?Leen los escritores?
Son los escritores los primeros que deber¨ªan defender la lectura y, sin embargo, aunque parezca mentira, son en muchos casos ellos mismos quienes no dan el ejemplo requerido. A veces se vanaglorian de no necesitarla, pues su originalidad creadora -tanto tem¨¢tica como estil¨ªstica- no lo requiere; y no s¨®lo esto, sino que esa influencia podr¨ªa incluso ser un impedimento y un estorbo. La erudici¨®n muchas veces no ha sido vista con muy buenos ojos. ?C¨®mo se puede escribir sin leer?
Thomas de Quincey, en Memoria de los poetas de los lagos, repara en este asunto para juzgar severamente a alguno de estos tres grandes poetas brit¨¢nicos: Coleridge, Wordsworth y Southey.
Al primero lo describe alto, ancho y robusto, de cabellos oscuros y ojos grandes. Era concu?ado de Southey y no fue feliz en su matrimonio, del que tuvo cuatro hijos. Era bebedor y consumidor de opio. Intent¨® dejarlo por todos los medios llegando incluso a contratar a un hombre para que se lo prohibiera violentamente. El ¨¢ngel custodio tampoco pudo hacer nada bueno de ¨¦l. Coleridge era una persona an¨¢rquica, como lo fue el mismo De Quincey. A veces tom¨® versos prestados de otros que se le hab¨ªan quedado almacenados en su extraordinaria memoria. Vivi¨® malamente de conferencias que no llegaba a pronunciar o no finalizaba, de redactar encargos de libros que luego no escrib¨ªa, o, directamente, dando sablazos. "No recuerdo a nadie que tratara a su audiencia con menos respeto. Entre las muchas habilidades de Coleridge no se contaba la de saber leer en p¨²blico; carec¨ªa de voz, y no sab¨ªa proyectarla. Confiaba demasiado en su habilidad improvisadora", comenta De Quincey; y a?ade en otro momento que "condescend¨ªa a hurtar un pu?ado de oro de cualquier hombre cuya bolsa envidiara. Su hija le revisaba los bolsillos y los devolv¨ªa". El autor de El viejo marinero no s¨®lo no contestaba las cartas, sino que jam¨¢s abri¨® una. Acab¨® sus d¨ªas viviendo de prestado en casas de amigos y admiradores. De Quincey no duda de su val¨ªa po¨¦tica y la basa en su gran cultura literaria, filos¨®fica y teol¨®gica. Como no ten¨ªa dinero, ped¨ªa prestados los libros y luego jam¨¢s los volv¨ªa a entregar a sus due?os.
Todo lo contrario le pasaba a Wordsworth. Y en este asunto basa su cr¨ªtica feroz De Quincey. ?ste, en su juventud, hab¨ªa sentido una admiraci¨®n desmesurada por el autor de El preludio. Tanto es as¨ª que lo fue a visitar y vivieron en vecindad durante alg¨²n tiempo. Luego confes¨® que hubiera sido mejor no conocerlo y ¨²nicamente haberlo le¨ªdo. La descripci¨®n f¨ªsica que hace de ¨¦l no era muy agraciada: alto, grueso, encorvado, de ojos peque?os, "?qu¨¦ aspecto m¨¢s ruin tiene!". A Wordsworth le gustaba pasear, cazar, pescar o nadar, pero los libros y la lectura no estaban entre sus preferencias. Unos pocos vol¨²menes le eran suficientes. Prestaba muy poca atenci¨®n a la literatura en general, y especialmente a la contempor¨¢nea. "Le interesaba el aire libre y la naturaleza, que se le antojaba m¨¢s importante que muchas bibliotecas. Le interesaba la poes¨ªa y la historia antigua; por lo dem¨¢s, no creo que hubiera lamentado demasiado la desaparici¨®n de todos los libros, excepto el conjunto de la poes¨ªa inglesa y, tal vez, las Vidas paralelas de Plutarco". Coleridge, Southey y el propio De Quincey acabaron mal con Wordsworth debido a la hosca altaner¨ªa de sus maneras y el aire dogm¨¢tico de sus ideas, a menudo sin fundamento te¨®rico. Ellos pensaban que todo lo que se encuentra en la naturaleza debe ser creado por el hombre, mientras que Wordsworth la utilizaba como su ¨²nica justificaci¨®n. Por otra parte, confiesa De Quincey, "a ninguno de nosotros dedic¨® Wordsworth muestras de amistad y cari?o que sin duda merec¨ªamos recibir". A Boswell, autor de la c¨¦lebre biograf¨ªa Vida de Samuel Jonhson, le hab¨ªa pasado igual en su d¨ªa con el mism¨ªsimo Rousseau.
