El ciego estremecimiento de la Tierra
La primera cosa en la que pens¨¦, al ver las im¨¢genes, fue en la antig¨¹edad de la Tierra. Hay algo de primitivo en la fuerza desencadenada. Mientras nosotros nos dedicamos a correr sobre su superficie, ella nos ha recordado que, con un sencillo temblor, puede destruir y frustrar todas nuestras obras. Estamos acostumbrados a sentirnos en la cima del mundo. Desde all¨ª arriba, tenemos la impresi¨®n de que podemos dominar todo lo que nos rodea. Y, cuando un suceso natural de este tipo hace que nos desplomemos, desear¨ªamos desde lo m¨¢s hondo poder tomarla con alguien. Pero lo ¨²nico que podemos hacer es llorar de dolor y de rabia. La antig¨¹edad de la Tierra no nos deja otra escapatoria, otro camino. Veo que tambi¨¦n ahora, como suele ocurrir en estos casos, hay personas que buscan explicaciones, que recuerdan el pasado, que teorizan y analizan. Sin embargo, al final, lo que nos inunda tras el desastre es la tristeza, y no podemos hacer nada m¨¢s que convivir con ella.
Las culturas no reaccionan del mismo modo ante la fuerza devastadora de la naturaleza. En estos ¨²ltimos d¨ªas tan dram¨¢ticos hemos visto la prueba. En los rostros hacinados frente a nuestros ojos, en esas im¨¢genes de muerte y destrucci¨®n que han convertido el oc¨¦ano ?ndico en el coraz¨®n del mundo, hemos podido leer, no s¨®lo dolor, sino tambi¨¦n dignidad.
Nosotros, en Occidente, no debemos olvidar que los habitantes de aquellas regiones tienen m¨¢s costumbre que nosotros de convivir con las tragedias, con la fuerza ciega de la Tierra. Pienso en los campesinos indios y de Bangladesh, habituados a los monzones desde la noche de los tiempos; en cada estaci¨®n aguardan su paso destructor, intentan ponerse a salvo y luego vuelven a las tierras anegadas para reconstruir lo que se ha perdido. El car¨¢cter c¨ªclico de la aniquilaci¨®n y la destrucci¨®n acostumbra al esp¨ªritu humano a la incertidumbre y la precariedad. Pero tambi¨¦n a vivir con m¨¢s serenidad y valorar cada momento.
He visto mucho m¨¢s en esas fotograf¨ªas, esas im¨¢genes televisivas, esa tragedia de una humanidad tan lejana y, al mismo tiempo, tan pr¨®xima. Al mirar una y otra vez las im¨¢genes de las costas sobre las que se abati¨® la ola, me ha llamado la atenci¨®n notar que los edificios principales, los m¨¢s s¨®lidos, permanecen en pie. Lo que se ha destrozado, junto a las vidas humanas, es la impresionante e ininterrumpida hilera de estructuras tur¨ªsticas. Astillas de madera, jirones de bungalows, estanter¨ªas y mostradores de tiendecitas. Todo ha quedado reducido a pedazos por la violencia irresistible del mar. Casi borrado. La suerte que ha corrido gran parte de lo que se hab¨ªa construido para desarrollar el sector del turismo demuestra, en mi opini¨®n, la falacia de este aspecto de la vida del hombre moderno: creo que la precariedad y la provisionalidad del turismo van unidas a la imagen de la ola que ha arrastrado las construcciones levantadas para tal fin. Y eso demuestra, a su vez, lo nuevos y j¨®venes que somos en comparaci¨®n con la antig¨¹edad de esta Tierra que pisoteamos y que nos acoge.
El tsunami nos ha afectado a todos. Occidentales u orientales, turistas o campesinos, ricos o pobres. Nos ha recordado que, ante la naturaleza, somos iguales. Que conste que no soy optimista, no creo que la devastaci¨®n de Asia vaya a abrir una nueva era de fraternidad y colaboraci¨®n entre los miembros de la comunidad internacional. Todo esto, a mi juicio, no es m¨¢s que una ilusi¨®n rom¨¢ntica. Despu¨¦s de la gran ola, las aguas se retiraron lentamente. Y, del mismo modo, una vez que se haya superado la situaci¨®n de emergencia, las cosas volver¨¢n a ser como antes. No surgir¨¢ ning¨²n nuevo esp¨ªritu de cooperaci¨®n de los escombros.
Al final, los pueblos del sureste asi¨¢tico s¨®lo podr¨¢n contar con sus propias fuerzas, sus propias dotes de recuperaci¨®n, que son tan variadas como los pa¨ªses golpeados por el maremoto. India es ya un gigante econ¨®mico, una potencia en v¨ªas de industrializaci¨®n que se ha desarrollado gracias a su talento, a trav¨¦s de su cultura y su educaci¨®n. No ocurre as¨ª en Indonesia o Tailandia, que no poseen una educaci¨®n para el desarrollo sino que se conforman con importar proyectos y modelos econ¨®micos, sin crear uno original, que se adapte a sus exigencias.
Por supuesto, una intervenci¨®n de la comunidad internacional puede ser ¨²til. Un Plan Marshall para las ¨¢reas abatidas por el tsunami tal vez ser¨ªa eficaz, igual que lo fue el original, pero s¨®lo si sabe resaltar el valor de los recursos humanos, culturales y organizativos del pa¨ªs que lo reciba. Y, en cualquier caso, el hombre no es s¨®lo un animal econ¨®mico, no puede desarrollarse s¨®lo a trav¨¦s de modelos comerciales o industriales: eso es una utop¨ªa. El hombre es el resultado de un conjunto de combinaciones econ¨®micas -no lo niego-, pero tambi¨¦n culturales. Lo que tiene gran importancia, sobre todo, es la educaci¨®n. El car¨¢cter de cada uno de nosotros se construye a partir de muchas variables, y eso es lo que hace que un individuo, una sociedad humana y un pueblo deseen mejorar, avanzar, construir un mundo en el que se pueda vivir mejor.
Ahora bien, aqu¨ª conviene tambi¨¦n frenar a los entusiastas, los que nos empujan a pensar que de un mal tan inmenso, con suerte, puede nacer un bien igualmente inmenso. No creo que el hombre pueda aprender, de lo ocurrido el d¨ªa de San Esteban, mucho m¨¢s de lo que ya sab¨ªa antes. La vida es absolutamente imprevisible y lo m¨¢s ¨²til que podemos hacer es aprender a convivir con la idea. Sin sobrevalorarnos ni pretender que conocemos lo imponderable. Nos ocurre a los que somos padres: siempre queremos saber d¨®nde est¨¢n nuestros hijos. Pero sabemos que no podemos controlarlos por completo.
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