Vuelta
Ha venido desde Ohio, acuciada por la nostalgia de los tiempos felices, por la memoria imborrable de los largos meses veraniegos disfrutados en estos ins¨®litos lugares, rodeada de estudiantes de espa?ol y con su marido, aquel pozo de ciencia, al lado. Ha subido, algo jadeante, por el bosque, y delante del pilar monumental trazado por Pedro Machuca ha recordado la fotograf¨ªa de Lorca sentado, casi con el trasero en el agua, debajo del mascar¨®n central. ?S¨ªmbolo, ¨¦ste, del Beiro -el r¨ªo fantasma de Granada- o de la Primavera? No se acuerda bien, pero s¨ª (porque lo ha explicado en clase, con la ayuda de diapositivas) de que las armas ostentadas en ambos escudos laterales del pilar pertenecen a don I?igo L¨®pez de Mendoza, primer conde de Tendilla, segundo marqu¨¦s de Mond¨¦jar y alcaide de la fortaleza tras la ca¨ªda de la ciudad en 1492, que ella no duda fue una tragedia. Adem¨¢s, ?no se lo repet¨ªa siempre su marido? "Elena, tienes que comprender que fue la ruina de una civilizaci¨®n incomparable, de un cruce de culturas ¨²nico". Y su marido ya no est¨¢. Decide penetrar en el recinto por la puerta de los Carros (no le gusta la de la Justicia, tan herc¨²lea). Nota, de repente, la ausencia de coches particulares. S¨®lo sube de vez en cuando un taxi. No se ve un solo autob¨²s. Hace 30 a?os esto era un caos de tr¨¢fico rodado, un estruendo de motores, y el humo de los escapes se enredaba entre los ¨¢rboles y cubr¨ªa de suciedad las hojas de olmos y casta?os. Ahora impera el silencio y el bosque est¨¢ limpio. ?C¨®mo se ha conseguido el milagro? Hay un nuevo acceso por detr¨¢s, es eso, lo ley¨® el otro d¨ªa en la gu¨ªa. Al pasar ante la entrada del palacio de Carlos Quinto se acuerda otra vez de aquellas palabras de su marido, as¨ª como del rechazo tajante que le merec¨ªa el orgulloso y macizo edificio renacentista, cuajado de s¨ªmbolos imperiales y colocado, deliberadamente, casi encima de los pabellones nazar¨ªes. Incluso dec¨ªa que el palacio hab¨ªa sido costeado por los moriscos y los jud¨ªos conversos, a quienes los cristianos les hab¨ªan extra¨ªdo sus dineros con la promesa, a cambio, de importantes ventajas. Promesa, "por supuesto", luego rota. ?Era verdad? Su marido siempre cargaba las tintas pero acaso aquella vez ten¨ªa raz¨®n. Tratar¨ªa de averiguarlo. Cuando sale a los jardines del Partal los recuerdos se le hacen ya casi insoportables. Piensa que tal vez Antonio Machado sentir¨ªa algo parecido al regresar, d¨¦cadas despu¨¦s, a aquel otro espacio encantado, el de las Due?as, con las naranjas reflejadas en la fuente del patio. Las amarillentas hojas muertas de un macassar van cayendo sobre la alpa?ata de la vereda. Le evocan unos versos l¨²gubres de Edgar Allan Poe y se le acrecienta la tristeza. Adem¨¢s, ha empezado a llover y sobre Sierra Nevada se est¨¢n acumulando las nubes. Elena percibe que ha sido un error volver a la Alhambra en oto?o, como si ya no estuviera suficientemente deprimida con la victoria de George W. Bush, y resuelve bajar en seguida a la ciudad y tomarse un trago de g¨¹isqui en Plaza Nueva. Me consta, porque se lo tom¨® conmigo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.