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Reportaje:

Alemania, quince a?os despu¨¦s

Ya no se puede tocar. Pero ese muro que simboliz¨® la divisi¨®n del pa¨ªs se alza a¨²n tan visible en algunos lugares como el d¨ªa que se derrumb¨®, el 9 de noviembre de 1989. EPS viaja por Alemania del Este, el lado m¨¢s desolado de la mayor potencia europea, entre la ilusi¨®n y la desesperanza, el paro y la nostalgia del comunismo.

Lola Huete Machado

Alemania del Este, 2004. "Somos los abuelos los que estamos criando a los nietos con las pensiones. Porque sus padres? sus padres no tienen aqu¨ª ning¨²n futuro" (Inge Winkler, de 69 a?os, ex alcaldesa, Wittenberg). "El muro fue una pesadilla, la libertad que tenemos ahora es incomparable" (Barbara Dietze, de 54 a?os, propietaria de un caf¨¦, K?penick). "El mayor problema aqu¨ª es que la gente a¨²n no est¨¢ habituada a funcionar en democracia. Expresas una opini¨®n en un peri¨®dico y al d¨ªa siguiente te llaman del Ayuntamiento pidi¨¦ndote cuentas" (Holm-Henning Freier, director del festival Dokumentart, Neubrandeburgo). "?De qu¨¦ se quejan? ?Ad¨®nde han ido a parar los millones y millones de euros invertidos en la reconstrucci¨®n?" (Klaus M¨¹ller, camionero del Oeste, de 38 a?os, Rostock). "Los alemanes ya hemos superado antes otras dificultades? Juntos superaremos ¨¦sta" (Horst K?hler, presidente de la Rep¨²blica Alemana, discurso del aniversario de la reunificaci¨®n, 3 de octubre pasado, en Erfurt).

Berl¨ªn, hace quince a?os El muro de Berl¨ªn cay¨® el 9 de noviembre de 1989. Inesperadamente. Por la fuerza de los empujones de los ciudadanos de la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana (RDA). Y aquel d¨ªa, no s¨®lo el mundo cambi¨®, tambi¨¦n la ciudad mut¨® para siempre. Mientras el hormig¨®n de la famosa valla era despedazado por las masas en busca del souvenir, la marca de cigarrillos West instalaba su publicidad en pleno centro hist¨®rico socialista: "Test the West", dec¨ªa. El eslogan fue seguido a pies juntillas. Mientras los wessis (ciudadanos del Oeste) curioseaban en la Alexanderplatz y aprovechaban para no perderse un solo espect¨¢culo de ¨®pera o ballet a precio de ganga, los ossis (los del Este) hac¨ªan colas en los supermercados en pos de los mil productos hurtados por el comunismo monomarca. Nunca compraban. No ten¨ªan con qu¨¦. Para solucionarlo, el Gobierno de la Rep¨²blica Federal (RFA) les ofreci¨® 100 marcos de bienvenida. Detalle de iniciaci¨®n al mercado. M¨¢s colas a la puerta de los bancos.

La pared s¨ªmbolo de la guerra fr¨ªa permaneci¨® a¨²n en pie durante un tiempo y a¨²n hubo que ense?ar mucho el documento de identidad en los pasos de frontera; hubo que esperar hasta que se reabrieron las estaciones fantasma del metro? En aquel periodo convivieron dos monedas, dos Ayuntamientos, dos tipos de taxis? Y a los no alemanes nos resultaba f¨¢cil distinguir qui¨¦n era ossi y qui¨¦n no, por esa forma de vestir detenida en los setenta, por el estruendo al hablar, por la posici¨®n abatida del cuerpo ante los escaparates, por el andar desconcertado y la mirada sin foco?

Por aquel tiempo, Berl¨ªn era una fiesta. Atr¨¢s quedaba la herida de la separaci¨®n. El recuerdo del 13 de agosto de 1961, cuando la RDA cerr¨® su per¨ªmetro; el tiempo en que el muro se convirti¨® en objeto de adoraci¨®n tur¨ªstica: ibas hasta all¨ª, sub¨ªas a las torres de observaci¨®n y mirabas hacia la doble pared controlada por las tanquetas comunistas, hacia las tristes casas de Bernauer Strasse, donde se tomaron fotos que dieron la vuelta al mundo: se?oras descolg¨¢ndose por las ventanas, padres empujando a sus beb¨¦s a trav¨¦s de la alambrada, escaleras para gritar alto mensajes a los parientes, bolsos lanzados con comida, con tu ropa, la m¨ªa?

