Doble de ron
?Quien de vosotros podr¨¢ habitar bajo una lluvia de fuego? Esta amenaza de Isa¨ªas flu¨ªa sobre las olas del mar y al abatirse contra las rocas levantaba una espuma violenta al pie de la terraza del restaurante donde un hombre y una mujer tomaban cerveza muy fr¨ªa. Ay de aquellos que han puesto la esperanza s¨®lo en sus caballos de hierro, clamaba el profeta. Camarero, por favor, no se olvide de la raci¨®n de calamares. Y el oleaje segu¨ªa diciendo: a la voz del ¨¢ngel huyeron los pueblos, quedaron disipadas las naciones y al recoger los despojos de los muertos el Se?or de los Ej¨¦rcitos fue ensalzado. Aqu¨ª suelen dar un rape que no est¨¢ mal, dijo el hombre. Yo me voy a pedir una brocheta de langostinos, dijo la mujer. ? Compartimos una ensalada de tomate con hierbabuena? El hombre y la mujer se amaban con los ojos por encima de las copas de cerveza, pero a cada uno el sonido del mar le tra¨ªa una voz distinta desde el fondo de la memoria. ?l ten¨ªa la mente puesta en las tinieblas e incluso pod¨ªa vislumbrar toda la maldad de este mundo aleteando sobre el esp¨ªritu de las aguas. Ella cre¨ªa que ese mar a¨²n era maravilloso para ba?arse y decidi¨® darse esa placer como un acto de rebeld¨ªa. Desde la terraza descendi¨® por una escalera entre las rocas hasta una peque?a cala. El hombre la vio desafiar las olas que la golpeaban de espuma e imagin¨® que para ella aquella dicha natural era incompatible con todas las tragedias, incluida la propia muerte. A¨²n le resbalaba la luz sobre su piel mojada cuando subi¨® a la terraza donde el camarero acababa de dejar en la mesa la brocheta de langostinos y el rape a la plancha. ?Qu¨¦ tal estaba el agua? Muy buena. B¨¢?ate. No sabes lo que te pierdes. ?Me pides otra cerveza? En una escuela de Besl¨¢n acaban de morir acribillados por la espalda centenares de ni?os, en Jerusal¨¦n ha reventado un suicida dentro de un mercado, en Gaza los helic¨®pteros israel¨ªes han ametrallado a un m¨²ltiple entierro hasta el interior de los f¨¦retros, un coche bomba ha cosechado hoy tres docenas de soldados en Bagdad. La pareja no cruz¨® ninguna palabra de placer hasta que en la sobremesa tomaron ron con hielo y dentro de ese licor se fue deshaciendo la tarde sobre el mar tendido. Ante aquella belleza el hombre se llen¨® de melancol¨ªa. No pasa nada por ser feliz, no es culpa de nadie, murmur¨® la mujer acariciando sus l¨¢grimas. Entonces hasta la orilla del mar lleg¨® de nuevo la voz del profeta: embriagada est¨¢ de sangre la espada del Se?or. Y el hombre dijo: Est¨¢ bien. Camarero, otro ron.
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