Met¨¢foras de la migraci¨®n
Para Marco Kuntz
Se oye hablar mucho de ra¨ªces en nuestra Pen¨ªnsula y fuera de ella. De ra¨ªces de nuestras sociedades y comunidades hist¨®ricas. De nuestro arraigo en determinados espacios geogr¨¢ficos desde la noche de los tiempos. De que el hombre, como los vegetales, es producto de la tierra, de unas coordenadas atemporales cuyas caracter¨ªsticas determinan su idiosincrasia y car¨¢cter. De ah¨ª 1a aspiraci¨®n de algunos individuos y grupos a crear identidades fijas, esencias perennes, etnocentrismos inmutables. Hay lo nuestro y lo ajeno, y las diferencias entre lo uno y lo otro nos son presentadas como contrapuestas e insalvables. Los mitos nacionales, ¨¦tnicos, religiosos, se fundan en esta presunta identidad "a prueba de milenios" afincada para siempre en alg¨²n punto del min¨²sculo planeta en el que vivimos.
Pero el hombre no es un ¨¢rbol: carece de ra¨ªces, tiene pies, camina. Desde los tiempos del homo erectus circula en busca de pastos, de climas m¨¢s benignos, de lugares en los que resguardarse de las inclemencias del tiempo y de la brutalidad de sus semejantes. El espacio convida al movimiento y se inscribe en un ¨¢mbito mucho m¨¢s vasto y en continua expansi¨®n.
Todo indica la movilidad de nuestros ancestros. Sus emigraciones colectivas de sur a norte y viceversa. Por toda la rosa de los vientos. A pie, sin gu¨ªa ni br¨²jula. Impulsados tan s¨®lo por su instinto de vida y el anhelo de un entorno propicio a la satisfacci¨®n de sus necesidades elementales: caza, pastoreo, albergue nocturno, concavidad protectora del clan. Los progresos t¨¦cnicos de la Edad de Piedra a las del Hierro y Bronce, se acompa?an, como sabemos, de nuevas formas de violencia. Hay una relaci¨®n directa entre la aparici¨®n de civilizaciones m¨¢s avanzadas y el incremento de aqu¨¦lla. Los pueblos y comunidades no s¨®lo emigran al azar de sus necesidades: subyugan o aniquilan a civilizaciones ajenas, construyen un mundo nuevo sobre las ruinas del anterior. Los cinco mil a?os de la historia humana se cifran en una lectura en palimpsesto: en esa estratigraf¨ªa que nos permite la lectura acr¨®nica de las grandes ciudades, desde Estambul a M¨¦xico.
Se desplazan los hombres y con ellos las palabras: la infinidad de relatos orales que se metamorfosean al hilo de su canje y circulaci¨®n. Algunos cuajan en las leyendas fundacionales de las religiones monote¨ªstas. La mayor¨ªa evita el anquilosamiento y se dispersa en una galaxia de cuentos, en los que no se vindica la autor¨ªa sino la transmisi¨®n. F¨¢bulas y relatos mutantes, de infinitas posibilidades adaptadoras que, como los musgos, l¨ªquenes y helechos, pasan de China a India, de ¨¦sta a Persia, de Babilonia a Grecia, de Egipto a Roma, por esas "autopistas de viento" que diseminan las semillas de las palabras a tierras remotas, mediante una forma m¨¢s vasta de abejeo y polinizaci¨®n.
Matizo: los hombres y mujeres pueden arraigar en el suelo que consideran propio, pero abandonarlo tambi¨¦n en busca de mejor vida o de libertad, por af¨¢n de lucro o por menester. La navegaci¨®n y la br¨²jula acortaron los espacios, certificaron nuestra peque?ez y esfericidad. Durante m¨¢s de cuatro siglos, los europeos pusimos la planta en todos los continentes, islas y archipi¨¦lagos del planeta. Llevamos all¨ª nuestro saber y nuestros adelantos t¨¦cnicos, pero tambi¨¦n nuestros dogmas y preceptos impuestos por la fuerza. En pocas palabras, la creatividad y la grandeza, y con ellas, las tropel¨ªas y oprobio de la llamada aventura colonial. Sobrecogedoras proezas arquitect¨®nicas e invenciones urbanas, y a la par, una esclavitud y explotaci¨®n, a escala mundial, que empeque?ec¨ªan las de las civilizaciones anteriores, decadentes o rezagadas. La Declaraci¨®n Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 fue una l¨¢bil lucecilla que no puso coto a las guerras de conquista ni al sometimiento de continentes enteros ni a genocidios, como el descrito en El coraz¨®n de las tinieblas por Conrad.