Durante muchos meses, Berl¨ªn, la Alemania entera y unida, sigui¨® siendo una fiesta. Aunque bastaba irse unos kil¨®metros m¨¢s all¨¢ del centro-escaparate-socialista, la Alexanderplatz, al extrarradio o al interior de Brandeburgo, para contemplar el deterioro de un pa¨ªs que presum¨ªa de ser el m¨¢s saneado del Pacto de Varsovia ("Nosotros, socialistas s¨ª, pero al fin y al cabo, alemanes", ven¨ªa a ser el mensaje), que pose¨ªa industria siderometal¨²rgica, qu¨ªmica, naval, textil, minas, instrumentos ¨®pticos de calidad? Pero lo que se pod¨ªa contemplar all¨ª entonces era un muestrario infinito de f¨¢bricas, carreteras y maquinaria envejecidas, mordiscos inmensos en la tierra producidos por la extracci¨®n del carb¨®n, paisajes masacrados, instalaciones qu¨ªmicas con chimeneas gigantes como t¨®tems de la industrializaci¨®n, asentamientos urbanos nacidos al calor del acero como plantaciones infinitas de bloques de pisos; palacetes, en Dresde o Leipzig, ennegrecidos por la contaminaci¨®n, con los boquetes de las balas de la guerra a¨²n sangrando en las fachadas? Cuando se abri¨® el muro, aqu¨¦l era un mundo a punto de expirar, aunque luego muchos reivindicaran sus virtudes, que las tuvo, lo que dicen que s¨ª funcion¨®: las guarder¨ªas, las viviendas, el pleno empleo para todos ("Cada dos que trabajan, uno es mujer", dec¨ªan), las cooperativas agrarias, la oferta de ocio para los j¨®venes, la protecci¨®n del Estado?

Un pa¨ªs de 40 a?os de historia, con 15 millones de habitantes, nueve de trabajadores activos, gobernados por la dictadura del SED (Partido Socialista Unificado, marxista-leninista), que poco ten¨ªa que ver con su hermano occidental, tan acomodado, tan exitoso, tan capitalista. S¨®lo un 25% de las empresas sobrevivir¨ªa a la criba de la reunificaci¨®n. Poco se sabe a¨²n de lo sucedido con la autoestima de sus gentes. Aunque se intuya. En octubre de 1990, la RDA dej¨® de existir. No hubo mucha resistencia.

Tres lustros despu¨¦s, la gente y el paisaje que encontramos en Alemania Oriental dicen mucho de su cercana historia.

La luz del b¨¢ltico. 2004 "?Qu¨¦ he perdido yo? He perdido mi infancia, lo que fui", dice Tomas M., de 45 a?os, bi¨®logo marino. Vive en la ciudad hanse¨¢tica de Rostock (200.000 habitantes) y est¨¢ profundamente decepcionado. "No hay direcci¨®n ni orientaci¨®n en este mundo tan comercial; lo veo en mi hijo adolescente", dice. Ha restaurado un viejo barco de madera, el Palaemon, que salv¨® del desguace. All¨ª anda, anclado. "Quiero dedicarme a la investigaci¨®n, pero hay tanta burocracia, es todo tan complicado? Por fuera hemos cambiado mucho, pero no por dentro". ?l fue de los que lucharon por abrir el muro. Pero no quiso la reunificaci¨®n. Y no quiere volver sobre el tema.

De Berl¨ªn a Rostock se llega tras un sinf¨ªn de campos, tractores arando, modernos molinos de viento, puestos de observaci¨®n de p¨¢jaros y manadas de grullas. El Estado de Mecklemburgo es el m¨¢s pobre de Alemania, el m¨¢s agrario, el menos poblado (77 habitantes por kil¨®metro cuadrado)? En Rostock se ven casas con jardines abiertos, coches en las puertas, la bici del ni?o en una esquina, y siempre de fondo, la humareda de la central t¨¦rmica. En el puerto sobresalen tanques de fuel, espacios donde los barcos descargan materiales en un baile de color y textura (granito, esti¨¦rcol, arena?), gr¨²as cansinas, guardias sin uniforme como esp¨ªas secretos que vigilan, carteles que dicen "Financiado por la UE". Hace tres lustros, este lugar ten¨ªa ambiente decimon¨®nico, era un hervidero de cachivaches herrumbrosos; hab¨ªa muchas calles adoquinadas y escasos restaurantes donde comer patatas, pescado ahumado; donde se fumaban cigarrillos rusos con boquilla muy ancha para poder sujetarlos con guantes de invierno. Hoy, su centro, la plaza del Mercado, luce tan renovado que cierras los ojos y podr¨ªas estar en cualquier centro de cualquier ciudad occidental, las mismas tiendas.

