?Olvid¨¦monos de la pintura!
Esta exposici¨®n, en la que se han reunido 87 cuadros procedentes de museos de todo el mundo, ofrece a quien la visita la posibilidad de vivir una experiencia que probablemente no haya tenido antes en ning¨²n otro lugar. Y como todo lo que es un poco especial, esa posibilidad depender¨¢ en parte de la suerte y en parte de la preparaci¨®n de cada cual para encarar lo extraordinario.
La suerte depende de que no haya mucha gente visitando la exposici¨®n. Y para estar preparado es fundamental olvidarse de que se encuentra uno en la sala m¨¢s grande del Museo del Prado. Dejemos a un lado la Historia del Arte. Si se quiere, se puede consultar luego el minucioso cat¨¢logo de la exposici¨®n, El retrato espa?ol desde El Greco hasta Picasso.
La tradici¨®n del retrato en Espa?a est¨¢ relacionada con una forma especial de reconocer la centralidad del dolor y la dignidad, lo cual aboca en una visi¨®n estoica de la vida
Consideremos la desnudez y, al mismo tiempo, la oscuridad. Lo que sentimos es desnudez; lo que vemos, oscuridad. Esto nos lleva al coraz¨®n de la pintura espa?ola. Pero ?olvid¨¦monos de la pintura! Aqu¨ª nadie piensa en la pintura. Ni siquiera los guardias de seguridad.
Recorramos la larga sala bajo la mirada de los cientos de mujeres, hombres y ni?os colgados de sus paredes. Estas mujeres, hombres y ni?os han estado esperando un futuro que, en parte, representamos nosotros ahora al pasar a su lado. Unas parecen muy formales; otros apenas ocultan nada. A veces, si uno se fija bien, vislumbrar¨¢ m¨¢s all¨¢ de los l¨ªmites de su formalidad un tipo especial de entereza o de angustia.
La condesa de Vilches (1853), con su encantadora sonrisa y su traje de volantes de sat¨¦n azul, que deja ver unos hombros blancos como la nata, ya sabe que estar¨¢ agotada cuando termine de posar y que su cansancio se parecer¨¢ a un teatro vac¨ªo, despu¨¦s de que se hayan apagado todas las luces.
Conviene acercarse a estas vidas para verlas en m¨¢s detalle. Hag¨¢moslo. Juana de Austria (mediados del siglo XVI). Una mujer esbelta, de aspecto impresionante. Muy femenina, pero con un rostro aquilino. S¨®lo sus orejas revelan cierta vulnerabilidad. Puede avanzar en cualquier momento, en cualquier direcci¨®n, segura de s¨ª misma. Encarna un tipo de decisi¨®n que nada tiene que ver con la voluntad o con la ambici¨®n, sino con la decisi¨®n que entra?a un control absoluto del dolor. Me imagino el timbre de su voz, inesperadamente bajo. Semejante al de Jane Birkin.
Un siglo despu¨¦s, un hombre de mediana edad, que podr¨ªa ser barbero, cirujano o zapatero. Sus ojos no ofrecen promesas f¨¢ciles, pero son tranquilizadores. El cuello de su camisa, gastado, mojado de sudor, nos dice tanto como su frente de su experiencia en la vida. Recuerda al sabor de la sal de la tierra.
Una alcahueta (siglo XX) ante quien la vida abri¨® su dolorida boca como si ella fuera el dentista que le va a extraer la muela picada.
Un banquero de principios del siglo XIX sentado junto a su mesa de despacho con una carta de negocios en la mano. Competente, agresivo incluso, atento. Su mano izquierda, sobre el muslo, es la mano de un ni?o que espera a pedir permiso para levantarse de la mesa. Lo que m¨¢s sorprende en ¨¦l son los ojos; son unos ojos que han visto, en a?os pasados, cosas indescriptibles. Han visto una guerra civil.
Por supuesto, conforme uno avanza por este largo pasillo de miradas, reconoce a muchos de los pintores: Vel¨¢zquez, El Greco, Solana, Picasso, pero en este momento, la autor¨ªa es algo secundario. Lo que flota en el aire es la multitud de preguntas y respuestas t¨¢citas que surgen de estas cien vidas.
Con una baraja en la mano y a punto de echarse a re¨ªr, el enano de Vallecas pregunta: ?qui¨¦n eres? Cuando me acerco, se me viene de pronto a la memoria un trozo de una canci¨®n del ¨²ltimo compacto de Tom Waits. "Y dime, ?c¨®mo elige Dios? / ?Qu¨¦ plegarias no escucha? / ?Qui¨¦n mueve el tim¨®n? / Los dados ?qui¨¦n los tira...?".
Un noble con un hombro peculiar, el izquierdo (?un brazo amputado?), y los ojos inteligentes, expresivos, de un ciervo (no est¨¢ en la exposici¨®n el hermoso ciervo de Vel¨¢zquez), se lleva la mano al pecho y anuncia: "No s¨¦ por qu¨¦... Sigo sin saber por qu¨¦...".