Los movimientos migratorios -no ya de conquista, sino a consecuencia del hundimiento de numerosas sociedades de un mundo globalizado, cuyos amos act¨²an como los encomenderos de las antiguas haciendas coloniales- son objeto de percepciones y met¨¢foras que reactualizan a su modo las viejas f¨¢bulas de animales. Unos los ven como "nubes de langosta africana", termitas voraces, m¨²ridos de imparable multiplicaci¨®n. Yo prefiero acogerme al imaginario de las leyendas ber¨¦beres sobre las cig¨¹e?as, conforme hice en un cap¨ªtulo de una de mis novelas.
Hoy, las cig¨¹e?as emigran a la Fortaleza Europea y, desde sus nidos de las murallas de Marraquech, vuelan por el espacio de Schengen, pero los hombres y mujeres que las contemplan no. Vivimos en la ¨¦poca en que bienes, capitales y mercanc¨ªas circulan sin trabas y las personas sue?an en un visado imposible o se juegan el pellejo para alcanzar la orilla vedada. Muchos son atrapados en las costas espa?olas e italianas, y otros, menos afortunados, yacen en el fondo del mar. Las cig¨¹e?as tienen m¨¢s suerte que ellos: la met¨¢fora de su migraci¨®n es aqu¨ª la de un sue?o inaccesible o roto. Todos queremos ser cig¨¹e?as, pero muchos no pueden. Y quienes lo consiguen son vistos por muchos como invasores: met¨¢foras xen¨®fobas de la langosta, de la termita o el rat¨®n que corroen nuestras estructuras comunitarias, contaminan nuestro suelo con su perturbadora alteridad.
Somos desmemoriados. Nosotros tambi¨¦n emigramos. No ya como aventureros ni conquistadores, sino en busca de una vida mejor y m¨¢s digna. Expulsados a la fuerza por nuestros propios compatriotas en 1939 o v¨ªctimas del subdesarrollo subsiguiente a los destrozos materiales y humanos de la Guerra Civil y a la implacable dictadura que la sucedi¨®. Cuando cumpl¨ª m¨ª sue?o de ir a Par¨ªs y de disfrutar all¨ª de una libertad y unos derechos que la autocracia de entonces me negaba, lo hice en un tren atestado de compatriotas. Par¨ªs estaba lleno de espa?oles. Los varones trabajaban en la construcci¨®n y en las f¨¢bricas; las mujeres serv¨ªan de asistentas en las familias burguesas: las llamaban entonces, condescendientemente, conchitas. Y lo mismo suced¨ªa en Ginebra, Bruselas y las grandes ciudades alemanas. ?ramos hombres-cig¨¹e?as, aunque algunos nos percibieran como langostas, ratones o termitas. Plasmado el sue?o europeo, la mayor¨ªa de nuestros emigrantes regresaron al cabo de veinte a?os y se integraron en la din¨¢mica de las grandes transformaciones sociales que arrumbaron, como una antigualla, la estrategia continuista de los sucesores del dictador.
