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LECTURA

De vuelta en casa

Esta es la exclamaci¨®n que, con alivio, con felicidad, sale de mi pecho al pisar hoy de nuevo las estancias de esta Biblioteca Nacional, cuya directora me ha invitado amistosamente a discurrir ante ustedes acerca de mi ya casi centenario trato con los libros. Era yo un chico apenas graduado de bachiller cuando, habi¨¦ndome trasladado con mi familia desde la Granada natal hasta Madrid, y debiendo continuar aqu¨ª mis estudios universitarios, encontr¨¦ un refugio placentero en las salas de este noble edificio donde ahora nos encontramos, cuyas bien abastecidas estanter¨ªas me promet¨ªan saciar unos apetitos omn¨ªvoros de lector que desde la infancia hab¨ªa procurado satisfacer en la medida de lo m¨¢s posible.

Por supuesto, la irrupci¨®n del 'Quijote' en mi candorosa inocencia fue un accidente inoportuno, pero feliz, que anunciaba algo que habr¨ªa de marcarme para siempre
Me apliqu¨¦, pues, con frenes¨ª glot¨®n a la literatura, aprovechando, como un ni?o goloso que entra al fin en una bien surtida confiter¨ªa, las existencias de esta Biblioteca Nacional
Desde mi min¨²scula y privat¨ªsima biblioteca infantil, he usado en mi vida adulta de muy varias bibliotecas y hemerotecas, empezando por nuestra Biblioteca Nacional
M¨¢s informaci¨®n
Ayala celebra su 99? cumplea?os con un libro que re¨²ne sus art¨ªculos sobre 'El Quijote'

Aquella infancia m¨ªa estuvo, en efecto, dividida y compartida entre el gozoso desenfreno de los juegos al aire libre y la entrega ¨¢vida dentro del hogar a descifrar cuanto papel impreso cayera en mis manos. Y no eran pocos los libros que en aquella casa provinciana me aguardaban y que encontraba a mi alcance por doquier. Para esa ¨¦poca de comienzos de siglo, las familias burguesas manten¨ªan una tradici¨®n de cultura que les consent¨ªa no s¨®lo la lectura solitaria que por su cuenta pudiera hacer cada cual, sino tambi¨¦n a veces la lectura dom¨¦stica en voz alta, seguida con frecuencia por una amigable discusi¨®n de los temas m¨¢s diversos. Para ilustrar tradici¨®n semejante, que era, desde luego, bastante anterior a mi nacimiento, se me ocurre evocar aqu¨ª en estos momentos un cuadro que actualmente conservo en mi casa de Madrid. Se trata de un ¨®leo pintado por mi madre cuando todav¨ªa, en los a?os de su solter¨ªa, ten¨ªa ella holgura para cultivar ese arte. Mi libro El jard¨ªn de las delicias contiene una fotograf¨ªa de dicho cuadro, acompa?ada de un texto, "Nuestro jard¨ªn", que bien puede servir como testimonio. Aparecen en el lienzo tres figuras femeninas, una de ellas entregada a la lectura, y el modelo para ¨¦sta hab¨ªa sido la pintora misma, mi madre, quien se autorretrataba ah¨ª en una de sus ocupaciones preferidas: "?C¨®mo te arreglaste", le pregunta en mi relato el ni?o (o sea, yo), "para copiarte a ti misma con ese libro en la mano? ?D¨®nde estabas colocada t¨²? No lo comprendo"; y s¨®lo habr¨ªa faltado que la impertinente curiosidad infantil quisiera saber tambi¨¦n qu¨¦ libro era el que ten¨ªa entre manos la se?ora del cuadro.

