Euf¨®ricos
Puede que la b¨²squeda del anonimato sea s¨®lo algo que se declara, en la creencia de que as¨ª se est¨¢ un palmo por encima de los dem¨¢s, cuya proximidad se evita por alg¨²n prejuicio o por simple fobia. Pero s¨ª me resulta veros¨ªmil que la gente, acostumbrada a compartir una grand¨ªsima parte de su vida con unas cuantas personas que suelen ser las mismas durante muchos a?os, de vez en cuando quiera disfrutar a solas de la condici¨®n de desconocido: estos que pasan a mi lado no saben qui¨¦n soy, soy alguien de quien ellos no saben nada, ni siquiera el nombre. Pero eso no es buscar el anonimato, sino m¨¢s bien lo contrario: reencontrarse con uno mismo, estar seguro de que se es alguien sin que para ello haga falta que otro pronuncie tu nombre, tener una identidad que se basta a s¨ª misma. Claro que eso no siempre funciona, porque a veces necesitamos justamente lo contrario: pasa cuando nos atrapa el miedo de no ser nadie si nadie nos llama, si nadie se acuerda de llamarnos y somos una palabra que nadie dice.
Y todo eso lo sabemos, y lo vivimos, desde que inauguramos la soledad moderna, que forma parte inseparable de la vida en las ciudades. La aparici¨®n de los grandes almacenes fue un cambio importante en la escenograf¨ªa de esa soledad: los escaparates no est¨¢n ya en las calles por las que pasea el an¨®nimo solitario, sino dentro de una mole sin ventanas, cerrada sobre s¨ª misma y dise?ada seg¨²n una inversi¨®n de la estrategia de la curiosidad: son las cosas las que asaltan al individuo, en vez de ir la mirada de ¨¦ste a descubrirlas en calles inesperadas.
Ahora vivimos una cosa distinta, y brutal, como hemos podido comprobar el puente de la semana pasada, al menos en Granada. Estamos en multitud, y es bastante probable que, adem¨¢s, ya seamos multitud, m¨¢s de ella que de una clase o de una religi¨®n. El mercado explica la continuidad con lo anterior: la experiencia de la vida an¨®nima bajo el asedio de las marcas que antes se viv¨ªa en los grandes almacenes ha acabado por desbordarlos y llena ahora toda la ciudad, que es un solo e inmenso almac¨¦n. No hay soluci¨®n de continuidad entre el interior y el exterior de una gran superficie: he o¨ªdo a los empleados de los Grandes Almacenes llamar "manzana" a un bloque unitario de expositores, y las calles se recorren, como los pasillos del interior, mirando a uno de los lados. Tambi¨¦n es mucho m¨¢s elemental la conciencia necesaria para procesar esta vida menos compleja en este reino de lo indiferente: basta con la euforia, que es tan f¨¢cil. La euforia es el mensaje -el mandato- m¨¢s insistente que nos llega desde todos los emisores. Y los j¨®venes, como es l¨®gico, asienten: el botell¨®n es una euforia extenuante que s¨®lo a esa edad se tolera. Ya aprender¨¢n a consumir con m¨¢s tino, cuando voten (o se abstengan, claro).
El flujo de pasos que llevan de dentro a dentro del inmenso gran almac¨¦n s¨®lo se detiene al subirse al coche, el medio r¨¢pido de transporte que est¨¢ quieto, atrapado en el ¨²nico atasco que ocupa todo. En la primera p¨¢gina de un peri¨®dico local estaba la palabra: colapso, que es como decir tedio. Y parece que en todo esto hay una especie rara de felicidad.
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