La zona del B¨¢ltico y el llamado Ostsee fue populoso lugar tur¨ªstico y balneario desde inicios del siglo XX. Tambi¨¦n para los ossis, aunque hace tres d¨¦cadas ¨¦ste era el mar m¨¢s sucio del mundo. Sentada en un banco descansa la familia Wroblewski al completo. Padre, madre, hijo en el instituto, hija que quiere ser m¨¦dico. Proceden de Brandeburgo. A menudo vienen aqu¨ª de vacaciones. "Esta tierra siempre fue hermosa", dice el padre. "El pa¨ªs de los mil lagos", llaman a Mecklemburgo: tres parques naturales, dos reservas de la biosfera, cientos de espacios protegidos? Un peque?o tren, con explicaciones grabadas ("Y un d¨ªa todo esto se inund¨®, de L¨¹beck a Finlandia?"), transporta hasta la playa de Warnem¨¹nde. Sobre la arena, tumbonas n¨®rdicas quitavientos. Una pareja abrazada deletrea palabras en alem¨¢n; uno no sabe; el otro corrige. Un transatl¨¢ntico entra a puerto. Llegan varios; varias veces al d¨ªa. El tr¨¢fico con Escandinavia. En el caf¨¦ Schusters, bajo el faro, Cathleen Claus atiende la terraza: "Vienen repletos de ingleses y, de vez en cuando, japoneses, que te hacen fotos y se r¨ªen todo el rato".

El paisaje costero, el de la isla de R¨¹gen, el de Usedom, es tan especial, que el turismo es aqu¨ª la esperanza. Se anuncian casas de vacaciones en el bosque; se ve gente caminando, militares en bici? "De infraestructuras es verdad que estamos mucho mejor", dice el se?or Wroblewski, asistente social. Cierto: ahora funcionan los tel¨¦fonos, hay m¨¢s aeropuertos, autopistas, modernos edificios, centros comerciales, Internet, hoteles; los servicios est¨¢n saneados? "Pero si no se hace algo, esto se quedar¨¢ vac¨ªo en unos a?os". Casi un mill¨®n y medio de personas se ha mudado de Este a Oeste en los ¨²ltimos tres lustros. Medio mill¨®n pendulea cada semana en esa direcci¨®n para trabajar. Una suerte de diarrea incontrolable que padecen los cinco Estados orientales (Sajonia, Mecklemburgo, Turingia, Sajonia Anhalt y Brandeburgo). Y eso a pesar de los 1,25 billones de euros que Alemania ha invertido desde 1991 en la "reconstrucci¨®n del Este". Y de lo aportado por la UE.

Cerca de all¨ª, Michael Westendorf, de 52 a?os, lleva 35 repitiendo el mismo viaje de ida y vuelta a bordo del ferry que cruza la desembocadura del Warne. Ir y venir. Cobrar el billete. Sonr¨ªe mucho. "A m¨ª siempre me gust¨® esto", dice. Y apunta que quiz¨¢ el disgusto de sus compatriotras (el 77% cree que Alemania sigue estando dividida) tenga que ver con lo mucho que esperaron del Oeste. ?Fueron quiz¨¢ los discursos de los pol¨ªticos los que hicieron creer lo incre¨ªble? Se encoge de hombros. En realidad, dice, ¨¦l no esperaba nada. Quiz¨¢ sea eso. Tal como afirmaba un editorial del diario Der Tagespiegel: "Las esperanzas que no se tienen no pueden ser decepcionadas. Por eso les va mucho mejor mentalmente a muchos polacos, h¨²ngaros o checos que a los alemanes". Es m¨¢s, asegura: "Si miramos bien, ?qu¨¦ vemos? Un pa¨ªs en el que todav¨ªa se puede vivir bien. Un pa¨ªs unido. En conjunto, mucho m¨¢s de lo que se pod¨ªa so?ar hace 20 a?os".

Las cosas no van tan mal, sonr¨ªe Westendorf. Por ejemplo, en f¨²tbol: el Hansa Rostock es un equipo del Este (el ¨²nico) que juega en la Bundesliga. O en demograf¨ªa: seg¨²n el Instituto Max-Planck, los alemanes orientales viven m¨¢s desde la reunificaci¨®n: las mujeres han pasado de 76,3 a?os a 81,2; los hombres, de 69,2 a 74,7. ?Razones? M¨¢s y mejores medicinas, mejores pagas de jubilaci¨®n, a veces m¨¢s altas que en el Oeste. De regreso luego hacia Neubrandeburgo, la hermosa ciudad circular, y Berl¨ªn, la carretera cruza t¨²neles de ¨¢rboles y campos donde se ven las pacas protegidas con pl¨¢stico blanco. En ellas, alguien ha tenido la idea de dibujar pupilas que son como ojos dalinianos arrojados all¨ª entre pueblos (como Amklam, 50% de paro) que a¨²n no entienden nada.