Biblioteca propia

Quiero decir con todo ello que en las primeras d¨¦cadas del siglo XX, nuestra familia tambi¨¦n, como todos los miembros de aquella sociedad educada, reun¨ªa una biblioteca propia, m¨¢s o menos copiosa, con las nuevas obras literarias que se ofrec¨ªan al p¨²blico, junt¨¢ndose a las cl¨¢sicas o antiguas que ya ven¨ªan estando ah¨ª desde generaciones atr¨¢s. En las estanter¨ªas de mi casa figuraban entre ellas -lo recuerdo bien- vol¨²menes de la prosa y de la poes¨ªa rom¨¢nticas -de Zorrilla, Espronceda, B¨¦cquer y sobre todo del Duque de Rivas-, as¨ª como entraban los t¨ªtulos de novelas realistas; con lo cual, al alcance de mi ¨¢vida mano juvenil se encontraban, por ejemplo, las de Valera, Gald¨®s, Pereda y, desde luego, La Regenta, de Leopoldo Alas, libro cuya peripecia de texto maldito representa de modo singular¨ªsimo uno de los avatares m¨¢s penosos en la historia de la cultura espa?ola a ra¨ªz de la Guerra Civil y durante much¨ªsimo tiempo despu¨¦s. Al alcance de mi mano, digo, tuve en aquella ¨¦poca temprana de mi vida todas aquellas novelas, y la verdad es que desde mis a?os m¨¢s tiernos sol¨ªa venir haciendo incursiones imprudentes en las estanter¨ªas de mi casa para enfrascarme en lecturas que evidentemente habr¨ªan podido calificarse de impropias de mi edad. Con una mirada de ir¨®nica benevolencia hacia tan remoto pasado, recuerdo ahora c¨®mo suplantaba yo fraudulentamente ante mis ojos con libros de ese g¨¦nero a los enfadosos y obligados manuales de aritm¨¦tica o geograf¨ªa que estaba obligado a estudiar.

Demasiado temprano (mucho antes de que pudiera acometer tales lecturas) hab¨ªa ca¨ªdo ya en mi poder una edici¨®n ilustrada de Don Quijote de la Mancha. Era yo todav¨ªa un ni?o de muy pocos a?os, y engull¨ªa con deleite, aunque sin duda con poco discernimiento, la prosa cervantina que, seg¨²n quiero recordar aqu¨ª, me resultaba demasiado indigesta en ocasiones; pues, seg¨²n tengo contado en un escrito reciente, Cervantes y yo, "ciertos improperios cl¨¢sicos que en el honesto ambiente burgu¨¦s de mi familia resultaban malsonantes (aunque hoy d¨ªa, con el paso del tiempo, suenan sin esc¨¢ndalo en las bocas m¨¢s inocentes), eran dirigidos por m¨ª en las peleas pueriles a otros chicos de mi edad, o incluso a mis propios hermanos. '?De d¨®nde has sacado t¨² esas palabrotas?', me preguntaba con asombro mi madre. Y se quedaba desconcertada al saber que proven¨ªan nada menos que de las p¨¢ginas de la obra magna de la literatura universal... No sin embarazo trataba ella de explicarme enseguida que semejante ilustre lenguaje sonaba mal, sin embargo, en la boca de un muchachete bien educado".

Por supuesto, la irrupci¨®n del Quijote en mi candorosa inocencia fue un accidente inoportuno, pero feliz, que anunciaba algo que habr¨ªa de marcarme para siempre. Prematuramente hab¨ªa venido a irrumpir, en medio de una multitud de lecturas m¨¢s propias, como sol¨ªa decirse, de mi edad. Lecturas heterog¨¦neas, desde los cuentos de Calleja -un sello editorial famoso entre los ni?os de aquel entonces, y de no s¨¦ hasta cu¨¢ndo-: min¨²sculos cuadernitos con alguna sencilla ilustraci¨®n en blanco y negro o en colores, hasta, m¨¢s adelante, novelas populares en edici¨®n barata para un p¨²blico algo menos p¨¢rvulo, g¨¦nero de matute que no s¨®lo nos intercambi¨¢bamos los chicos m¨¢s espabilados, sino que incluso procur¨¢bamos algunos de nosotros coleccionar para constituir as¨ª una minibiblioteca particular, tal como imagino que hacen hoy los muchachitos con algunos de sus entretenimientos preferidos. Recuerdo, por ejemplo, entre los folletines m¨¢s apreciados de chicos y grandes, t¨ªtulos como El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros, del gran Alejandro Dumas. A veces, enviciado en la lectura, me arreglaba para llevarme a la cama uno de tales libros y, quit¨¢ndome el sue?o, poder seguir ley¨¦ndolo a escondidas con ayuda de una linternilla de mano escondida debajo de las s¨¢banas.

