Memoria
Leo en la Historia Natural de Plinio (VII, 24) el famoso censo de casos prodigiosos de memoria que Borges repasa en alg¨²n p¨¢rrafo de su narraci¨®n Funes el memorioso: el monarca persa Ciro, relata Plinio, era capaz de referirse por su nombre de pila a cada uno de los miembros de su ej¨¦rcito; Lucio Escipi¨®n hac¨ªa lo propio con todos los soldados romanos; Mitr¨ªdates, que reinaba sobre veintid¨®s pueblos diferentes, redact¨® leyes para el conjunto de ellos respetando siempre la lengua aut¨®ctona de cada cual. Este ¨²ltimo exceso de Mitr¨ªdates me remonta a otro no menos diab¨®lico, el del arque¨®logo Heinrich Schliemann, desenterrador de Troya, que escribi¨® un ensayo en lat¨ªn a los nueve a?os y que, ya adulto, redactaba su diario en el idioma del pa¨ªs que le diese cobijo en aquel momento, sin cobard¨ªa: griego, ¨¢rabe, alem¨¢n, franc¨¦s, italiano... Los ejemplos de memorias sin final me han cautivado desde que tengo noci¨®n de las cosas, y a todos los antedichos hay que sumar naturalmente el s¨®lo sugerido de Borges, capaz de recitar de una tirada poemas de varias literaturas en sus versiones originales, sin que le flaqueara un solo ep¨ªteto. Algo similar a lo que le ocurr¨ªa a Joyce, como testifican tambi¨¦n ciertas p¨¢ginas de Finnegans wake, ese tapiz ca¨®tico donde se enjaretan, cosen y parchean pedazos de novelas, piezas teatrales y epopeyas de hasta diez lenguajes alternativos.
La memoria es seguramente una de las facultades m¨¢s esenciales de que dispone nuestro modesto cerebro. Como se?ala Hume en una p¨¢gina se?era, de no ser por ella no sabr¨ªamos qu¨¦ hacer en el momento de abrir la puerta que conecta la habitaci¨®n en que leemos con el pasillo inmediato, y ni siquiera un placer dom¨¦stico como escuchar m¨²sica nos estar¨ªa autorizado: oir¨ªamos s¨®lo notas aisladas e incongruentes, ajenas al alambre que las ensarta a todas en el mismo ¨¢baco. La memoria merece todos nuestros cuidados y es muy saludable ejercitarla a veces, aumentar el peso que puede soportar hasta que parezca que sus huesos van a abarquillarse, que no resistir¨¢ la envergadura del ayer; a m¨ª me gusta repetir aquel juego que practicaba el personaje de Cort¨¢zar, Horacio Oliveira, cuando se esforzaba en recordar cualquier objeto de su pasado siempre que poseyera una importancia marginal, siempre que no importara: una cuchara con la que com¨ªa natillas de ni?o, unas botas que desech¨® por demasiado usadas siendo estudiante, el rostro de un compa?ero de escuela perdido. Toda esta alabanza y paneg¨ªrico a la memoria me vienen de haber le¨ªdo el otro d¨ªa en estas mismas p¨¢ginas las declaraciones de Rosa Nestal, una simp¨¢tica onubense con cara de mu?eca eslava que lleva cincuenta entregas ense?¨¢ndonos en el programa concurso de La 2 Saber y ganar que existen seres humanos que admiran las enciclopedias, y que anhelan parecerse a ellas igual que otros aspiran a convertirse en cometas o jirafas. Esta sapient¨ªsima joven afirma que el ¨²nico m¨¦rito con que cuenta es el de poseer una saludable memoria, en donde guarda todas esas peque?as tonter¨ªas que, como el polvo, encuentra esparcidas por los libros. Y cada sobremesa, con el escalope en la garganta, me ahogo de v¨¦rtigo y de envidia al comprobar c¨®mo alguien puede acordarse del nombre de la tercera suegra de Enrique VIII y soltarlo en fr¨ªo, sin que se le fundan las paredes del cr¨¢neo.
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