Cada una de las cien personas pintadas mira al futuro con una pregunta o una declaraci¨®n. Pasamos entre sus vidas, sus experiencias, de una forma que nunca podr¨ªa haber sido la misma de estar pasando entre fotograf¨ªas, por bueno que fuera el fot¨®grafo. Las fotos se toman por sorpresa o nos cogen por sorpresa. En las fotos apenas se da esa espera a ser vistas propia de las pinturas; las fotos no hacen guardia. Y lo que se pone de manifiesto en esta larga sala es precisamente eso: la espera de las pinturas a ser vistas. Ah¨ª reside su desnudez.
Un pr¨ªncipe de dos a?os toca una campanita que lleva colgada de la cintura y es mucho m¨¢s peque?a que su mano. El sonido de la campana le tranquiliza, pues ya presiente la muerte, y el perrito que est¨¢ a su lado no puede salvarle. Morir¨¢ dos a?os despu¨¦s.
Un cazador con pinta de idiota, acompa?ado de un perro blanco y cargado con la carabina, se pregunta si el hecho de ser rey es una buena o una mala broma.
Un campesino en una callejuela de N¨¢poles (siglo XVII). Sus manos, acostumbradas a tocar de todo, sostienen ahora un manuscrito y una br¨²jula porque quiere d¨¢rselas de hombre culto, quiere hacerse pasar por alguien que est¨¢ de visita en la ciudad. Se r¨ªe. Detr¨¢s de la m¨¢scara de la risa, sus ojos no se pierden nada de lo que ocurre. Es flaco como un sa¨²co. Su pregunta es simult¨¢neamente una respuesta. Qui¨¦n r¨ªe el ¨²ltimo.
En los albores del siglo XX un adolescente sostiene un libro abierto entre las manos, la mirada perdida en la distancia. Est¨¢ sentado frente a una mesa, en un interior, pero parece arreglado para salir. Imposible saber si est¨¢ recordando o adelant¨¢ndose a los acontecimientos. Ha intercalado unas hojas de papel entre las p¨¢ginas del libro. ?Notas? ?Una carta? ?Una poes¨ªa?
"Tus chismes me dan ganas de desnudarme. / Dar¨¦ de mamar al ni?o / y desnuda bajo la s¨¢bana / esperar¨¦ a que me hagas caso".
Si uno se vuelve para mirar d¨®nde ha estado, ver¨¢ a Esopo, el fabulista, de pie en medio de la sala. No se deja embaucar, siempre asombrado y nunca sorprendido de su asombro.
Abrumados por la Historia (o la absurda declaraci¨®n de su fin), enga?ados por la idea de Progreso (que, sin embargo, existe), tendemos a olvidar que nueve d¨¦cimas partes de lo que vivimos ya ha sido vivido por otros antes, durante milenios. La exposici¨®n de El retrato espa?ol nos lo viene a recordar.
Es un hecho que ninguna otra tradici¨®n pict¨®rica nacional podr¨ªa abarcar cinco siglos y contener tantos retratos tan v¨ªvidamente contempor¨¢neos. No puedo ofrecer una explicaci¨®n. Unamuno y Ortega y Gasset han dado varias. La tradici¨®n del retrato en Espa?a est¨¢ relacionada con una forma especial de reconocer la centralidad del dolor y la dignidad, lo cual aboca en una visi¨®n estoica de la vida. ?sa es exactamente la mirada de Luis de G¨®ngora en el soberbio retrato de Vel¨¢zquez.
En la cubierta del cat¨¢logo aparece la duquesa de Alba (1797). Su expresi¨®n es de desconcierto. Se?ala una inscripci¨®n garabateada en la arena, a sus pies. Dice: "S¨®lo Goya".
"Puedo desnudarla igual que puedo pintarla", le dijo ¨¦l. "Ah¨ª es donde le saco ventaja a Vel¨¢zquez. Sin espejos. Me dejo llevar por el instinto. Mezclo los colores con semen".
"Lo que haga con los colores, se?or, es asunto suyo. Me pintar¨¢ de memoria. Me pintar¨¢ cuando se quede solo. Recordar¨¢ a todas las mujeres que ha conocido, a todas las mujeres que, como tan elocuentemente dice, ha desnudado; cerrar¨¢ los ojos y las volver¨¢ a ver, y entonces pondr¨¢ toda su energ¨ªa, toda su virilidad, toda su presteza, en recordar qu¨¦ es lo que distingue cada mil¨ªmetro cuadrado del cuerpo de la treceava duquesa de Alba del cuerpo de cualquier otra mujer, de ahora y del futuro".
Tambi¨¦n se?ala sus pies calzados, que infunden el mismo respeto que dos dagas de vaina dorada.
Traducci¨®n de Pilar V¨¢zquez.
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