Semejantes lecturas alimentaban mi imaginaci¨®n, pero al mismo tiempo la estimulaban, empuj¨¢ndome a convertirme en lo que habr¨ªa que ser luego, de un modo consistente, hasta la fecha de hoy y a lo largo de toda mi vida: un escritor. En efecto, muy pronto en ella empec¨¦ a imaginar tramas fantasiosas y a procurar darles expresi¨®n literaria mediante unos relatos ingenuos, m¨¢s o menos disparatados, que me absten¨ªa de comunicar a nadie y que finalmente, descontento del resultado, hac¨ªa desaparecer.

Conviene decir aqu¨ª que aquellas lecturas privadas, y a veces secretas, coincid¨ªan m¨¢s o menos con el comienzo de mis estudios de bachillerato, iniciados seg¨²n era usual apenas cumpl¨ª los diez u once a?os de edad. Entre esos estudios estaba la asignatura de literatura castellana, y recuerdo (al cabo nada menos de casi noventa a?os) que el profesor, reci¨¦n llegado a aquel instituto, se llamaba don Braulio Tamayo, y que hablaba con un acento muy distinto del nuestro andaluz. Este catedr¨¢tico fue para m¨ª un ejemplo admirado, en contraste con alg¨²n otro, como el profesor de lat¨ªn, de quien cuento algo desagradable en mis memorias, y quien tuvo un efecto desastroso para el futuro de mi preparaci¨®n filol¨®gica. Recuerdo que en la antolog¨ªa de mi don Braulio figuraban trozos seleccionados de diferentes piezas, entre ellos unos versos del Libro de buen amor que celebraban las ventajas de la due?a peque?a. Despu¨¦s de conocer esos versos qued¨¦ yo con verdadera ansiedad por leer el pasaje entero, cosa que, dada la precariedad de los recursos a mi alcance, tardar¨ªa en satisfacer hasta bien entrada ya mi vida. Como puede verse, siendo omn¨ªmoda mi atracci¨®n por la literatura, apenas discern¨ªa en mis lecturas: devoraba todo, tanto lo trivial como lo m¨¢s refinado. En cuanto a otras bibliotecas distintas de la dom¨¦stica, eran en aquella ¨¦poca muy escasas mis disponibilidades, pues a ellas no ten¨ªa acceso por entonces un chico de mi edad: deb¨ªa conformarme casi tan s¨®lo con los pobres libros de mi infantil colecci¨®n.

Para m¨ª, ya desde aquella etapa de mi vida, la literatura no ha sido nunca algo separado de ¨¦sta: toda mi obra (desde los intentos m¨¢s ingenuos hasta lo que puedo considerar bien logrado) es creaci¨®n literaria, y el sentido cabal de mi existencia ha estado orientado por la literatura. Quiero decir que ¨¦sta no ha sido para m¨ª algo que reside en los libros, que se encuentra en ellos, sino algo que est¨¢ en la realidad; mejor dicho, algo que constituye mi realidad. Por lo pronto, y puesto que estoy hablando de mi infancia, Granada misma (es decir, mi mundo de entonces) estaba impregnada, penetrada, por la literatura; Granada era literatura; todo all¨ª ten¨ªa un sentido esencial y profundamente po¨¦tico. En cierta medida me ayudaban a ver de este modo mi ciudad natal las lecturas de tantos y tantos escritores de quienes mencionar¨¦, como ejemplo, a Washington Irving con sus Cuentos de la Alhambra, o El Alc¨¢zar de las Perlas, de Villaespesa. Pero, en verdad, si hay en estas obras alguna ayuda, es m¨ªnima. Lo que ten¨ªa ante los ojos y se mostraba a mi experiencia, desde los parajes de la Alhambra, donde sol¨ªa pasar horas sentado con un libro entre las manos, hasta los rincones del Albaic¨ªn donde hab¨ªa vivido de ni?o, o la Puerta de Elvira, o el Zacat¨ªn, o tantos otros lugares m¨¢s; todo ello, con el complemento de las muchas pinturas al ¨®leo colgadas en las paredes de mi casa, ejerc¨ªa sobre m¨ª una impresi¨®n de deleite est¨¦tico, intensificando mi deseo de darle por mi parte expresi¨®n art¨ªstica, como procuraba en efecto hacerlo con los modestos recursos que por entonces era capaz de alcanzar el muchachito que todav¨ªa era yo.

