Juicio y error
El inminente juicio a Sadam Husein promete ser un asunto escandaloso, dislocante y embrollado, con disputas sobre los testigos, altercados sobre la equidad y la "justicia de los vencedores", y discusiones sobre las pruebas, la responsabilidad y las cadenas de mando, todo ello grabado y analizado por centenares de periodistas de todo el mundo. Para guiarnos sobre qu¨¦ se puede esperar -y quiz¨¢ sobre qu¨¦ se debe evitar-, vale la pena revisar el m¨¢s famoso de los informes sobre delitos de guerra, Eichmann en Jerusal¨¦n, de Hannah Arendt.
El juicio de Adolfo Eichmann, celebrado en 1961, tambi¨¦n atrajo a multitudes de periodistas. Sin embargo, al cabo de pocas semanas, a medida que el pleito se fue sumiendo en una rutina sopor¨ªfera, la mayor¨ªa se hab¨ªa ido. Arendt fue una de los pocos que siguieron hasta el final el proceso de cuatro meses. Su relaci¨®n, de casi 300 p¨¢ginas, se public¨® por primera vez en The New York Times en 1963, y caus¨® furor. Hoy no parece menos provocativa, en un sentido tanto bueno como malo.
En lo que a informes sobre juicios se refiere, Eichmann en Jerusal¨¦n es especialmente peculiar. S¨®lo trata de manera intermitente sobre el juicio en s¨ª. Arendt se centra principalmente en el esfuerzo nazi para exterminar a los jud¨ªos, y dedica cap¨ªtulos completos a densas descripciones sobre el destino de ¨¦stos en las distintas partes de Europa. Esto podr¨ªa reflejar el hecho de que, en la ¨¦poca en que escrib¨ªa, la historia completa del Holocausto segu¨ªa siendo desconocida en Estados Unidos. Aun as¨ª, llama la atenci¨®n lo raramente que Arendt habla de los testigos o cita su testimonio.
Parece ajena a la cronolog¨ªa. Extra?amente, el extraordinario relato de c¨®mo un hombre encalvecido y de mediana edad acab¨® sentado en una celda de cristal en Jerusal¨¦n -su huida de Alemania a Argentina despu¨¦s de la guerra, su vida de inc¨®gnito en un barrio perif¨¦rico de Buenos Aires, el gradual descubrimiento de su identidad, su espectacular secuestro por parte de agentes secretos israel¨ªes- no se encuentra al principio del informe de Arendt, sino al final.
La evaluaci¨®n que Arendt hace de Eichmann y sus acciones parece especialmente curiosa. Hijo desclasado de una familia de clase media, que de joven trabaj¨® como vendedor ambulante de fuel, Eichmann ascendi¨® hasta convertirse en un alto funcionario nazi encargado de deportar y transportar a los jud¨ªos de Europa a los campos de concentraci¨®n. Pero Arendt parece encontrar siempre una circunstancia que amortigua el hecho. "No entr¨® en el partido por convicci¨®n, y nunca lleg¨® a convencerse", escribe. No fue el odio fan¨¢tico contra los jud¨ªos, sino el deseo de progresar lo que impuls¨® su trabajo como nazi, sostiene. Aunque Eichmann hab¨ªa visitado repetidamente Auschwitz y visto el aparato de exterminio organizado all¨ª, Arendt, se?alando que no hab¨ªa participado personalmente en las muertes, insiste en que su papel en la Soluci¨®n Final "se hab¨ªa exagerado excesivamente". Incluso tiene ocasionalmente palabras benignas para Eichmann, citando pruebas, por ejemplo, de que era "bastante amable con sus subordinados". Ante todo, concluye Arendt, Eichmann "no era un Iago ni un Macbeth. ... Excepto por una extraordinaria diligencia a la hora de buscar su ascenso personal, no ten¨ªa motivaci¨®n alguna". Dicha valoraci¨®n lleva a Arendt a exponer su famosa opini¨®n sobre Eichmann: que ¨¦ste representaba la "banalidad del mal".