La vida en la frontera "?C¨®mo van las cosas por aqu¨ª?". "Aqu¨ª todo es una mierda". No lo duda un instante Jennifer Clemenz, de 20 a?os, dependienta, mientras se deja fotograf¨ªar frente al Oderturm, ins¨®lito rascacielos de este lugar de la gran Prusia, Francfort del Oder (Estado de Brandeburgo), desde donde, en la ¨²ltima planta, se divisa una hermosa vista sobre una tierra plana, el r¨ªo Oder, Polonia, el Este, la distancia? Jennifer trabaja. Tiene suerte, dice. Muchos de sus conocidos se han marchado ya.

De 90.000 habitantes que ten¨ªa la ciudad en 1990, se han ido unos 20.000. Pero, como sucede en todo el territorio oriental donde se han hecho esfuerzos arquitect¨®nicos considerables, del aspecto anodino que ten¨ªa antes, Francfort ha mutado en ciudad colorista. De ser frontera alemana a ser ombligo en la nueva Europa tras la ampliaci¨®n de la UE; lo prusiano y lo eslavo, m¨¢s juntos. "Esta tarde festejamos aqu¨ª la apertura del curso en la Viadrina, la primera universidad europea", sonr¨ªe Antge Madel, en prensa del Ayuntamiento, mientras ense?a papeles a cientos. "Es dif¨ªcil a¨²n valorar c¨®mo va a cambiar la vida aqu¨ª". De momento, dice, siete familias polacas se han instalado. "All¨ª queda la guarder¨ªa biling¨¹e". Y se?ala hacia la a¨²n llamada avenida de Karl Marx mientras basta ojear los folletos para asistir al desfile de datos: 74% menos alumnos de primaria en la ¨²ltima d¨¦cada; tasa de paro, 20,6%; paro masculino, 25%? Media en Alemania occidental: 8,2%.

El puente de la Amistad es azul y vistoso. Conecta Francfort con la localidad polaca de Slubice. All¨ª, el 1 de mayo pasado se dieron la mano los ministros de Exteriores de ambos pa¨ªses en un gesto de alto voltaje simb¨®lico (dada la dif¨ªcil historia com¨²n). Hoy, el trasiego es constante: se?oras reci¨¦n peinadas, parejas, mendigos en sillas de ruedas, un polic¨ªa con dos chicos esposados? Y casi siempre, una bolsa en la mano (elemento habitual en la imaginer¨ªa ossi, de la que tantos chistes occidentales se nutren). Gente en vaiv¨¦n, que ense?a el pasaporte en la ventanilla alemana; luego, en la polaca. O viceversa. ?Pero no somos todos europeos? "Polonia no es Schengen", se?ala el polic¨ªa alem¨¢n. "No somos Schengen", repite el polaco.

Este ir y venir por las fronteras es actividad compartida por otras ciudades cercanas. En la hermosa G?rlitz o en Zittau (Sajonia). La primera (60.000 habitantes) es de las contadas poblaciones que se salvaron de los bombardeos aliados. Y se nota. Luce perfecta, impecable en su monumentalidad. Iglesias, teatros, casas se?oriales y museos. En uno de ellos, en el Schlesiches, trabaja el suizo Marius Binzeler. Desembarc¨® en Dresde en 1986, durante la ¨¦poca comunista. Y aqu¨ª sigue. No cambia esto por nada. Mientras otros abandonan G?rlitz (12.000 personas en los ¨²ltimos a?os), ¨¦l se ha comprado hasta una casa: "Muchas cosas, es verdad, aqu¨ª no pasan, aunque tenemos ese poso de cultura, m¨²sica...", dice, "y se siente mucho ese ambiente cambiante, de frontera". En Zittau (26.000 habitantes), un ap¨¦ndice encajado entre Polonia y Chequia, a¨²n huele a carb¨®n. Desde principios de siglo escupi¨® all¨ª su ceniza diaria la mina de Olbersdorf. Cerr¨® en 1991, pero su rastro se aprecia a¨²n en el paisaje, hasta en el rostro terroso y cansado de su gente.