Final de la adolescencia

Coincidiendo con el final de mi adolescencia, mi familia hubo de trasladarse a vivir en Madrid, y, por supuesto, yo con ella. Ya no volver¨ªa a Granada hasta nada menos que unos cuarenta a?os m¨¢s tarde. Cambi¨® el curso de mi vida, cambiaron mis intereses intelectuales y espirituales, cambi¨® mi orientaci¨®n est¨¦tica, aunque, eso s¨ª, persistiendo intensificada mi dedicaci¨®n, y ¨¦sta ya bajo forma abierta y p¨²blica, a la literatura (fue el momento de mis primeras novelas y de la pronta adopci¨®n de la vanguardia); y as¨ª, el pasado qued¨® por lo pronto arrumbado, como el mobiliario antiguo de una casa cuando se lo sustituye por otro m¨¢s a la moda. Me apliqu¨¦, pues, con frenes¨ª glot¨®n a la literatura, aprovechando, como un ni?o goloso que entra al fin en una bien surtida confiter¨ªa, de las existencias (para m¨ª inagotables) de esta Biblioteca Nacional. En aquellas salas de lectura casi desiertas me puse al d¨ªa por cuanto se refiere a la actualidad libresca, a la vez que procuraba complementar mi conocimiento de nuestro tesoro literario (pude por fin leer entero el Libro de buen amor y tantas otras obras del pasado), mientras que mi actividad de escritor continuaba ahora, seg¨²n he dicho, por carriles de la m¨¢s rabiosa actualidad. Redactaba trabajos de alcance discursivo y tambi¨¦n, al mismo tiempo, trabajos de creaci¨®n po¨¦tica, orientados ¨¦stos en mi nueva etapa por la seducci¨®n del mundo moderno. Pero no hay duda: aquel pret¨¦rito granadino se conservaba oculto, larvado, inc¨®lume, detr¨¢s de tales novedades.

Hube de pasar despu¨¦s por las crueles experiencias de nuestra Guerra Civil; y ya en el exilio redactar¨ªa y publicar¨ªa las obras de invenci¨®n que vinieron a reunirse pronto en el volumen titulado Los usurpadores. Son ¨¦stas ya obras de un hombre maduro, muy baqueteado por los azares de la historia, redactadas en un estilo rico y depurado que la pr¨¢ctica de la vanguardia hab¨ªa liberado de las formas convencionales, para permitirme llegar a lo m¨¢s personal; pero, sobre todo, obras en las que resurge de un pasado ya entonces bastante remoto aquel mundo de la infancia y primera juventud, tan cargado de las im¨¢genes y de situaciones que hab¨ªan quedado grabadas de manera indeleble en mi conciencia. Mediante un recurso ret¨®rico, o bien con una argucia de narrador que quiere distanciarse de su relato, fing¨ª ah¨ª ceder la palabra a un supuesto "oscuro periodista y archivero municipal de la ciudad de Coimbra", en verdad un alter ego m¨ªo, quien en su pr¨®logo recuerda que los materiales utilizados por el autor fueron explotados por poetas, dramaturgos y novelistas -escritores a veces menos que medianos- del romanticismo y posromanticismo espa?ol: tras los romances del Duque de Rivas, los hechos del rey don Pedro, conservados en la prosa enjuta del canciller L¨®pez de Ayala, excitaron la frondosidad del folletinista Fern¨¢ndez y Gonz¨¢lez, quien tambi¨¦n populariz¨® al Pastelero de Madrigal, traidor inconfeso y m¨¢rtir para Zorrilla; y hasta el pol¨ªtico C¨¢novas del Castillo hubo de permitirse una novela sobre la incierta leyenda de don Ramiro el Monje.

