Cr¨ªtico de cr¨ªticos
En una de las sucesivas conferencias que forman la magn¨ªfica Elisabeth Costello, la novelista de ficci¨®n creada por J. M. Coetzee se halla de repente ante un embarazoso dilema. Debe explicar la repugnancia que le ha causado en un libro lo que supone gratuita invocaci¨®n al mal ante un auditorio donde, por accidente, figura el autor del libro en cuesti¨®n. El autor es Paul West, y es un autor real; la escena causa del conflicto es la ejecuci¨®n de los conspiradores del atentado a Hitler en 1944 en Las verdaderas aventuras del conde Von Stauffenberg. Ante la repentina adversidad, la se?ora Costello se enfrenta con fatiga y turbaci¨®n ante lo imposible y el impasible. Lo imposible es variar su conferencia y, sobre todo, un punto de vista que sabe dominado por su circunstancia personal, por el presagio de la muerte (en su aspecto m¨¢s bello y profundo, Elisabeth Costello es una novela sobre la vejez). El impasible es el propio Paul West, a quien Coetzee nos presenta como un mudo fantasma, la chispa que enciende en la se?ora Costello una hoguera de dudas sobre la necesidad, el asco y el peligro de expresar lo infrahumano. Una chispa que, a su modo, es un espejo de un yo m¨¢s vigoroso. As¨ª, cuando llega el turno de arremeter contra el autor de Las verdaderas aventuras del conde Von Stauffenberg, Elisabeth Costello dice: "El se?or West es escritor, o, como dec¨ªan anta?o, poeta. Yo tambi¨¦n soy poeta. No he le¨ªdo toda la obra del se?or West, pero s¨ª lo bastante como para saber que se toma en serio su vocaci¨®n. Por eso, cuando leo al se?or West no lo hago s¨®lo con respeto, sino tambi¨¦n con simpat¨ªa". Y a continuaci¨®n, aun dudando y simpatizando, Costello arremete.
COSTAS EXTRA?AS
J. M. Coetzee
Traducci¨®n de Pedro Tena
Debate. Madrid, 2004
364 p¨¢ginas. 20 euros
Pasemos ahora al art¨ªculo
Los ensayos de Joseph Brodsky incluido en Costas extra?as, el volumen donde, al menos en nuestro pa¨ªs, se re¨²ne por primera vez la vertiente cr¨ªtica de J. M. Coetzee. Hablando de cierto modo de comentar de Brodsky, dice Coetzee: "Los poemas que Brodsky elige son sin duda poemas que ama; sus comentarios sobre ellos son siempre inteligentes, a menudo penetrantes y en ocasiones brillantes. Dudo que Mandelstam o Hardy hayan tenido nunca un lector tan entendido, atento y c¨®mplice en la creaci¨®n". Acto seguido, Coetzee explica que esos comentarios sirven de bien poco a la cr¨ªtica acad¨¦mica.
?Qu¨¦ se debe deducir de los dos ejemplos anteriores? En primer lugar, que Coetzee no es de ning¨²n modo uno de esos novelistas que, a la hora de ejercer la cr¨ªtica, selecciona autores cuyo comentario desbroza el propio camino a la gloria (un subtexto del tipo: "S¨®lo t¨² y yo, Fiodor querido, hemos entendido lo m¨¢s hondo del alma humana"). En segundo lugar, los ejemplos quieren sugerir que Coetzee tampoco exhibe falta de rigor para obviar en los grandes nombres aquello que le disgusta, ni le faltan agallas para no meterse en l¨ªos. Pero, sobre todo, significan que es precisamente su condici¨®n de novelista (acompa?ado, desde luego, de verdadero talento cr¨ªtico) los que ayudan a Coetzee a afrontar aquello que juzga con un equilibrio absoluto, a poner las cartas boca arriba una por una de un modo honesto, limpio y sabio.
Porque J. M. Coetzee es un
gran cr¨ªtico. Sobre todo, en las rese?as aparecidas en The New York Review of Books se puede constatar c¨®mo emplea la misma hondura y, a veces, la misma dureza con todo aquello que entiende por debajo de los l¨ªmites exigidos, desde Musil a Caryl Philips. Coetzee explica, cuenta e informa. Despu¨¦s juzga como si al mismo tiempo que juez fuera tambi¨¦n abogado y fiscal mientras cada frase es sobrevolada por un inter¨¦s verdadero hacia el material que est¨¢ en sus manos, un afecto que pocas veces puede verse hoy en el ¨¢mbito literario. Para cumplir con ese trabajo de amor, de ese extra?o amor que es la lectura cr¨ªtica, el temple de Coetzee, sin eludir el rigor y, a veces, seg¨²n mi opini¨®n, el rigor excesivo, elude en cambio esa f¨¢cil debilidad de todo mandar¨ªn literario: la condescendencia.
As¨ª, con amor, pero sin rubor ni condescendencia (la que, por cierto, el mismo Coetzee reprocha a William Gass a prop¨®sito de Rilke) el autor nos muestra a un Borges despojado de los velos de la mitificaci¨®n absoluta a la que estamos acostumbrados los lectores hispanos, o que se puede hacer una lectura posmoderna de la Clarissa de Richardson sin incurrir en estupidez. Es mod¨¦lica la cr¨ªtica de El ¨²ltimo suspiro del moro, de Salman Rushdie, donde Coetzee cuenta la novela, interpreta lo que Rushdie ha querido decir, cu¨¢les son sus objetivos m¨¢s profundos y las herramientas de las que se ha servido en su proyecto, para explicar a continuaci¨®n d¨®nde le parece que el escritor anglo-indio se ha equivocado, y despu¨¦s, y eso es lo dif¨ªcil, argumentar d¨®nde se puede equivocar ¨¦l mismo en su evaluaci¨®n, y por qu¨¦, finalmente, concluye como concluye: que la novela de Rushdie le parece un libro fallido. Otro buen ejemplo est¨¢ en
Los diarios de Robert Musil. Aunque las comparaciones son odiosas y siempre interesadas, aqu¨ª vienen al caso porque el otro cr¨ªtico tambi¨¦n es un gran cr¨ªtico y las conclusiones de fondo son similares. Lean, si quieren, el art¨ªculo que Marcel Reich-Ranicki dedica a Musil en sus Siete precursores con el de Coetzee, y luego busquen un pretexto valioso para justificar los porqu¨¦s entre respeto al fracaso (Coetzee) y decapitaci¨®n (Ranicki). Son frases manidas, desde luego. Antes del Nobel, a Coetzee se le tildada de "novelista de novelistas". A juzgar por lo le¨ªdo en Costas extra?as ser¨ªa f¨¢cil llamarle "cr¨ªtico de cr¨ªticos". Sin embargo, y con el riesgo de cruzar la bochornosa frontera entre lo manido y lo codornicesco, cabe decir que quiz¨¢, hoy d¨ªa, Coetzee sea el mejor de los escritores para el lector m¨¢s exigente. Y el lector lo agradece.
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