De la ultratumba a la eternidad
No debe estar tan olvidado el vizconde Fran?ois-Ren¨¦ de Chateaubriand (1768-1848), uno de los primeros creadores -con Madame de Sta?l- del romanticismo franc¨¦s, que brot¨® poco despu¨¦s del alem¨¢n y el ingl¨¦s, aunque adelant¨¢ndose al espa?ol, m¨¢s tard¨ªo y menos productivo, cuando su celebridad se mantiene todav¨ªa y se renuevan las ediciones y nuevas versiones de sus obras, de lo que tan cumplidamente da cuenta esta nueva y monumental traducci¨®n al espa?ol que aqu¨ª lanza esta buena editorial, dirigida por Jaume Vallcorba, la m¨¢s experta en recuperar y actualizar grandes autores del pasado. Pues, frente a lo que aqu¨ª mismo dice en su excelente introducci¨®n el acad¨¦mico Marc Fumaroli, Chateaubriand no ha dejado de estar nunca de moda, y sus disc¨ªpulos de todas las tendencias han sido legi¨®n -Baudelaire, Flaubert, los Goncourt, Barr¨¨s, Aragon, Malraux y Gracq- y a este respecto recuerdo la provocaci¨®n con la que el general De Gaulle respond¨ªa desde el poder a un diario brit¨¢nico que le preguntaba sobre los mejores escritores europeos de la historia: "Dante, Goethe y Chateaubriand". "?Y Shakespeare?", repuso molesto el periodista, lo que le vali¨® la r¨¦plica de turno, en plena batalla franco-inglesa sobre la entrada de Gran Breta?a en el Mercado Com¨²n de entonces: "?Ah, pens¨¦ que habl¨¢bamos de escritores europeos!", replic¨® el presidente general, que tras la perfidia se qued¨® tan ancho.
MEMORIAS DE ULTRATUMBA
Chateaubriand. Traducci¨®n
de Jos¨¦ Ram¨®n Monreal
Acantilado. Barcelona, 2004
Dos tomos. LXXXVIII + 2.724 p¨¢ginas. 84 euros
Chateaubriand, aun desde su rinc¨®n m¨¢s o menos polvoriento, no ha dejado de estar vigente, nunca ha estado arrinconado de verdad, como lo demuestran ahora las recientes ediciones que se multiplican de sus obras en Francia, Rusia, Italia y Alemania -las anglosajonas son un poco m¨¢s antiguas- a las que ahora se une Espa?a con esta magn¨ªfica y "nueva" edici¨®n de la obra maestra de su vejez, ese largo poema autobiogr¨¢fico, ¨¦pico, l¨ªrico e hist¨®rico a la vez, que escribi¨® y corrigi¨® durante casi cuarenta a?os, estas Memorias de ultratumba que fueron m¨¢s o menos el broche de oro con el que clausur¨® su larga y deslumbrante carrera de noble bret¨®n viajero, militar, exiliado, rebelde, mon¨¢rquico durante toda su vida -aunque republicano de coraz¨®n y cada vez m¨¢s- que lleg¨® a colaborar con Napole¨®n (quien le meti¨® en la Academia y luego le censur¨® el discurso) y se volvi¨® pronto contra ¨¦l, para contribuir a la Restauraci¨®n borb¨®nica, llegar a l¨ªder parlamentario, Par de Francia, diplom¨¢tico, ministro y embajador al final, rodeado siempre de grandes y hermosas mujeres que le ayudaron (y le amaron algunas, aunque aqu¨ª Chateaubriand fue siempre muy discreto) durante toda su vida y carrera de escritor.
Y he entrecomillado el adje
tivo ("nueva") porque a lo largo del siglo XIX las ediciones espa?olas fueron muy numerosas ya en vida del autor, el editor Cabrerizo lleg¨® a publicar unas incompletas Obras completas en Valencia en los a?os treinta (26 tomos), y hasta conservo una edici¨®n de Ayguals de Izco en nueve tomos de estas Memorias de ultratumba (1848-1850, en traducci¨®n de una "sociedad literaria", y luego Eladio de Gironella aunque siempre figur¨® como propietario don Wenceslao Ayguals de Izco), que luego se han ido reeditando, aunque nunca demasiado dado su volumen f¨ªsico, su extensi¨®n desmesurada, algo de lo que los editores huyen como de la peste, sobre todo en estos tiempos de usar y tirar. T¨ªtulos como Atala, Ren¨¦, El ¨²ltimo Abencerraje, Los N¨¢tchez y otros menos apreciados como la novela hist¨®rica Los m¨¢rtires, el Itinerario de Par¨ªs a Jerusal¨¦n o las m¨¢s b¨¢sicas del Ensayo sobre las revoluciones o El genio del cristianismo, nunca han dejado de estar presentes en nuestras librer¨ªas, de las que recuerdo sobre todo con el m¨¢ximo agrado la magistral traducci¨®n de Carlos Pujol de su verdadera obra maestra final, su Vida de Ranc¨¦ (Planeta), escrita y publicada cuando Chateaubriand terminaba estas Memorias de ultratumba, de las que ahora hablar¨¦.