Y uno siente como un sobresalto al llegar, cuando repentinamente surge la imagen megal¨ªtica de una central t¨¦rmica con cinco chimeneas humeantes. "Estoy seguro de que est¨¢ en zona polaca; algo as¨ª como decir: '?Hala, ah¨ª os va la porquer¨ªa!", ironiza un espont¨¢neo en la plaza. Y aprovecha para contar que ¨¦l es del Oeste ("afortunadamente") y ha venido a trabajar en la construcci¨®n (?), que sus padres viven en Berl¨ªn, en un bloque donde el 80% es turco y el 20% alem¨¢n. "Y, claro, as¨ª no se puede funcionar?", concluye. En Zittau, los pasos de frontera son fantasmales, una especie de r¨¦mora del pasado, evocaci¨®n de aquellos de la RDA, desangelados, sin luz, un par de uniformes tras el cristal con cara de no obviar ni un solo dato burocr¨¢tico. Los alemanes los atraviesan para comprar tabaco o gasolina, para comer, cortarse el pelo, arreglarse las u?as. Los polacos o checos vienen ac¨¢ en busca de trabajo. Aunque ac¨¢ de eso no haya mucho. Alemania se enfrenta hoy a 4,3 millones de parados. Cada nuevo n¨²mero que engrosa la estad¨ªstica es una pura crisis nacional. Fustigamiento, acusaciones entre partidos (SPD, socialdem¨®cratas; CDU, conservadores, los grandes) e indignaci¨®n popular que, dicen muchos aqu¨ª, "por el efecto castigo", aumenta luego las probabilidades electorales de los neonazis (como ha ocurrido ¨²ltimamente en Brandeburgo y Sajonia). Y oficialmente, el paro sigue subiendo: cinco millones ser¨¢n este mismo invierno. S¨®lo en el Este suman 1,6 millones.

No extra?a, pues, que algunos hablen con pesar, en Francfort del Oder, de la Halbleiterwerk, la f¨¢brica de semiconductores que en 1989 empleaba a 8.000 personas y era ni?a bonita del poder y la propaganda (como lo eran Florena, en cosm¨¦tica, o Zeiss, en ¨®ptica, y en tantas otras cosas, de lo deportivo a lo espacial). En aquellos a?os existi¨® una especie de No-Do del r¨¦gimen, Testigo directo, que inform¨®, ?medio mill¨®n de veces!, de la citada empresa. Pero ¨¦sta no sobrevivi¨® al cambio. Aunque indirectamente de all¨ª naciera, en 1984, el Instituto de F¨ªsica de Semiconductores, hoy lugar de trabajo de 200 investigadores de todo el mundo.

Un ejemplo de centro prometedor, como esos otros de formaci¨®n e investigaci¨®n, bien dotados y repartidos por todo el territorio oriental: las 18 sedes del Max Planck, los Fraunhofer, los diversos institutos de biotecnolog¨ªa, de f¨ªsica? los nuevos campus? como el de Adlershof, en Berl¨ªn, de la Universidad Humboldt. "Aqu¨ª, el Este y el Oeste se dan la mano", se anuncia. All¨ª conviven cient¨ªficos de Rusia, Alemania, Espa?a ("Ana Yag¨¹es", se lee en el despacho 2411 del Instituto de F¨ªsica)? "Tenemos congelado el presupuesto hasta 2009, y eso produce, naturalmente, problemas: no podemos crecer", dice el director t¨¦cnico, el profesor Kusnick, natural del Este. "Tras el muro recibimos suficientes fondos para comprar material, el mejor, el m¨¢s moderno", dice. Y recalca: "No estamos insatisfechos; no todos aqu¨ª lo est¨¢n".

"A los j¨®venes les va bien si a los adultos les va bien", asegura Herr Cornelius, director del Servicio de Juventud en Francfort del Oder, situado en las plantas 18 a 22 de la Oderturm. En sus oficinas ofrecen asistencia y dinero: para el paro, vivienda, hijos, estudios? El ascensor no descansa. Y Cornelius recita: "Nos faltan plazas de formaci¨®n, ha descendido la natalidad dr¨¢sticamente, hay mucha criminalidad, no est¨¢ asumido lo del extranjero, no con los polacos, sino con africanos y asi¨¢ticos; aunque aqu¨ª no se da ese tir¨®n de la extrema derecha, nunca sucedi¨® lo que en Hoyerswerda o Rostock [asesinatos racistas], pero somos conscientes del peligro para los j¨®venes, por ejemplo, el NPD [partido neonazi], que clama: 'Trabajo alem¨¢n s¨®lo para los alemanes'. Y claro, dada la situaci¨®n?". Optimista, concluye: "Hay que contextualizar. Otros en otros sitios tendr¨¢n otros problemas y no se quejan".

Los que s¨ª lo hacen son los que se manifiestan con regularidad (las llaman "las demos de los lunes", como las que se produjeron antes de la ca¨ªda del muro, en 1989) por Leipzig, Magdeburgo o Dresde contra el llamado Hartz IV, programa de recortes sociales que el Gobierno -socialdem¨®cratas (SPD) y Verdes- pondr¨¢ en marcha en enero y acotar¨¢ el tradicional sistema social alem¨¢n. "Al canciller Schr?der le importamos un pepino" es lo ¨²nico suave en las pancartas. En el mismo aniversario de la reunificaci¨®n coincidieron en Berl¨ªn festejos y protestas convocadas por los viejos comunistas del PDS (partido del Este), los sindicatos y la red Attac. La queja (en Alexanderplatz) y la fiesta (puerta de Brandeburgo) juntas, a poca distancia, mientras en un mercadillo en Ostbahnhof, los comerciantes de 250 puestos hac¨ªan negocio de la ostalgie (nostalgia del Ost, el Este) vendiendo parafernalia de la RDA, cada vez m¨¢s cotizada.