A Southey lo describe alto, ligero y elegante. Southey y Wordsworth nunca se llevaron bien, pues no se gustaban como escritores. Wordsworth viv¨ªa al aire libre, mientras que Southey lo hac¨ªa en su biblioteca. Coleridge dec¨ªa que ¨¦sta, la biblioteca, era su verdadera mujer. Southey ten¨ªa h¨¢bitos particularmente elegantes (Wordsworth los llamaba remilgados) en lo tocante al uso de los libros. Wordsworth, por otro lado, era tan negligente y complaciente en este punto que, Southey, riendo, coment¨® a?os despu¨¦s: "Ense?ar a Wordsworth la biblioteca de uno era como meter a un oso en un jard¨ªn de tulipanes". De Quincey cuenta la an¨¦cdota de que una vez Wordsworth tom¨® un volumen de Edmund Burke (el irland¨¦s que, entre otras cosas, habl¨® de la prensa como cuarto poder) y abri¨® los pliegos intonsos con el cuchillo con el que estaba cortando la mantequilla. Ni siquiera retir¨® la grasa de la hoja. "... Y menciono este caso ¨²nicamente para ilustrar el car¨¢cter excesivo de los da?os que Wordsworth causaba a los libros, lo que a ojos de Southey hac¨ªa de ¨¦l un monstruo; pues la hermosa biblioteca de Southey era su hacienda; y esta diferencia de h¨¢bitos hubiera bastado para apartarle de Wordsworth. (...) Era frecuente que Coleridge arruinara un libro; pero al hacerlo lo enriquec¨ªa con tantas y tan valiosas notas, y su intelecto armonizador esparc¨ªa con tan lujosa profusi¨®n, y echando mano de tal abundancia de lecturas discursivas, comentarios tan vers¨¢tiles y polifac¨¦ticos, que he sentido envidia de los muchos hombres a los que la fortuna ha puesto en el camino de estas injurias (...). Pero Wordsworth raramente escrib¨ªa en los m¨¢rgenes de los libros; y sus notas apenas si dejaban vislumbrar su superioridad intelectual. Cualquiera hubiera podido hacer tales comentarios. Las notas eran decepcionantes". De Quincey, quiz¨¢ por venganza, llega a extremar su crueldad con Wordsworth al afirmar que, de haber acudido alguna vez a una biblioteca, se le hubiera vedado el acceso, entre otras cosas porque pasaba las hojas con un dedo mojado.
