Autorretrato de Espa?a
?Qui¨¦n era Felipe II, el pr¨ªncipe heroico que pint¨® Tiziano en 1551 o el anciano que, sin perder su empaque, espera otra vida, tal como lo retrat¨® hacia 1590 Juan Pantoja de la Cruz? ?O ninguno? Javier Port¨²s, comisario de la exposici¨®n, escribe en el cat¨¢logo que "a trav¨¦s de la obra de cualquiera de nuestros grandes retratistas es posible reconstruir toda una teor¨ªa del Estado, y de los derechos y obligaciones del pr¨ªncipe y de sus allegados". Es posible hablar, entonces, de los "dos cuerpos" del rey, uno corresponde a su persona, a sus rasgos f¨ªsicos, individuales, el otro es propio de la instituci¨®n.
Ampliar¨¦ esta teor¨ªa a otros individuos y grupos sociales, tambi¨¦n caballeros y damas poseen "dos cuerpos", el que muestran en tanto que individuos y el que se configura a tenor de valores religiosos, sociales y pol¨ªticos. Pedro de Campa?a pint¨® a Don Diego, don Alonso Caballero y su hijo (1555-1556); no dudo del parecido de las im¨¢genes, pero ¨¦se no es el ¨²nico rasgo que merece destacarse: la unci¨®n piadosa -carente de la tensi¨®n propia de los retratos holandeses- muestra el modo adecuado, religioso, de estar en el mundo. La cuesti¨®n es m¨¢s evidente en los retratos que hizo otro artista m¨¢s relevante: El Greco. Se ha dicho que con el pintor cretense empez¨® el retrato civil, pero justo ser¨¢ llamar la atenci¨®n sobre la espiritualidad que ese retrato civil acoge como "segundo cuerpo", y sobre la tensi¨®n que, ahora s¨ª, entre ambas realidades se establece.
EL RETRATO ESPA?OL: DEL GRECO A PICASSO
Museo Nacional del Prado
Paseo del Prado, s/n. Madrid
Hasta el 6 de febrero de 2005
Patrocinio del BBVA
Incluso en los primeros retratos cortesanos, los de Carlos III, se advierten cambios que trascienden las influencias estil¨ªsticas
Hablar s¨®lo de los rasgos f¨ªsicos
-los de Tiziano, Pantoja, El Greco, Antonio Moro, etc¨¦tera- empobrecer¨ªa uno de los "cuerpos". La mirada tiene una importancia fundamental en cualquier retrato y, como ha recordado Charo Crego en un libro recientemente publicado -Geograf¨ªa de una pen¨ªnsula. La representaci¨®n del rostro en la pintura (2004)-, la mirada es narrativa, nos habla del retratado, de su interior. El gesto hier¨¢tico de los retratados por Antonio Moro pretende frenar lo que su mirada podr¨ªa decirnos, por eso el artista "retiene" tambi¨¦n la mirada de los protagonistas, alej¨¢ndonos de ellos. Los miembros de la familia real, los cortesanos y cortesanas de Moro y S¨¢nchez Coello est¨¢n en un mundo aparte del nuestro, como si la labor de los artistas consistiera en sofocar cualquier tipo de expresi¨®n: su rostro, la actitud de sus cuerpos, la r¨ªgida indumentaria, todo los separa del mundo, del nuestro.
En los retratos velazque?os la lucha de los dos "cuerpos" es m¨¢s extrema. Bastar¨¢ comparar la fascinante Infanta Margarita en traje azul (hacia 1659), una obra maestra que destaca en una exposici¨®n llena de obras maestras, con Do?a Mariana de Austria (hacia 1652-1653): la mirada de la infanta es tan asequible como distante la de do?a Mariana. El artista sevillano da un paso importante al pintar a aquellos "hombres de placer", los bufones, que, perteneciendo al "cuerpo institucional", deben mostrar su desenfado y su embarazosa iron¨ªa: puesto que son bufones, recordar¨¢n en todo momento lo que el monarca no es, y, al hacerlo, mostrar¨¢n parad¨®jicamente la condici¨®n humana que, frente a la divinidad, es propia de todos. La condici¨®n humana de los monarcas no aparece en su efigie, est¨¢ "depositada" en la del buf¨®n. Por perdidas que sean algunas de las miradas de estos deficientes -Calabacillas (hacia 1635-1640), El ni?o de Vallecas (hacia 1635- 1645)-, son miradas para nosotros, miradas que abren un di¨¢logo, no lo cierran. Otro tanto sucede con el Barbero del Papa (hacia 1650) y Retrato de hombre (hacia 1640-1650).
