montaje para obligarme a confesar. Sal¨ª al porche, sin decir palabra, y vi la Windstar. ?Era posible que el "productor" fuese Gamaliel y los d¨®lares y la camioneta vinieran de ¨¦l? ?Jorge era su mensajero? ?Tra¨ªa a la casa los celos de otra persona? ?Pod¨ªa haberse degradado con tanto c¨¢lculo?
Regres¨¦ a mi silla y escrib¨ª sin parar, la noche entera. Exager¨¦ mis encuentros er¨®ticos con Luc¨ªa. En esa confesi¨®n indirecta, el descaro pod¨ªa encubrirme. Mi personaje asumi¨® los defectos de un perfecto hijo de puta. A Jorge le hubiera irritado que actuara como el hombre d¨¦bil que era, pero no pod¨ªa atribuirme esa magn¨ªfica vileza. Al d¨ªa siguiente, The Body Count estaba listo. Sin e?es, pero listo.
-Siempre puedes confiar en un ex alcoh¨®lico para satisfacer un vicio -me dijo. No supe si se refer¨ªa a su vicio de convertir la culpa en cine o de saciar celos ajenos.
Jorge le hizo cortes al gui¨®n con las tijeras para pollos. El m¨¢s significativo fue mi nombre. ?l gan¨® bastante con The Body Count, pero fue un ¨¦xito insulso. Nadie oy¨® el silbato de Chaplin.
En lo que a m¨ª toca, algo me retuvo ante la m¨¢quina de escribir, tal vez una frase de mi hermano en su ¨²ltima noche en la granja:
-La cicatriz est¨¢ en el otro tobillo.
Me hab¨ªa acostado con Luc¨ªa, pero no recordaba el sitio de su cicatriz. Mi refugio era imaginar las cosas. ?Era ¨¦se el vicio al que se refer¨ªa Jorge? Seguir¨ªa escribiendo. Esa noche me limit¨¦ a decir:
-Perd¨®n, perd¨®name.
No s¨¦ si llor¨¦. Mi cara estaba mojada por el sudor o por l¨¢grimas que no sent¨ª. Me dol¨ªan los ojos. La noche se abr¨ªa ante nosotros, como cuando ¨¦ramos ni?os y sub¨ªamos al techo a pedir deseos. Una luz ray¨® el cielo.
-Doce de agosto -dijo Jorge.
Pasamos el resto de la noche viendo estrellas fugaces, como cuerpos perdidos en el desierto.
Juan Villoro
Naci¨® en Ciudad de M¨¦xico en 1956. Estudi¨® sociolog¨ªa y fue alumno del taller de narrativa de Augusto Monterroso. Ha sido guionista, diplom¨¢tico y traductor. Entre sus obras est¨¢n el libro de cr¨®nicas 'Tiempo transcurrido'; las novelas 'El disparo de arg¨®n' y 'Materia dispuesta'; los cuentos 'El mariscal de campo', 'La noche navegable', 'El cielo inferior', 'Autopista sanguijuela' o 'La casa pierde'; los ensayos 'Los once de la tribu', 'Efectos personales', y los relatos infantiles 'Las golosinas secretas' o 'Baterista numeroso'.
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