Pero este deseo de rebobinar la historia no se detiene ah¨ª. El 75% de los que protestan creen que "el socialismo era una buena idea", aunque "mal realizada"; para el 21% de todos los alemanes, la vuelta del muro les parece la mejor soluci¨®n a sus problemas. Lo primero lo afirma el Instituto de Investigaci¨®n Social de Berl¨ªn (WZB), y lo segundo, la revista Der Spiegel, en un art¨ªculo titulado El Este, un valle de l¨¢grimas. ?Lo es en verdad?, se preguntan. S¨ª. ?Por qu¨¦? Porque los pol¨ªticos de la reunificaci¨®n (entonces gobernaban los conservadores, con Helmut Kohl a la cabeza), en vez de coger el toro por los cuernos, inyectaron dinero en un saco social sin fondo para suavizar el impacto del cambio en los ossis, como si el nuevo padre Estado fuera extensi¨®n de la propia RDA. Y porque todos sin excepci¨®n, incluso los que se temieron lo peor, se quedaron cortos al prever lo que iba a suponer la transformaci¨®n del Este.

Estado de demolici¨®n. Es como un pueblo fantasma, de esos del Oeste americano que el cine convirti¨® en imagen cercana. Pero este lugar, Eisenh¨¹ttenstadt (38.000 habitantes), es del Este, de Brandeburgo, y es real. Se ve una luz encendida en un bloque. Dos luces en otro. Ninguna m¨¢s all¨¢. Un solo coche aparcado en la acera. Una monta?a de bolsas de basura abandonadas. Y si permaneces en silencio, all¨ª, quieto, se pasean sigilosas las ratas, mientras algunas personas, igual de sigilosas, atraviesan la zona en bici con los ni?os sentados atr¨¢s. Es ¨¦ste un t¨ªpico asentamiento laboral, antes llamado "ciudad de Stalin", un poblado artificial levantado en los cincuenta (Kombinat, los llamaban). Lo ¨²nico iluminado, en una de las v¨ªas, es un cartel frente al abandonado hotel Lunik, donde se publicita la empresa madre del acero, Eko. Un hombre enjuto, Dirk H., de 41 a?os, se detiene y describe los s¨ªntomas de la enfermedad que el lugar padece, que afecta a barrios enteros en Neubrandeburgo, Francfort, Halle, Cottbus? El mal de la desesperanza, el abandono, la demolici¨®n que ataca sobremanera a la moral de sus habitantes, a los que se quedan, desolados ciudadanos de la mayor potencia europea.

Mientras Dirk habla, se oye el soniquete de los sem¨¢foros. Verde, y dice que ha trabajado hasta hace poco de montador, que no es racista, pero los que no pagan impuestos deber¨ªan irse; que quiz¨¢ lo que se deber¨ªa hacer es tender un puente a Asia tal como van las cosas en este mundo global. Rojo, y Dirk asegura que ¨¦l est¨¢ a¨²n aqu¨ª por su madre, si no? Verde, y se?ala a lo lejos: "Aunque sea de noche, deb¨¦is conducir m¨¢s all¨¢ y ver aquello vac¨ªo? con lo que fue esto". Rojo, nos vamos, miramos. La calle mantiene a¨²n la placa. Su nombre es (era) Helling. Las excavadoras esperan a lo lejos. Varios bloques han dejado de existir. El tren hace mucho que no para. Y diversas instituciones han ideado el proyecto Ciudad 2030 para pensar entre todos qu¨¦ y c¨®mo ser¨¢ este lugar en el futuro. De momento, las de la calle Helling suman en la estad¨ªstica de m¨¢s de un mill¨®n de viviendas abandonadas en el Este.

Nada comparado con lo que est¨¢ por venir si se cree lo que Edgar Most vaticin¨® en su discurso de despedida en septiembre (palabras que recoge Der Spiegel, en la edici¨®n citada). ?Por qu¨¦ es tan importante lo que diga Most? Porque ¨¦l, que procede del Este y fue all¨ª banquero, ha sido director del Deutsche Bank en Berl¨ªn y asesor del Gobierno, un "luchador por el Este", le describe la publicaci¨®n. "Donde ahora no florece nada, ya nunca florecer¨¢ nada", dijo Most. Y m¨¢s: "Por mucho dinero que se invierta, nunca se podr¨¢n corregir ya las diferencias Oeste-Este"? "La desindustrializaci¨®n seguir¨¢. No s¨®lo el Este tiene un problema, toda Alemania lo tiene". Ante todo, afirm¨®, hay que mostrar la verdad. Para poder enfrentarse a ella.