Es asombroso que esta frase -por la que tanto se recuerda el libro- no aparezca hasta el mism¨ªsimo final; son sus ¨²ltimas tres palabras (excluidos el ep¨ªlogo y el posfacio). La frase s¨ª figura, sin embargo, en el subt¨ªtulo del libro ('Informe sobre la banalidad del mal'), y constituye el n¨²cleo de su esfuerzo para explicar por qu¨¦ Eichmann pudo haber cometido unos actos tan repugnantes. A decir de Arendt, Eichmann era el bur¨®crata consumado que cumpl¨ªa fielmente las ¨®rdenes de sus superiores con muy poca conciencia de sus consecuencias.
Como descripci¨®n de Eichmann, resulta sencillamente incre¨ªble. Fueron las dotes como organizador y negociador de Eichmann las que permitieron a los nazis capturar y transportar a millones de jud¨ªos de toda Europa a los campos de exterminio de Polonia. En una nueva biograf¨ªa, David Cesarani, catedr¨¢tico de Historia de la Universidad de Southampton, sostiene que Eichmann, lejos de ser el funcionario sin rostro retratado por Arendt, fue de hecho un antisemita convencido que contribuy¨® de manera esencial a que se cumplieran los planes genocidas de Hitler.
El sol¨ªcito trato que Arendt da a Eichmann parece mucho m¨¢s inexplicable si se compara con el implacablemente duro retrato que hace de los l¨ªderes jud¨ªos europeos. En un libro que destila sarcasmo y desprecio, Arendt se reserva algunos de sus comentarios m¨¢s agrios para los l¨ªderes jud¨ªos que cooperaron con los nazis. Si estos l¨ªderes no hubieran proporcionado tan obedientemente listas de los residentes jud¨ªos, si no hubieran recopilado tan diligentemente informes sobre sus posesiones, si no hubieran recomendado tan uniformemente la sumisi¨®n a las ¨®rdenes de deportaci¨®n alemanas, muchos de los millones de personas que perecieron durante la guerra podr¨ªan haberse salvado, sostiene Arendt. "Para un jud¨ªo", escribe, "esta participaci¨®n de los l¨ªderes jud¨ªos en la destrucci¨®n de su propio pueblo constituye sin duda el cap¨ªtulo m¨¢s negro de toda esa negra historia".
Estos comentarios causaron un esc¨¢ndalo en los c¨ªrculos jud¨ªos estadounidenses; la Liga Antidifamaci¨®n, por ejemplo, calific¨® Eichmann en Jerusal¨¦n de "libro maligno", y public¨® rese?as negativas de su obra. Si se leen hoy, estos pasajes no resultan menos incendiarios. El fen¨®meno del Judenrat fue real e inquietante, y quiz¨¢ Arendt se sintiera obligada a centrarse tanto en ¨¦l porque a¨²n no hab¨ªa recibido mucha atenci¨®n, pero considerarlo "el cap¨ªtulo m¨¢s negro de toda esa negra historia" y aseverar que los jud¨ªos de Europa "se vieron inevitablemente enfrentados a dos enemigos -las autoridades nazis y las autoridades jud¨ªas-", como si ambas fueran en cierto sentido equivalentes, denota un grave lapso de juicio moral.
Pero, a pesar de todas estas lagunas, Arendt capt¨® claramente algo en Eichmann en Jerusal¨¦n. Es posible verlo emerger de los (demasiado pocos) pasajes en los que analiza las actitudes del pueblo alem¨¢n. La "abrumadora mayor¨ªa", observa, cre¨ªa en Hitler, y "es evidente que no le importaba en absoluto" el destino de sus vecinos jud¨ªos. "El problema de Eichmann", escribe Arendt en su ep¨ªlogo, "fue precisamente que hab¨ªa muchos como ¨¦l, y que esos muchos no eran pervertidos ni s¨¢dicos; que eran, y siguen siendo, terrible y aterradoramente normales". Aqu¨ª llega al fondo de la cuesti¨®n. Que el pueblo m¨¢s culto y culturalmente avanzado de Europa pudiera respaldar e incluso vitorear los bestiales planes de sus trastornados dirigentes, sin duda constituye el cap¨ªtulo m¨¢s negro del Holocausto; y aunque parezca que Arendt se equivoca al equiparar a un secuaz como Eichmann con las masas sin rostro, su frase "la banalidad delmal" nos ayuda de manera brillante y abreviada a entender este horror m¨¢s amplio.