Con esto reflota y vuelve a hacerse presente en mi obra literaria, es decir, en m¨ª, el mundo de mis lecturas juveniles, para fructificar en una obra compleja y madura. Ese mundo constituye toda una biblioteca imaginaria, esto es, una biblioteca alojada en mi memoria, sobre cuya base se funda todo el trabajo creativo e intelectual que hube de cumplir durante el prolongad¨ªsimo resto de mi vida.

Ya he dicho que mi relaci¨®n con los libros no es, ni ha querido ser, la de un erudito. La figura de quien est¨¢ entregado por entero a la lectura, metido de cabeza en la letra impresa, no es la m¨ªa, por mucho que la lectura haya sido para m¨ª no s¨®lo ocupaci¨®n habitual, sino lo que a algunos pudo parecerles en alg¨²n momento verdadera man¨ªa. En mis obras de ficci¨®n aparece de vez en cuando la figura del guardi¨¢n de los libros: un bibliotecario, un archivero, como aquel fingido prologuista de Los usurpadores, y no son precisamente personajes simp¨¢ticos dentro de mis relatos. Estos ¨²ltimos aspiran en mi intenci¨®n a tener una gran autonom¨ªa respecto de las fuentes distintas en que acaso se hayan inspirado. Me he servido, por supuesto, de la letra impresa (digamos que la he explotado) para mis propios trabajos; pero creo que mi actitud frente a ella pudiera relacionarse de alguna manera con la leyenda que se atribuye al califa Omar I, quien, al enterarse de que la famosa Biblioteca de Alejandr¨ªa hab¨ªa quedado destruida por un incendio, se consol¨® pensando que eso no significaba ninguna gran p¨¦rdida, puesto que "si los libros contienen la misma doctrina del Cor¨¢n, no sirven para nada porque repiten; si los libros no est¨¢n de acuerdo con la doctrina del Cor¨¢n, no vale la pena conservarlos".

Desde mi min¨²scula y privat¨ªsima biblioteca infantil, he usado en mi vida adulta de muy varias bibliotecas y hemerotecas, empezando, y esto de modo muy principal, por nuestra Biblioteca Nacional. Las he frecuentado en Buenos Aires, en Berl¨ªn, en Par¨ªs y en Nueva York. Entiendo muy bien la necesidad de ellas. Son imprescindibles y, a este respecto, hube de compartir desde la primera vez que le¨ª el Quijote la desolaci¨®n del pobre hidalgo cuando, con la mejor de las intenciones, su gente le hab¨ªa tapiado la puerta de la estancia donde guardaba ¨¦l sus queridos libros, la mayor parte de los cuales ser¨ªa sometida m¨¢s adelante, en aras de su salud mental, a la destrucci¨®n por el fuego.

Libros dedicados

Cuando por vez primera viaj¨¦ a Suram¨¦rica, y ello fue poco antes de que estallara aqu¨ª la Guerra Civil, hab¨ªa depositado mis libros en un almac¨¦n con prop¨®sito de trasladarlos, una vez de regreso en Madrid, al nuevo domicilio que estaba preparando; pero este regreso hubo de producirse cuando ya, por desgracia, la ciudad deb¨ªa defenderse de las fuerzas insurgentes, y en el fragor de la contienda hab¨ªa sido asaltado y despojado el almac¨¦n que guardaba mi biblioteca personal. De todas las p¨¦rdidas sufridas ah¨ª, que fueron muchas, hube de lamentar sobre todo como irreparable la de ejemplares de primeras ediciones adornadas para m¨ª con dedicatoria aut¨®grafa del autor, tales la de El romancero gitano, de Garc¨ªa Lorca, y la de muchas otras obras de mis compa?eros vanguardistas, o incluso de maestros como Ortega y Gasset, Manuel Aza?a, y tantos m¨¢s.

