Hoja a hoja
La Castellana ya no es un paseo por donde la gente discurre sin prisas, por el doble placer de caminar y matar el tiempo, cosa no prohibida aunque de naturaleza escasa. Estoy sentado en uno de los bancos de madera, dividido por un reposabrazos central. Pienso que quiz¨¢ fueran hechos as¨ª para mejor resistir la proverbial brutalidad de los noct¨¢mbulos. Hay que reconocer que se encuentran en buen estado, aunque en las juveniles tertulias de la madrugada se arranquen de su ra¨ªz para formar corros m¨¢s ¨ªntimos.
El sol de este oto?o, que nos llega espl¨¦ndido, se filtra al contraluz del mediod¨ªa, a trav¨¦s de los altos ¨¢rboles y se ven caer, como por acaso, las primeras hojas amarillas, que son como las canas iniciales que arrancamos una a una. Dentro de unos d¨ªas alfombrar¨¢n el cemento y volver¨¢n las desnudas ramas a la eterna s¨²plica de una nueva primavera. Flanquean las verdes orillas la teor¨ªa de casas se?oriales sustitutas de los palacetes que llegaban casi hasta los Altos del Hip¨®dromo y albergaban la residencia de los grandes t¨ªtulos del Reino. A las edificaciones mobiliarias siguieron las especulaciones inmobiliarias y ya no queda rastro de aquellas mansiones singulares.
El tr¨¢fico incesante se aten¨²a despu¨¦s del mediod¨ªa, como si tomara alientos para desbordarse a la hora en que termina el trabajo en las oficinas. Sobre el tropel de los autom¨®viles, como bueyes o camellos mec¨¢nicos, sobrepasa la cheposa silueta de las furgonetas y camiones y la roja exhalaci¨®n de los autobuses municipales. Apenas gente disfrutando del hermoso d¨ªa, ¨¦ste y los tantos que prodiga Madrid entre sus mun¨ªcipes. Ni siquiera jubilados y ni?os. La causa est¨¢ en que ah¨ª apenas vive gente y detr¨¢s de las fachadas no hay moradas, sino oficinas, importantes oficinas. De ellas salen j¨®venes ejecutivos, para realizar, a pie, comisiones en otros despachos importantes, ellos uniformados con trajes azul oscuro o gris marengo y ellas con vestidos de colecci¨®n. Los altos jefes ganan la calle a bordo de buenos coches con los cristales entintados y nadie les ve el pelo.
Veo pasar a una adolescente rubia que atra¨ªlla tres perros de indudable pedigr¨ª, un desheredado que tira del viejo cochecito de ni?o donde transporta sus pertenencias; quiz¨¢s se permita el lujo de pernoctar en lugar tan distinguido. Dos robustas mujeres de tez oscura y pelo negro, liso y trenzado avivan el paso. Cuatro trabajadores con monos verdes espabilan para llegar, quiz¨¢s de refuerzo, a unas obras cercanas. A pasitos cortos, mirando al suelo, una anciana a la que lleva del brazo la joven ecuatoriana o salvadore?a. Sale a respirar, no a pasear. En otro banco, un poco m¨¢s all¨¢, toma asiento una mujer de buen aspecto; parece abatida o cansada. Al poco saca del bolso un peri¨®dico y supongo que sigue buscando la soluci¨®n a sus problemas en los anuncios que ofrecen trabajo.
Hace a?os que desapareci¨® el espacio enarenado, junto a las amplias aceras, que en otros tiempos contempl¨® el trote de los caballos de silla, cuyos jinetes por aqu¨ª circulaban jacarandosos. Se conserv¨® pensando en que los ni?os jugar¨ªan con sus palas y cubos en este fingido litoral, pero la loseta se ha adue?ado de todo.
A la hora de la pitanza, los oficinistas madrile?os no han llegado al descaro de consumir un bocadillo al amparo de estas frondas y se distribuyen por los restaurantes econ¨®micos de las inmediaciones, que tienen el mismo horario laboral. En mi remot¨ªsima ni?ez contemplaba, con secreta envidia, c¨®mo el alba?il daba cuenta del cocidito que le tra¨ªa puntual la hija o la sobrina, sentado en el borde de la calzada, sin el menor complejo. Me atra¨ªa el tono amarillento del condumio, debido sin duda a la pizca de azafr¨¢n propinado por la parienta, que, por razones desconocidas, no figuraba o no percib¨ªa en mi cocina familiar. Octubre es dulce y generoso en nuestra ciudad, al menos tal es su tradici¨®n, aunque nunca es descartable el rabotazo friolero tras la jornada c¨¢lida. A estas alturas casi toda la poblaci¨®n madrile?a debe estar vacunada contra la gripe. Siempre me parece que comienzan muy tarde, quiz¨¢ para ahorrarse las vacunas de los que no lleguen a tiempo porque la estaci¨®n benigna nos hace confiados. Y los menos afortunados, como las hojas que tapizar¨¢n el suelo, volver¨¢n a la tierra, al polvo, a la nada de la que salieron. Uno a uno, no tienen m¨¢s que ver los obituarios de los peri¨®dicos.
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