Oigo voces
Las nueve de la ma?ana en una concurrida estaci¨®n madrile?a de metro. Entre la vigilia y el sue?o del reci¨¦n estrenado d¨ªa oigo una voz que desciende hacia los andenes: "Este oto?o se llevan las rayas..., jers¨¦is de punto a tantos euros..., descuento en pantalones...".
Como lo oyen, lo oigo, lo o¨ªmos. Desde las alturas del subsuelo, con 10 altavoces por banda, se pregonan a considerable volumen las ofertas de unos grandes almacenes (?y a qu¨¦ precios, oigan!). Vienen entonces a la memoria de este agraviado ciudadano las inquietantes im¨¢genes del filme La naranja mec¨¢nica, aquellas en las que unos peque?os garfios mantienen abiertos los p¨¢rpados del protagonista, expuesto a continuados est¨ªmulos audiovisuales con el fin de socializarle, atado de pies y manos.
As¨ª, pues, me siento -yo que en mi extravagancia, f¨ªjense, no acostumbro a llevar en los o¨ªdos walkman ni tapones (en el colegio se re¨ªan de mis orejeras, tan loadas por mamuchi)- prisionero de la publicidad, a pesar de que siempre me queda salir corriendo. Pero ?ad¨®nde?
Nunca pens¨¦ que lamentar¨ªa tanto carecer de p¨¢rpados en las orejas, se?or Gallard¨®n. Sin embargo, y hasta que la evoluci¨®n nos brinde nuevas membranas, que me temo no me tocar¨¢n en suerte por lo, ay, avanzado de mi edad, rogar¨ªa a las autoridades (im)pertinentes que, en la medida de lo posible, restituyan el ya suficientemente maltratado ?derecho? a la libre exposici¨®n a la publicidad: el metro es un servicio p¨²blico cuyos usuarios pagamos directa (billete) e indirectamente (impuestos). Gracias, las justas.
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