Ni?os pendientes
En una escena de El silencio, una de esas pel¨ªculas hermosamente terribles de Bergman, Johan, el ni?o protagonista, est¨¢ pendiente de los movimientos de su madre. "?Qu¨¦ miras?", le pregunta ella por fin, y ¨¦l contesta: "Te miro los pies, porque te llevan de un lado a otro por su cuenta". ?se es todav¨ªa un pensamiento de ni?o. Andar son pies. Salir o entrar son puertas que se abren y se cierran. Mirarse sin una palabra son ojos que no se detienen y labios que permanecen juntos. El espectador, sin embargo, est¨¢ viendo otra cosa: desamor, crueldad o agon¨ªa o la carga de un secreto padecido, inconfesable. Ponerle esa clase de palabras a los gestos es crecer. Lo que te hace crecer es la abstracci¨®n, la comprensi¨®n de lo que sucede, por primera vez, m¨¢s all¨¢ de la realidad sensible. Al final de la pel¨ªcula -que apenas abarca un par de d¨ªas- vemos a Johan aprendiendo otro idioma. Palabras en la lengua extra?a de ese pa¨ªs extra?o que acaba de visitar. Crecer que es una extranjer¨ªa necesita permanentemente traducci¨®n.
Igual que Johan en su historia, los ni?os de Besl¨¢n entraron como ni?os y han salido cambiados de su escuela. Cu¨¢nto y c¨®mo de crecidos, con qu¨¦ bagaje de nuevos conceptos no lo sabremos desde aqu¨ª, para entonces ya no ser¨¢n noticia; ni ellos lo sabr¨¢n hasta m¨¢s tarde. O s¨®lo lo sabr¨¢n por las huellas que les vayan quedando. Esta tragedia es una inversi¨®n de futuro, dicho sea con toda la intenci¨®n. Inversi¨®n como cambio de sentido, como abandono radical del rumbo previsto de la infancia. Con todo, lo m¨¢s terrible de lo sucedido en Besl¨¢n es el futuro hipotecado de esos ni?os que durante dos d¨ªas han estado pendientes del horror, traduci¨¦ndolo. Comprendiendo, m¨¢s all¨¢ de la realidad palpable de las capuchas, los cables, la sed, la sangre o el estruendo, la verdad abstracta de la mortalidad, el odio o la crueldad. Tocando, por primera vez, su sentido.
No creo casi nunca que una imagen valga m¨¢s que mil palabras, sobre todo cuando las im¨¢genes se pasan tanto de rosca que acaban perdiendo capacidad para apretar la conciencia o el ¨¢nimo. De todo lo visto y o¨ªdo en Besl¨¢n retengo, como resumen implacable, estas palabras de un superviviente de ocho a?os: "No volver¨¦ a tener miedo; he visto c¨®mo un kamikaze mataba a un hombre". Estas palabras hablan del ni?o que ha dejado de ser. Ahora es el que ha visto, el que sabe. Y conmueve su resistencia, su lucha por permanecer en el refugio, ya irremediablemente perdido, de la infancia perfecta. Se resiste confiando en que su raci¨®n de miedo cabe entera en ese miedo inaugural. Que todo el miedo que iba a depararle la vida ya ha pasado, que es tarea cumplida, vencida. Como los espectadores de la pel¨ªcula de Bergman, nosotros vemos m¨¢s que el ni?o, sabemos que no es as¨ª, que el futuro nunca se resuelve antes de tiempo. Pero conmueve profundamente esa confianza: primer y ¨²ltimo atributo de la infancia que ese ni?o se resiste a abandonar.
Es cada vez m¨¢s dif¨ªcil distraerse de la sensaci¨®n de que el mundo se est¨¢ hundiendo poco a poco. Pero un mundo sin posibilidad de infancia es tocar fondo. Estamos tocando fondo. Las noticias de Besl¨¢n nos estremecen, pero corren paralelas a los miles de v¨ªctimas infantiles que suman a diario, sin tregua, el hambre, el sida, la explotaci¨®n, el exilio o el turismo sexual (esta misma semana ha sido desmantelada en Espa?a otra red de pornograf¨ªa infantil en Internet). El artista venezolano Alejandro Otero escribi¨®: "De ni?o, yo saltaba sobre los pozos que en la calle dejaba la lluvia, jugando al riesgo de caerme hacia la luna. El estallido de Hiroshima me hizo comprender que est¨¢bamos en un siglo distinto y maduro balance¨¢ndose entre la supervivencia y el desastre. Yo eleg¨ª el optimismo". Estamos en un siglo distinto, pero en el mismo, vertiginoso, balanceo. Y creo que la supervivencia se reduce a eso, a garantizar para los ni?os un futuro que incluya la opci¨®n del optimismo. No un delirio ang¨¦lico o una inocentada de optimismo, sino su posibilidad real.
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