Los lagos del futuro. Todo esto lo saben bien los que trabajan en las terrazas del IBA (Internationale Bauaustellung) en F¨¹rst-P¨¹ckler-Land, cerca de Cottbus (Brandeburgo) y Grossr?schen, en Lausitz (Sajonia). Unos pabellones se levantan sobre un inmenso paisaje gris sucio, vac¨ªo. Nos encontramos en pleno tri¨¢ngulo sulf¨²rico, ese espacio comprendido entre Dresde, Praga y Cracovia, situado sobre unos ricos filones de lignito, un carb¨®n con un alto contenido de azufre que produce mucha ceniza. "En los ochenta, la RDA generaba m¨¢s di¨®xido de azufre per c¨¢pita que cualquier otro lugar del mundo", indica el historiador norteamericano John R. MacNeill en su Historia medioambiental del mundo en el siglo XX.

Pero ha sido del mismo carb¨®n de donde ha nacido el proyecto de futuro en el que ahora andan empe?ados hasta la m¨¦dula localidades, organismos e individuos de la zona, del pa¨ªs, de la UE? "Y despu¨¦s del carb¨®n, ?qu¨¦?". ?sa fue la pregunta. Y como respuesta, triunf¨® una idea simple, muy ambiciosa, pensada para generaciones venideras: limpiar los socavones de las minas, drenarlos, llenarlos de agua y convertirlos en lagos, lugares de recreo, en esperanza? Todo lo explica a la perfecci¨®n Karsten-Olaf M¨¹ller, entusiasta director y modelo de optimista impenitente, que tambi¨¦n los hay en el Este. Y todo lo que dice sonar¨ªa a pura alucinaci¨®n si no fuera porque ya hay gente que tiene barcas atracadas en sus casas? Y no porque cerca se encuentre la zona de Spreewald, que es reserva de la biosfera, sino porque ya hay socavones-lagos medio o completamente terminados (Partwitzer, Geierswald?). El pr¨®ximo se empezar¨¢ a llenar (se drena, se desv¨ªa agua de grandes caudales) en 2005: "Es espectacular ver transformarse todo esto", dice M¨¹ller, que es oriundo. Convertirlo en el jard¨ªn que fue, construir c¨¢mpings, hoteles, llenarlo de gente? Aunque a¨²n hay quien, como las organizaciones ecologistas, piensa que la cat¨¢strofe medioambiental es de tal calibre que se necesitar¨¢n d¨¦cadas para ver crecer all¨ª nada propio.

Callejeando por carreteras secundarias se evidencia la alta explotaci¨®n industrial que sufri¨® esta zona en tiempos de la RDA: centrales en desuso, silos de ladrillo en ruinas, contenedores, f¨¢bricas abandonadas con relieves de trabajadores, hoces y martillos; con los s¨ªmbolos del universo comunista. Y en Lichterfeld, otra visi¨®n: el F60, un mastod¨®ntico y met¨¢lico puente de transporte de carb¨®n, una maravilla de la ingenier¨ªa, que tumbado es m¨¢s largo que la Torre Eiffel. Se plane¨® en 1988, se tard¨® en montar dos a?os y s¨®lo se us¨® uno.

El tir¨®n del centro. El no va m¨¢s de la ostalgie. Frente a la Semperoper hay aparcados veinte viejos Trabant, grises o azules. "Los coches socialistas", dice un visitante espa?ol. Los carteles anuncian "Safari de Trabant". Los ponen en marcha y apesta. Como entonces. La iniciativa es de Rico Heinzig y funciona tambi¨¦n en Berl¨ªn. "Tenemos siempre un mec¨¢nico cerca, por si se paran", dice. Era coche del r¨¦gimen y es a¨²n met¨¢fora. Donde hay turistas est¨¢ Rico, emprendedor, ideando atracciones. Y Dresde, joya barroca, se encuentra, literalmente, tomada por las masas. Su famosa iglesia, la Frauenkirche, ha dejado de ser solitaria espada?a-s¨ªmbolo de las miles de personas muertas en los bombardeos aliados de 1945 ("Esto es como la Zona Cero del Este", bromea otro turista), para convertirse en monumento visitable. Piedra a piedra, la han construido tal cual era en el siglo XVIII, a base de donaciones. Dresde ha cambiado mucho, ha limpiado sus edificios (Semperoper, Zwinger, Albertinum?), ha modernizado museos, hasta ha reorganizado el hermoso paisaje de casas colgadas en las laderas del r¨ªo Elba.