En las d¨¦cadas transcurridas desde la publicaci¨®n del libro, lo atinado de la frase ha quedado, por desgracia, m¨¢s que demostrado. Las pesadillas de Camboya, Bosnia y Ruanda testifican los actos innombrables que la gente corriente es capaz de cometer, cuando se dan las circunstancias id¨®neas. Un testimonio v¨ªvido lo proporciona Une Saison de Machettes, escrito por el periodista franc¨¦s Jean Hatzfeld, publicado el a?o pasado en Par¨ªs (y a punto de aparecer en ingl¨¦s con el t¨ªtulo Machete Season: The Killers in Rwanda Speak). En una obra anterior, Hatzfeld describ¨ªa el genocidio ruand¨¦s desde el punto de vista de las v¨ªctimas. Aqu¨ª se concentra en los perpetradores. Tras trabar relaci¨®n con un grupo de genocidas encarcelados, consigui¨® que hablaran abiertamente sobre sus actividades asesinas, y resulta escalofriante la naturalidad con que charlaban sobre ello. Cuando los dirigentes de las milicias hutu les ordenaron matar tutsis, estos aldeanos se tomaron su trabajo como si se tratara de un empleo con horario fijo. "Algunos procesados afirman que nos convertimos en animales salvajes", le coment¨® uno de ellos a Hatzfeld, "que est¨¢bamos cegados por la ferocidad... Es un truco para evitar la verdad. Yo digo que, fuera de los pantanos, nuestra vida parec¨ªa bastante normal. Cant¨¢bamos por el camino..., escog¨ªamos en medio de la abundancia. Coment¨¢bamos nuestra buena suerte, nos quit¨¢bamos las manchas de sangre en la ba?era, nuestra nariz se deleitaba con el aroma de las cazuelas rebosantes. Disfrut¨¢bamos de la nueva vida que estaba a punto de empezar d¨¢ndonos un banquete con una pata de ternera. Nos calent¨¢bamos encima de la mujer por las noches, y re?¨ªamos a nuestros hijos traviesos... Nos pon¨ªamos la ropa de faena. Intercambi¨¢bamos cotilleos en el cabaret, hac¨ªamos apuestas sobre nuestra v¨ªctima, habl¨¢bamos socarronamente de repartirnos a las ni?as, re?¨ªamos de manera est¨²pida por el bot¨ªn de cereales. Afil¨¢bamos nuestras herramientas con piedras de afilar. Intercambi¨¢bamos an¨¦cdotas sobre trucos desesperados de los tutsis, nos re¨ªamos de cada grito de "?piedad!" emitido por alguien que hab¨ªa sido capturado, cont¨¢bamos y escond¨ªamos nuestros bienes".
?De qu¨¦ otra forma se puede describir la banalidad del mal? Hartzfeld, al explicar su decisi¨®n de hablar con estos criminales y darles voz, dice que en parte se inspir¨® en Eichmann en Jerusal¨¦n.
La famosa frase de Arendt tambi¨¦n viene a la mente al contemplar los recientes malos tratos cometidos en Abu Ghraib. ?C¨®mo pudieron unos estadounidenses a los que se les hab¨ªan inculcado todos los valores correctos cometer tales actos? Pero, colocados en una situaci¨®n en la que se exig¨ªan ciertos fines (buena informaci¨®n) de unos prisioneros que hab¨ªan sido satanizados y deshumanizados, demostraron lo r¨¢pidamente que se pueden disipar los dictados de la conciencia. No es necesario decir que los sucesos de Abu Ghraib distan mucho de parecerse a las pol¨ªticas genocidas de la Alemania nazi, o a las actividades asesinas de Sadam Husein. No hay nada banal en el mal que ¨¦ste representa. Desgraciadamente, el mundo civilizado siempre estar¨¢ acechado por tales monstruos. La cuesti¨®n verdaderamente preocupante es c¨®mo tantas personas que no son monstruos les permiten alegremente hacer lo que se les antoja. En cierto sentido, Arendt, mientras escrib¨ªa su desordenado, enrevesado y moralmente confuso relato del juicio de Eichmann, logr¨® dar con una frase que capta una verdad esencial y escalofriante de los m¨¢s oscuros escondrijos de la psique humana.
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