"El mundo es la casa de los que no la tienen", leemos en Las mil y una noches, y los que carec¨ªan de ella o no soportaban sus l¨ªmites avariciosos, aprendieron a viajar, a transmutarse en otros ante s¨ª mismos y ante los dem¨¢s. Descentrados, perif¨¦ricos, descubrieron poco a poco usos y costumbres nuevos: no s¨®lo los de la urbe en la que moraban, sino tambi¨¦n la de otras comunidades for¨¢neas establecidas en ellas. Africanos, ¨¢rabes, antillanos, turcos e hind¨²es que, en oleadas migratorias sucesivas, trataban de cons-
truirse una vida como robinsones. Yo viv¨ª durante d¨¦cadas en este mundo y aprend¨ª tanto de ¨¦l como de la lectura de Cervantes. El movimiento de los cuerpos cambia el espacio. Mi barrio se transformaba regularmente sin dejar de ser el mismo. Asist¨ªa a la emergencia continua de personas, lenguajes, vestimentas, costumbres, pr¨¢cticas culinarias. A fuerza de empe?o, daba nuevos idiomas y alfabetos; comprobaba mi creciente mescolanza interior, mi complejidad preciosamente adquirida. Las urbes homog¨¦neas, compactas, me resultaron desde entonces desaboridas y ajenas. En mis barrios preferidos de Par¨ªs, Berl¨ªn y Nueva York, comprob¨¦ la vigencia de la bell¨ªsima frase de Elie Faure: "La espiritualidad no ha brotado nunca de los concilios, los preceptos ni los dogmas, sino de las entra?as de la vida en creaci¨®n y movimiento".
Movimientos, migraciones, transmisi¨®n de pr¨¢cticas y saberes, sin los cuales la civilizaci¨®n no existir¨ªa. Nos congregamos en las grandes urbes, pero venimos de sitios distintos y con experiencias diversas. Aprendemos a leer las realidades urbanas, como nos ense?¨® Baudelaire, desde la perspectiva desestabilizadora del cambio. Al mundo como un proceso continuo de deconstrucci¨®n y construcci¨®n. A la cultura, como la suma de las influencias que recibe a lo largo de su historia. Exactamente en los ant¨ªpodas de las esencias atemporales e identidades fijas.
El movimiento, las migraciones, son imparables, y los medios de comunicaci¨®n de masas los estimulan. Millones y millones de antenas parab¨®licas brindan im¨¢genes de un mundo que parece al alcance de la mano, un mundo de riqueza ostentosa y bienestar mir¨ªfico, en las que, como dijo un alban¨¦s detenido al desembarcar en la costa italiana, "dan de comer a los perros con cucharillas de plata". Frente al magnetismo avasallador de las parab¨®licas, par¨¢bolas y palabras carecen de relevancia. En Iberoam¨¦rica, el Magreb, ?frica subsahariana, Oriente Pr¨®ximo, el subcontinente hind¨² y la lejan¨ªsima China, los n¨¢ufragos de la miseria quieren ser robinsones y volar como las cig¨¹e?as a la Fortaleza Europea. Saben que deber¨¢n sortear con ¨¦xito las dif¨ªciles pruebas a las que les someten los dioses, con la esperanza de encontrar tarde o temprano un hueco para anidar. La naturaleza tiene horror al vac¨ªo, y los puestos de trabajo no cubiertos por los nativos lo ser¨¢n inevitablemente por quienes emigran. ?Quiero decir con ello que debemos abrir sin tasa nuestras fronteras y acoger por razones humanitarias a cuantos aspiran a trabajar en nuestro suelo? Eso ser¨ªa tan contraproducente y ut¨®pico como la revisada de continuo Ley de Extranjer¨ªa, aplicada de forma cicatera y ca¨®tica durante los dos mandatos del Partido Popular. El inter¨¦s propio y el respeto a las leyes y reglamentaciones laborales europeas aconsejan facilitar en cambio una migraci¨®n legal, de inmigrantes con derechos y deberes claramente establecidos y evitar as¨ª la acumulaci¨®n de aberraciones y disparates de los ¨²ltimos a?os, como la no renovaci¨®n sistem¨¢tica de decenas de millares de permisos de residencia y trabajo que convert¨ªa en ilegales a quienes dispon¨ªan anteriormente de ellos, y una pol¨ªtica antimagreb¨ª, basada en la promoci¨®n de supuestas "afinidades culturales" -l¨¦ase religiosas- que, como escrib¨ª recientemente, convertir¨ªa a Lituania o a Ucrania, risum teneatis, en dos pa¨ªses con mayores lazos hist¨®ricos y culturales con Espa?a que nuestros vecinos del sur.