Los azares de mi vida han dado lugar a que yo tambi¨¦n haya experimentado repetidas veces la desgracia de perder, tras haberla renovado a duras penas, mi modesta colecci¨®n de libros. Durante la d¨¦cada de mi residencia en Suram¨¦rica, esta biblioteca privada se integr¨® mayormente en esta nueva oportunidad con ejemplares dedicados por escritores argentinos y brasile?os (Borges, Mallea, Cort¨¢zar, Murena, Drumond de Andrade y tantos m¨¢s), ahora amigos m¨ªos. Un peque?o conjunto que, al decidir establecerme en Norteam¨¦rica, dej¨¦ en custodia a mi hermano Vicente, custodia que tampoco pudo impedir un accidente: la inundaci¨®n del s¨®tano donde los libros se hab¨ªan guardado destruy¨® una vez m¨¢s ese peque?o acervo. ?A qu¨¦ seguir! Si bien es cierto que jam¨¢s me he sentido esclavo de la letra impresa en cuanto instrumento y apoyatura de mi propia aportaci¨®n, puede entenderse bien que esos azares desanimaran mis posibles desvelos de coleccionista, confirmando as¨ª mi descuido en lo que se refiere a la conservaci¨®n de aquello que he tenido como tal instrumento y apoyo para mi personal contribuci¨®n a las letras.

De todas las maneras, quiero recordar en mi obra de invenci¨®n s¨®lo un pasaje donde aparece una biblioteca propiamente dicha: se trata de la historia de El Hechizado, incluida en el volumen Los usurpadores: "M¨¢s de una vez", escribe un erudito personaje, refiri¨¦ndose al supuesto autor del supuesto manuscrito, "al pasar una hoja y levantar la cabeza, he cre¨ªdo ver al fondo, en la penumbra del archivo, la mirada negr¨ªsima de Gonz¨¢lez Lobo disimulando su burla en el parpadeo de sus ojos entreabiertos". He querido recrear ah¨ª la atm¨®sfera un tanto apagada de una vetusta sala de lectura. Aparte de eso, son muchas las piezas de mi obra creativa en que se retoman elementos sacados de la prensa noticiosa conservada en hemerotecas. En mis dos novelas del Caribe son muchos los elementos imputados a tal origen, y en la primera parte de El jard¨ªn de las delicias hay toda una secci¨®n bajo el t¨ªtulo de "Recortes del diario Las Noticias, de ayer" donde aparecen faits divers, no siempre inventados, sino recogidos con una fidelidad que somet¨ª, sin embargo, a cierta cuidadosa elaboraci¨®n. Como marco de alguna de esas noticias, se refiere el autor (es decir, yo) a "las p¨¢ginas de los diarios parisienses, amarillentas ya en sus colecciones encuadernadas", y a los Souvenirs sans fin del escritor franc¨¦s Andr¨¦ Salmon:

Ha pasado medio siglo -escribe al final-. En las bibliotecas duermen las memorias de Andr¨¦ Salmon, y las p¨¢ginas de los peri¨®dicos amarillean. ?Por qu¨¦ se me ocurre a m¨ª ahora sacar a colaci¨®n este caso, que no tiene mucho de particular, que es un caso m¨¢s entre tant¨ªsimos otros semejantes? No lo s¨¦ bien; no estoy demasiado seguro. Quiz¨¢ porque, desde hace un tiempo, me dedico a fraguar noticias fingidas que, en el fondo, son demasiado reales, buscando usar la prensa diaria como espejo del mundo en que vivimos, y prontuario de una vida cuya futilidad grotesca queda apuntada en la taquigraf¨ªa de ese destino tan desastrado.

Como en este ejemplo, son varios, numerosos, los casos as¨ª reelaborados por m¨ª. Ello es el resultado de exploraciones literarias que residen en el fondo de mi memoria.

Francisco Ayala muestra el cuadro <i>Nuestro jard¨ªn</i>, pintado por su madre antes de casarse.
Francisco Ayala muestra el cuadro Nuestro jard¨ªn, pintado por su madre antes de casarse.RICARDO GUTI?RREZ

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