De Quincey comenta que Southey ten¨ªa su hogar lleno de objetos hermosos y los libros eran materia de exposici¨®n, bru?idos y brillantes, a diferencia de los de Wordsworth, manchados, mutilados y desencuadernados. La biblioteca del autor de El preludio la cifraba en unos doscientos vol¨²menes (la de Montaigne, algunos siglos atr¨¢s, constaba de mil) colocados en una raqu¨ªtica estanter¨ªa, entre la cocina y la sala de estar. La mayor¨ªa de los mismos los describe De Quincey como mal encuadernados o bien directamente desencuadernados, sin tapas, descosidos, incompletos en el n¨²mero de los vol¨²menes correlativos, mutilados sin que ¨¦l siquiera se hubiera apercibido. De Quincey comenta ir¨®nicamente que este n¨²mero limita-do de lecturas indicaban que su due?o ten¨ªa "fuentes independientes de deleite para llenar la mayor parte de su tiempo". ?l las cifraba en el aire libre, en las caminatas, en la naturaleza. Por el contrario, la biblioteca de Southey, seg¨²n nos la describe De Quincey, era un templo. Estaban los libros colocados en una habitaci¨®n s¨®lo para ellos y ten¨ªa m¨¢s de diez mil vol¨²menes. Y no s¨®lo eran ingleses. Dispon¨ªa de una gran colecci¨®n de libros portugueses y espa?oles. Mientras Coleridge y Wordsworth viajaron por Europa, este ¨²ltimo estuvo en Austria, Alemania, Suiza e Italia; Southey era un amante de la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, a la que vino varias veces. Escribi¨® un libro fundamental sobre la campa?a napole¨®nica en Espa?a y Portugal: fue el texto que Charles Wolfe ley¨® y le sirvi¨® de inspiraci¨®n para escribir su magn¨ªfica eleg¨ªa dedicada al general Sir John Moore, muerto frente a Soult en la batalla de La Coru?a. La biblioteca de este poeta estaba tambi¨¦n compuesta de manuscritos y documentos raros. "Era el literato m¨¢s dotado de entre los eruditos de su tiempo, y el m¨¢s erudito de entre los literatos con talento", comenta De Quincey, que lo describe como una persona hospitalaria (en su casa de Greta Hall le dio cobijo a Coleridge y su familia, e incluso a ¨¦ste le proporcion¨® un estudio con su ¨®rgano), aunque reservado y distante. De todos modos, siempre se mostr¨® generoso y m¨¢s afable y condescendiente que Wordsworth.
A pesar de que Coleridge y Southey salen mucho mejor parados que Wordsworth, a ninguno de los tres (Coleridge ya hab¨ªa muerto y fueron sus familiares quienes mostraron su disconformidad) le gustaron los comentarios de su ex amigo.
No es mi intenci¨®n entrar aqu¨ª a valorar los m¨¦ritos po¨¦ticos de cada uno de ellos, cosa que ya hice en otros lugares; sino comprobar el ejemplo que como escritores y, por lo tanto, como supuestos lectores, ten¨ªan que dar. Coleridge y Southey amaban la literatura y la lectura; para el gran poeta que fue Wordsworth, sin embargo, era una carga. ?Valdr¨ªa su ejemplo para la difusi¨®n de la lectura? Para De Quincey el escritor ten¨ªa la obligaci¨®n no s¨®lo de ofrecer sus propios frutos, sino mostrar igualmente aquellos otros de los que se vali¨® y pod¨ªan serles ¨²tiles a los lectores.
Stefan Zweig dec¨ªa de s¨ª mismo ser un lector impaciente y temperamental. Uno de los posibles motivos para suicidarse quiz¨¢ fue el ir perdiendo su biblioteca en cada uno de los exilios. El escritor jud¨ªo austriaco dec¨ªa de Rilke que siempre luc¨ªa libros en la pared de sus casas "bellamente encuadernados o cuidadosamente forrados con papel, porque los amaba como a animales mudos". Leer, leer. Quiz¨¢ se pueda ser un extraordinario escritor habiendo le¨ªdo pocos libros o en contadas ocasiones, pero ?vale la pena vivir sin haberlo llevado a cabo? La lectura, hoy en m¨¢s peligro que nunca, y sobre todo la buena lectura, requieren de actos de ejemplaridad entre sus protagonistas. Victor Hugo dec¨ªa que no s¨®lo hab¨ªa que leer y ense?ar a leer, sino que tambi¨¦n y, fundamentalmente, ense?ar a pensar y a llevar esto mismo a cabo. A veces me quedo sorprendido al leer declaraciones de cineastas e incluso de ilustres escritores (afortunadamente eso no me ha pasado con compositores, autores teatrales o artistas pl¨¢sticos) que se jactan de no s¨®lo no ver cine, sino tampoco sus propios filmes o mostrar la erudici¨®n o la lectura de contempor¨¢neos vivos como algo aburrido y est¨¦ril. A m¨ª me pasa como le pasaba a la gran poeta norteamericana Marianne Moore, quien escribi¨® lo siguiente: "?Debe un hombre ser bueno para escribir buenos poemas? Los villanos en Shakespeare no son analfabetos, ?o s¨ª? Pero yo dir¨ªa que se puede inferir la rectitud por c¨®mo algo suena. Y un hombre sin integridad probablemente no escriba la clase de libro que yo leo".
C¨¦sar Antonio Molina es director del Instituto Cervantes.
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