Aunque proyectadas a principios del XIX como unas "memorias de mi vida", fueron escritas sobre todo en diversos momentos y en distintos escenarios de su agitada vida, de manera fragmentaria, dispersa e interrupta, corrigiendo, ampliando y reescribi¨¦ndolas desde 1804 o 1811 (cuando encontr¨® su t¨ªtulo definitivo) hasta que, rodeado de amigos y colaboradores empez¨® a hacer que se leyeran ante un p¨²blico restringido en algunas sesiones privadas en casa de madame Juliette R¨¦camier durante dos meses en 1834. (Sainte-Beuve, joven y prometedor cr¨ªtico, fue uno de los invitados y pudo rese?arlo en la prensa de la ¨¦poca, pues hasta le permitieron consultar algunos textos, aunque ya se le hab¨ªa pasado su primera fascinaci¨®n por Chateaubriand, como dej¨® dicho al final, cuando, pese a considerarlo como el primer escritor de su siglo, dijo que lo cambiaba todo por la breve e inmortal Ren¨¦ de su juventud). Bien, durante varios a?os, Chateaubriand fue preparando el manuscrito y orquestando su lanzamiento con toda minucia, hasta que, ya anciano y desenga?ado de tantas grandezas, lleg¨® la cat¨¢strofe final, que hizo verdad todas sus antiprofec¨ªas (?acaso no son las Antimemorias de Malraux las de uno de sus mejores herederos?).
?Qu¨¦ hab¨ªa sucedido? El autor hab¨ªa vendido (para poder sobrevivir bien) sus "memorias" a una sociedad en comandita, que las publicar¨ªa a su muerte, pero un empresario de prensa compr¨® los derechos para publicarlas, lo que era ya la cumbre del horror (literario) de su tiempo, que ya consideraba la "literatura industrial" (Sainte-Beuve otra vez) como la muerte de la literatura de verdad. Total, quedaban los albaceas y Chateaubriand se empe?¨® en seguir amarr¨¢ndolo todo al m¨¢ximo, pero no pudo impedir que empezara la publicaci¨®n de su obra por entregas. De ah¨ª las ¨²ltimas y numerosas correcciones, los a?adidos, los cortes, los nuevos prefacios o lamentos que se multiplicaron hasta el final. De todas formas, los albaceas no cumplieron bien su misi¨®n (hasta hubo un intento de proceso contra Louise Colet -poeta y ex amante de Flaubert- por publicar unas cartas de la R¨¦camier con Benjamin Constant, qu¨¦ mundo) y el texto final fijado por el autor se descubri¨® ya muy tarde, dando lugar a las dos ¨²ltimas grandes ediciones, ya m¨¢s cuidadosas, la de La Pl¨¦iade (Gallimard, de 1947 y 1961) de Georges Lemmonier y Maurice Levaillant, a la que sustituy¨® la de Garnier en 1989, la ya m¨¢s completa, remozada y corregida de Jean-Claude Berchet basada en un archivo notarial, que es la que hoy se publica entre nosotros en una cuidadosa versi¨®n de Jos¨¦ Ram¨®n Monreal, que respeta muy bien la elegante y a?eja solera del original, un buen regalo.
Estamos ante un texto m¨ªti
co que lo integra todo, historia privada y p¨²blica, la ¨¦pica de las grandes aventuras y terremotos pol¨ªticos, lo personal y lo colectivo, naturaleza, guerras, violencias, viajes -de Am¨¦rica a Rusia pasando por toda Europa, reyes, revoluciones, dictaduras, figuras en tromba-. El acad¨¦mico Fumaroli (sucesor en el sill¨®n de Ionesco y espiritual de Raymond Aron) se mueve en su introducci¨®n como pez en el agua, pues hace coincidir el segundo centenario de la Revoluci¨®n Francesa con la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn, a Chateaubriand con Tocqueville (sobrino pol¨ªtico), y aunque se felicita de que el mundo haya dado la raz¨®n a ambos se detiene en sus elogios a la democracia liberal, en las fronteras de lo "neocon" americano actual. Lo mismo hicieron antes que ¨¦l Chateaubriand y Tocqueville, pues la Revoluci¨®n Francesa no desemboc¨® en dos a?os de Terror, sino en Napole¨®n, que la estabiliz¨® y universaliz¨®, pese a sus tiran¨ªas posteriores. Si nuestro autor escribi¨® De Bonaparte y los Borbones ("m¨¢s ¨²til que todas mis tropas", dijo Luis XVIII), tambi¨¦n le impuso La monarqu¨ªa seg¨²n la carta, pues supo convencerle para que aceptara el ideal republicano de la igualdad civil para asegurar una restauraci¨®n estable, que al final se llev¨® el viento, antes de todos ellos, en manos de Luis Felipe, o de Napole¨®n III, pues siempre vienen las farsas posteriores para justificar los errores de la historia, que siempre se contradice y se justifica contra s¨ª misma.
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