Las dos casas
-?Y sobre esa historia de la ventana...?
-Bueno, esa es una historia muy distinta. La ventana es la historia de mi vida. La ventana estaba en la casa donde viv¨ªamos, en la avenida de Espasa, en Pedralbes. Daba enfrente de la cl¨ªnica Fuster. Era un manicomio. Los que no se llevaban a Sant Boi se los llevaban a la Fuster. Burgues¨ªa y artistas. La dirig¨ªa el doctor Fuster, padre del famoso cardi¨®logo. Otra ventana de la casa, la de mi ba?o, daba precisamente a la casa particular del doctor Fuster. Muchas veces hab¨ªa visto al hijo, Valent¨ªn, siempre estudiando. A?os despu¨¦s pude decirle: "T¨² estudiabas en tu cuarto y yo te espiaba". O sea que viv¨ªamos delante de un manicomio, aunque eso yo no lo sab¨ªa bien. Nadie me hab¨ªa dicho lo que suced¨ªa en aquella casa. Esas cosas no se dec¨ªan claramente entonces. Entonces era por la mitad de los a?os cincuenta. Yo no s¨¦... El vivir delante de un manicomio. Lo cierto es que despu¨¦s he sabido que Beckett y Canetti vivieron varios a?os delante de un sanatorio. Creo que no se trata de una experiencia cualquiera. Adem¨¢s era Barcelona, y el extrarradio. En Barcelona no pasaba nada. Todo hab¨ªa pasado ya. Lo que no recuerdo con exactitud es cu¨¢ntos a?os ten¨ªa. Cinco o seis, tal vez. En cambio estoy segura de que era verano y que cuando aquello sucedi¨® est¨¢bamos jugando en el jard¨ªn, tal vez con mis primos. Ser¨ªan las tres de la tarde. Despu¨¦s de comer. De pronto se oyeron unos gritos de socorro y por la ventana de la cl¨ªnica Fuster colgaba el cuerpo de una mujer. Un hombre trataba de sujetarla por los brazos, con grandes esfuerzos, para evitar que cayera. Ella llevaba un camis¨®n blanco. Gritaba. Cay¨®. Supongo que entonces sacaron a los ni?os del jard¨ªn y los metieron en la casa porque ya no recuerdo nada m¨¢s. En realidad, el incidente fue una confirmaci¨®n. S¨ª, es cierto que yo no ve¨ªa una frontera entre aquella casa y la m¨ªa. Hab¨ªa una calle, entre medio, pero nunca la atravesaba casi nadie. Alg¨²n coche y alg¨²n paseante. A veces se o¨ªa un tranv¨ªa. Pero no hab¨ªa interrupciones. No las hab¨ªa y yo pensaba que estar en casa o en aquella casa era lo mismo. La mujer del camis¨®n blanco era mi madre. Era evidente. No hab¨ªa fronteras entre las casas. As¨ª se explicaba que no hubiera una madre en casa para cuidar de m¨ª. Ella estaba al otro lado. A partir de aquella tarde ella vino con frecuencia a mi habitaci¨®n, de noche. Se sentaba al pie de mi cama. Yo no dorm¨ªa nunca, eso pensaba entonces. Pero deb¨ªa de hacerlo en alg¨²n trozo de la noche. Para que mi madre pudiera acercarse. La orfandad. Le¨ªa El diario de Ana Frank y pensaba que yo no era, de ning¨²n modo, menos desgraciada que ella. Mi madre muri¨® sin que me diera tiempo a recordarla. Se analiza c¨®mo los recuerdos se convierten en fantas¨ªas, pero mucho menos c¨®mo las fantas¨ªas se convierten en recuerdos. Mi madre sufr¨ªa del coraz¨®n y muri¨® con 29 a?os despu¨¦s de tener tres hijos. Los partos no debieron de ayudarla. No, ciertamente. Yo ya hab¨ªa nacido, pero es que luego tuvo un hijo poco antes de morir. Por Dios... Veo como si el problema no fuese s¨®lo el haber sido hu¨¦rfana. El que me criaran como hu¨¦rfana lo agrav¨®. Una vez al mes acompa?aba a mi padre al cementerio para dejar flores en la tumba de mi madre. Entonces no ocurr¨ªa nada en la vida de nadie, s¨®lo unas muertes y unos nacimientos, y hab¨ªa tiempo de ir al cementerio una vez por mes. No s¨¦ si una cr¨ªa debe ir a la tumba de su madre una vez por mes. Luego... Las reuniones familiares. Entraba en el sal¨®n de la casa de mis t¨ªas y las t¨ªas se echaban a llorar nada m¨¢s verme. Lloraban por mi madre, por la orfandad, por la viva estampa que yo era y por el mundo. Pero la ni?a se llevaba todas las l¨¢grimas. En casa me cuidaba una se?ora Dominica. Supongo que ten¨ªa instrucciones precisas o quiz¨¢ le sal¨ªan de dentro. Lo cierto es que durante bastantes a?os me peinaron como a mi madre. Lo que he pensado es c¨®mo mi padre pod¨ªa soportarlo. Es decir, aunque ¨¦l fuese el responsable de las instrucciones, c¨®mo pod¨ªa soportarlo. No s¨¦ bien si el dolor o la perversidad. O un dolor perverso. Por supuesto mi padre no se cas¨® hasta que yo me fui de casa, antes de cumplir los 20 a?os. Aunque con 12 o 13 yo ya hab¨ªa descubierto las cartas... Ah, olvid¨¦ algo antes. Cuando escrib¨ª La intimidad, mi novela, no sab¨ªa bien lo que hab¨ªa sucedido con la mujer del camis¨®n blanco. Quiero decir si hab¨ªa muerto o no al caer. La ventana estaba en un segundo piso de altura. Pero debajo hab¨ªa m¨¢rmol. La mujer de La intimidad muere. Es una novela. Tiempo despu¨¦s el profesor Ian Michael me invit¨® al Exeter College de la Universidad de Oxford para que hablara sobre mi obra. El Exeter, el de Todas las almas, el college de Mar¨ªas. Habl¨¦ de la mujer en la ventana. Me pregunt¨¦ en voz alta si habr¨ªa muerto, y si no, qu¨¦ habr¨ªa sido de ella. Al acabar se levant¨® una mujer de entre el p¨²blico: "Se?ora N¨²ria Amat, esa persona de la que habla era mi t¨ªa". Me qued¨¦ de piedra. "Sufr¨ªa depresiones muy profundas. Estuvo en la cl¨ªnica Fuster en los a?os cincuenta. Se tir¨® por una ventana, pero sobrevivi¨®". Yo iba asintiendo, at¨®nita, bajando una y otra vez la cabeza, mientras aquella mujer hablaba, y pensaba en la literatura y en la vida, y no s¨¦ a¨²n cu¨¢l de las dos casas, ?comprende?
La casa de N¨²ria Amat estaba en frente de la cl¨ªnica Fuster, un manicomio, desde cuya ventana se arroj¨® una mujer con camis¨®n blanco
-Bien, est¨¢ bien.
-Ahora... Fui desgraciada. Pero aprend¨ª a sobrevivir. Rosas de cenizas, algo as¨ª.
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