El espacio cambia con el movimiento de las poblaciones. Las migraciones que han llegado, llegan y llegar¨¢n a nuestra Pen¨ªnsula polinizar¨¢n nuestro suelo con los musgos, l¨ªquenes y helechos de sus lenguas, costumbres, m¨²sica, condimentos, guisos. La Barcelona de El Raval, La Rambla o La Ribera es ya la de los distritos parisienses que frecuentaba hace cuarenta a?os o del Kreusberg turcoberlin¨¦s en el que acamp¨¦ unos meses en 1981. Las semillas y esporas de las "autopistas del viento" fecundan el espacio urbano y crean nuevas formas de vida. Seg¨²n mi propia experiencia, la convivencia en el interior del tejido urbano se convierte en un banco de pruebas del que todos podemos sacar provecho. Expulsar a la inmigraci¨®n del centro de las ciudades en donde ha hallado un hueco para enviarla a las barriadas que se convertir¨¢n pronto en guetos es sacrificar la convivencia social en aras de una especulaci¨®n ciega. Lo que acaece hoy en la banlieue conflictiva de Par¨ªs, Lyon y Marsella es una clara advertencia. La marginaci¨®n es el caldo de cultivo de la delincuencia y del salto atr¨¢s al mito.
Los inmigrantes pueden y deben aprender mucho de nosotros: el concepto de ciudadan¨ªa, la igualdad de sexos, los derechos humanos universalmente reconocidos pero escasamente aplicados en sus pa¨ªses de origen. Pero tambi¨¦n nosotros podemos aprender de ellos en esos espacios urbanos fluctuantes, porosos, cuyo equilibrio se funda en la existencia de din¨¢micas no s¨®lo distintas sino a veces contrapuestas.
Vuelvo a Las mil y una noches. A lo del mundo es la casa de los que no 1a tienen. No pongamos puertas al campo ni afrontemos las migraciones en t¨¦rminos estrictamente policiales. Todos somos emigrantes, hijos y nietos de emigrantes. El mundo es heterog¨¦neo, mutante, y lo ser¨¢ cada vez m¨¢s. Los encierros identitarios, los nacionalismos ahist¨®ricos, que s¨®lo miran atr¨¢s y cultivan lo privativo, vuelven la espalda al movimiento imparable de personas, lenguas, usos, expresiones art¨ªsticas. Todos podemos ser otros, y aprender de ello. Los desastres de la mundializaci¨®n al servicio del ego¨ªsmo desenfrenado y suicida del orbe de los ricos agudizar¨¢n las contradicciones creadas por la libre circulaci¨®n de capitales y bienes, y las fronteras defensivas, erizadas de vallas protectoras de nuestra Fortaleza. Por ello, y con mayor raz¨®n, debemos comprender y vindicar nuestra posible identidad de robinsones. Todos podemos ser potencialmente n¨¢ufragos y a?orar el libre vuelo de las cig¨¹e?as.
En su luminoso y aguijador ensayo Perpetuum mobile, la antrop¨®loga belga Christiane Stallaert, se esfuerza en desvirtuar "la ilusi¨®n de que las estrategias ¨¦tnicas y las de convivencia se encaminen linealmente hacia un punto de reposo o de que las fronteras pol¨ªticas declaradas inamovibles sean capaces de detener el movimiento caprichoso de la creaci¨®n e interacci¨®n identitaria colectiva". Para ello, a?ade, hay que "abandonar una visi¨®n ut¨®pica de convivencia multi¨¦tnica y multicultural y encarar el futuro con realismo, desde la conciencia de que los procesos identitarios y de socializaci¨®n implicados en tal convivencia se encuentran envueltos en un movimiento perpetuo, sin fin".