Dem¨®crito (1627-1628 y 1639- 1640) nos contempla con sonrisa burlona. Distinta es la sonrisa del Dem¨®crito (1630) de Ribera, socarr¨®n y sarc¨¢stico. Ambos pertenecen a eso que t¨®picamente es calificado de realismo espa?ol, uno de los problemas que la exposici¨®n no contribuye a esclarecer, pues tan real como la materialidad de los mendigos es la majestad mon¨¢rquica y la piedad familiar. Y, en cualquier caso, esta realidad de mendigos fil¨®sofos y de figuras monstruosas -Madalenna Ventura (1631)- lo es de tipos m¨¢s que de individuos. Hacer fil¨®sofo a un mendigo o a un ironista socarr¨®n tiene m¨¢s de reflexi¨®n y ejemplo que de retrato individual.
Irrumpe as¨ª el tema m¨¢s conflictivo de la exposici¨®n: la eventual existencia de una tradici¨®n espa?ola del retrato que recorra la distancia entre El Greco y Picasso. Vel¨¢zquez se perfila como garant¨ªa de continuidad, pero, sin negar la incidencia del sevillano sobre Goya, ¨¦ste es ya muy distinto. Por lo pronto, hay muchos goyas, no es el mismo quien retrata a Carlos III, cazador (1788) y el que pinta a Sebasti¨¢n Mart¨ªnez (1792) o a las dos duquesas de Alba, es otro el que se autorretrata con su m¨¦dico Arrieta y el que representa a Juan de Muguiro (1827).
Incluso en los primeros retratos cortesanos, los de Carlos III, se advierten cambios que trascienden las influencias estil¨ªsticas. La fisonom¨ªa del rey es, simult¨¢neamente, bondadosa y melanc¨®lica y su postura poco tiene que ver con el empaque velazque?o -incluso con el del Pr¨ªncipe Baltasar Carlos (1635-1636), que el cat¨¢logo empareja con el monarca-. No cabe duda de que el artista aragon¨¦s tuvo muy en cuenta la pintura de Vel¨¢zquez, pero es diferente. Lo es, sobre todo, en un aspecto: parece que el "cuerpo" individual est¨¢ a punto de derrotar al institucional. Lo har¨¢, sutilmente, en la pintura que m¨¢s directamente remite al sevillano: La familia de Carlos IV (1800).
Lo har¨¢, sobre todo, en Sebas-
ti¨¢n Mart¨ªnez, y para hacerlo no ser¨¢ suficiente la tradici¨®n del barroco velazque?o. Goya ha aprendido de Mengs y de Ti¨¦polo, posiblemente del retrato ingl¨¦s, de pintores menores como M. A. Houasse. Se separa de la tradici¨®n cuando hace del interior emociones y personalidad, estado de ¨¢nimo, autoconciencia y aprecio de la propia condici¨®n, perplejidad, etc¨¦tera. Los retratados por Goya nunca son objetos exteriores y su mirada indica que tampoco lo somos nosotros: a Muguiro, tambi¨¦n Tiburcio P¨¦rez Cuervo (1820), una obra que, lamentablemente, no est¨¢ en la exposici¨®n, miran a personas.
Despu¨¦s, se dice, el siglo XIX
es el gran siglo del retrato, pero la exposici¨®n no lo corrobora, ni por la calidad ni por la cantidad de obras exhibidas, y cuando llegamos al final de siglo, el t¨®pico de la Espa?a de 1898 impone su dominio. Es momento de revisarlo. El propio montaje se resiente aqu¨ª m¨¢s que en otras partes de la dificultad del argumento.
Estamos ya en otra ¨¦poca, y si algo hacen las pinturas de Picasso hasta 1906 es mostrar que, aunque la an¨¦cdota sea tradicional -celestinas, mujeres de la vida, bufones-, estamos lejos de la tradici¨®n. Sobre Picasso hay mucho que decir, y no porque el Prado haya expuesto a un contempor¨¢neo, sino por el modo de exponerlo y el argumento en el que se pretende reducirlo. Tras Gertrude Stein (1906), un vac¨ªo hasta el Autorretrato de 1972. Ning¨²n retrato del periodo cubista, ni de los a?os veinte y treinta, nada del pintor y la modelo. Ese salto arroja sombras sobre el Autorretrato, que s¨®lo se contemplar¨¢ adecuadamente en el contexto de la propia obra picassiana, en su evoluci¨®n, que ha hecho de todo cuerpo y exterioridad, que ha trasladado a la mirada sus emociones y su sexualidad, su obscenidad. En ese salto quedan, adem¨¢s, algunos "marginados", en especial el Autorretrato (1919) de Joan Mir¨®, que merecer¨ªa estar acompa?ado de otro posterior, Autorretrato (1937-1938). ?Y por qu¨¦ no alg¨²n retrato de Dal¨ª, o retratos y autorretratos de T¨¢pies y de Saura?
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