Y es ejemplo de ese lado que s¨ª crece en Alemania del Este, en el que se han creado cientos de nuevas empresas. Como la ciudad de Jena (en Sajonia Anhalt). O Leipzig, all¨ª donde empezaron las manifestaciones que hicieron caer el muro, all¨ª donde se ha instalado hasta la empresa Porsche, donde sobresalen ya los modernos edificios, donde una gigantesca pantalla de v¨ªdeo en el centro informa al minuto sobre la Bolsa, donde todo se renueva y se arregla. La zona que concentra hoy la industria automovil¨ªstica o tecnol¨®gica. Aunque persista el descontento, por la diferencia: 2.800 euros cobra de media al mes un trabajador en Hamburgo, el Oeste; 1.800 en Sajonia.

Por la noche, la Neustadt, el llamado barrio nuevo de Dresde, se convierte en un hervidero de j¨®venes, territorio conquistado por las tiendas, la cerveza, los quioscos turcos donde venden kebab al estilo de Berl¨ªn Oeste. La gente se sienta en las aceras e impide el paso a los taxis, suenan mil m¨²sicas? En otro estilo, en la Semperoper, el pianista Hans Sotin, de 30 a?os, es el encargado de repasar los temas con la orquesta. ?l es de Hamburgo, del Oeste, y hace tres a?os que se mud¨® aqu¨ª. "?ste es un gran teatro, trabaja gente de todo el mundo; por eso me vine". Seg¨²n ¨¦l, se vive ahora en Alemania una fase muy delicada: "Pas¨® ya el periodo de emoci¨®n, de querer conocerse, de solidaridad; ahora la gente est¨¢ cansada". Y se?ala que los de su generaci¨®n, encajados entre los que lo vivieron todo y los que del muro no saben nada, andan a¨²n buscando "una identidad". Ese qu¨¦ somos, individual y colectivo; esa mezcla que donde mejor se diluye es en Berl¨ªn. Ning¨²n sitio escenifica mejor lo que es hoy el pa¨ªs que su capital. La transformaci¨®n y el cambio.

Ya no se aprecian tantas diferencias por fuera entre wessis y ossis. Aunque los del Oeste digan: "?El Este? Nunca fui, demasiados nazis", "?el Este? Estuve, y mucho peor de lo que me imaginaba", "?el Este? Mejor Polonia, all¨ª al menos lo pasan bien bebiendo vodka"? Pero los j¨®venes de la capital reunificada prefieren masivamente los barrios del otro lado del muro, y all¨ª, en Mitte y Prenzlauer Berg, han crecido como hongos las tiendas de ropa y de dise?o, los restaurantes? Berl¨ªn se ha ido cosiendo por dentro, se han arreglado calles y casas, se ha rellenado con rascacielos el hueco que fue Potsdamer Platz; se ha hecho rica a la Friedrichstrasse. Y en una de sus librer¨ªas venden cajas con el t¨ªtulo: "La RDA en 0,05 metros cuadrados". Dentro: una bolsa, un t¨ªtulo al h¨¦roe del trabajo, una postal de Trabant, un libro: "Toda la RDA en 64 p¨¢ginas?". Bromas aparte, del Este, de aquel tiempo, queda a¨²n mucho en Berl¨ªn. Basta irse al extrarradio, a Hellesdorf o Marzahn. All¨ª donde, entre un sembrado de bloques, alguien ha colocado publicidad de su p¨¢gina web: "Debemos hablar con los dem¨¢s. Firmado: Dios".

Hablamos con Enrico Paul, de 31 a?os, calvo, dos pendientes, yeso en la ropa. Vive all¨ª, donde naci¨®, con mujer y dos hijos. Se?ala las casas. "Antes pag¨¢bamos 174 marcos del Este por 70 metros. Hoy, 600 euros". "Ayuda social", asegura, es aqu¨ª el estribillo de moda. "Los alba?iles ganamos seis euros por hora, calcula", dice.

A lo lejos han abierto un centro comercial; cerca se mantiene el Palast, esa especie tan alemana de quiosco con salchichas y cerveza. Se ve tambi¨¦n una colina junto a la escuela Wilhem-Busch donde algunos pasean con ni?os o perros: "Antes, todo era cemento". La de la RDA fue su infancia, dice. Y fue feliz. "Ahora s¨®lo espero que, para mis hijos o los hijos de mis hijos, Alemania sea de verdad s¨®lo una".

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Sobre la firma

Lola Huete Machado
Jefa de Secci¨®n de Planeta Futuro/EL PA?S, la secci¨®n sobre desarrollo humano, pobreza y desigualdad creada en 2014. Reportera del diario desde 1993, desarroll¨® su carrera en Tentaciones y El Pa¨ªs Semanal, con foco siempre en temas sociales. En 2011 funda su blog ?frica no es un pa¨ªs. Fue profesora de reportajes del M¨¢ster de Periodismo UAM/El Pa¨ªs

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