?ste es el gran reto que afrontamos: no el de la utop¨ªa multiculturalista ni el del etnicismo homog¨¦neo, sino el de algo m¨¢s fr¨¢gil y sometido continuamente a revisi¨®n. El de una din¨¢mica creada por la permeabilidad de los modelos supuestamente antag¨®nicos, capaz de evitar el enquistamiento del gueto y los peligros inherentes a la marginaci¨®n. Barcelona y Madrid se asemejan cada vez m¨¢s a Par¨ªs, Berl¨ªn o Bruselas. Los frutos coloridos de la diversidad humana muestran que si el negro es una mancha entre los blancos, tambi¨¦n el blanco, como observ¨® Quevedo, es una mancha entre los negros. Nuestro proyecto de convivencia debe someterse a una constante revisi¨®n cr¨ªtica. La larga historia de genocidios y expulsiones en todos los ¨¢mbitos del planeta nos muestra la necesidad de compromisos y acuerdos circunstanciales. Nadie lograr¨¢ as¨ª imponer unas utop¨ªas potencialmente mort¨ªferas. Todos tenemos que ser robinsones en el seno de la comunidad y reconstruirla d¨ªa a d¨ªa. No en el marco de gigantescos proyectos especulativos urbanos sino mediante el intercambio fruct¨ªfero de experiencias y conocimientos -paralelos a las tensiones y roces- en el interior del tejido social de la ciudad.
Barcelona, con sus inmigrantes venidos primero del resto de la Pen¨ªnsula y luego de Iberoam¨¦rica, Magreb, Pakist¨¢n, Filipinas y ?frica subsahariana, nos revela la gran variedad de situaciones existentes entre los proyectos asimiladores y las estrategias centr¨ªfugas. Los charnegos que se establecieron en ella fueron un d¨ªa "los otros catalanes" y algunos de ellos siguen si¨¦ndolo. Quienes llegaron en la ¨²ltima d¨¦cada, se enfrentan, como en Bruselas o en Qu¨¦bec, a unas fronteras culturales y ¨¦tnicas desdibujadas y porosas. Unos buscar¨¢n la integraci¨®n -no una asimilaci¨®n casi imposible- a trav¨¦s del aprendizaje y dominio del catal¨¢n, y recibir¨¢n por ello el apoyo de la Generalitat y de sus instituciones educativas y sociales. Otros aprender¨¢n el castellano, con las ventajas que ello procura en las dem¨¢s comunidades y regiones de Espa?a. Unos y otros se ver¨¢n inducidos a definirse ling¨¹¨ªsticamente, aunque el problema identitario nacional no les concierna. Habr¨¢ magreb¨ªes y subsaharianos que hablen catal¨¢n y ciudadanos espa?oles que se resistan a ello. Muchos viejos y nuevos catalanes, afines o no a sus ideas ¨¦tnicas o ling¨¹¨ªsticas, har¨¢n frente com¨²n contra los reci¨¦n llegados de pa¨ªses isl¨¢micos, objeto hoy, como sabemos, de los ataques de un n¨²cleo duro de "pensadores aznarianos" -perd¨®neseme el ox¨ªmoron-, que repiten, tal vez sin saberlo, los t¨®picos m¨¢s manidos del antisemitismo europeo de los dos ¨²ltimos siglos. La resistencia a dichas reacciones ¨¦tnico-religiosas provocar¨¢ a su vez enquistamientos identitarios en los guetos y barriadas conflictivas, con el consiguiente mecanismo de rechazo de los dem¨¢s sectores de la poblaci¨®n.
Todo ello ser¨¢ fuente de tensiones de muy diverso grado y color, que no se resolver¨¢n con decretos ni leyes, sino mediante compromisos t¨¢cticos. La din¨¢mica social y cultural de la ciudad crear¨¢ mecanismos amortiguadores en el seno de la sociedad civil, que paliar¨¢n los efectos del mal llamado conflicto de civilizaciones. Tendremos que reinventar a diario nuevas formas de convivencia, convertirnos en robinsones de unos espacios urbanos en perpetuo movimiento. El tejido social y asociativo de los barrios mestizos acuerda lo dispar y concierta lo opuesto. Hay que sumar, siempre sumar, dec¨ªa Gaud¨ª. Rechacemos pues las met¨¢foras venenosas que se deslizan de las diferencias ling¨¹¨ªsticas a las ¨¦tnicas y de ¨¦sas a las crudamente racistas. La vida del hombre, aunque no se mueva es una continua rotaci¨®n. Todos somos potencialmente hombres-cig¨¹e?a o hijos y nietos de ellos. No a?adamos trabas discriminatorias para los que han aterrizado ya en nuestro suelo.
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