La vieja quimera
Un pueblo, como afirma Jean-Jacques Rousseau en el Libro II de su Contrato social, refiri¨¦ndose a las leyes pol¨ªticas, es siempre, en todo momento, due?o de cambiar sus leyes, incluso las mejores, porque, "si le gusta hacerse el mal a s¨ª mismo, ?qui¨¦n tiene derecho a impedirlo?". Cambiar las leyes pol¨ªticas, cuando son buenas, es, sin duda, posible, pero no parece muy razonable. Es conveniente intentar mejorarlas. Potenciar sus virtudes exige, sin embargo, suma prudencia, pues es muy grande el riesgo de desnaturalizarlas.
Los espa?oles llevamos mucho tiempo haci¨¦ndonos da?o a nosotros mismos, demasiado, sin duda, por nuestra escasa capacidad para crear en cada momento las mejores leyes pol¨ªticas y, sobre todo, por nuestra absoluta incapacidad para que perduren. Por ello, tendr¨ªamos que ser extraordinariamente prudentes antes de pretender cambiar los fundamentos de nuestro sistema constitucional. Porque, con todos sus defectos, la actual es, en nuestra historia, la primera Constituci¨®n aut¨¦nticamente integradora, engarzada estrechamente en los sistemas pol¨ªticos de nuestros vecinos de mayor solidez democr¨¢tica, y que, adem¨¢s, ha tenido la fortuna de sobrevivir m¨¢s tiempo en condiciones de estabilidad pol¨ªtica. Integradora, muy especialmente, de su diversidad cultural, ling¨¹¨ªstica y, en ¨²ltima instancia, por qu¨¦ no, nacional. ?ste es, sin duda, un elemento clave que subyace al debate sobre la reforma del Estado auton¨®mico y que el plan Ibarretxe plantea de forma abrupta, con crudeza, pretendiendo sustituir los cimientos sobre los que se asienta el modelo auton¨®mico establecido en la Constituci¨®n.
Y, sin embargo, la formulaci¨®n de la naci¨®n es uno de los mayores logros de nuestra Constituci¨®n, al ser capaz de establecer lo que con el tiempo se han convertido en los elementos esenciales del orden europeo. Logr¨® superar la configuraci¨®n ¨¦tnico-cultural de la naci¨®n caracter¨ªstica de los nacionalismos que, en torno a la idea de Estado-naci¨®n, protagonizan la historia europea del siglo XIX y primera parte del siglo XX y que el nacionalismo espa?ol, especialmente durante el franquismo, tanto hab¨ªa exacerbado. La naci¨®n aparece, as¨ª, como un concepto integrador de la diversidad de una Espa?a integrada por diversos "pueblos" (Pre¨¢mbulo de la Constituci¨®n), que mantienen su identidad diferenciada, especialmente en el ¨¢mbito ling¨¹¨ªstico y cultural. Y algunos de estos pueblos tienen caracter¨ªsticas nacionales, como expresa la utilizaci¨®n del t¨¦rmino nacionalidades en el art¨ªculo 2 del texto constitucional. Una idea pluralista de naci¨®n en la que se compatibilizan diversidad e integraci¨®n.
El orden europeo que acaba por instaurarse tras la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn trata de garantizar la estabilidad del continente, amenazada, especialmente, por los conflictos de naturaleza ¨¦tnica y nacionalista. Y lo hace proponi¨¦ndose la implantaci¨®n de sociedades pluralistas, de forma que la protecci¨®n de la diferencia en el marco de la integraci¨®n desactive los conflictos minoritarios garantizando m¨¢s adecuadamente la estabilidad del sistema de Estados, resultado de la historia, que se pretende intangible. En este nuevo orden toma carta de naturaleza la utilizaci¨®n del t¨¦rmino minor¨ªa nacional, pero radicalmente despojado de sus connotaciones tradicionales, desdramatizando su significado e, incluso, se podr¨ªa llegar a decir, trivializ¨¢ndolo. Queda marginada, as¨ª, cualquier pretensi¨®n redentora de las minor¨ªas en los par¨¢metros del principio de las nacionalidades. La ant¨ªtesis del plan Ibarretxe, que se asienta sobre la vieja, ya rancia, quimera de lo nacional, de infausto recuerdo en Europa, presentada con pretensiones de modernidad. Porque sociedad pluralista no es coexistencia de una pluralidad de sociedades refractarias entre s¨ª.
La cuesti¨®n no radica en los t¨¦rminos que se utilicen para expresar esa realidad. Ciertamente, hay que desdramatizar mucho la utilizaci¨®n de t¨¦rminos vinculados a la idea de naci¨®n en relaci¨®n con las minor¨ªas internas de un Estado. Pero quienes est¨¢n insatisfechos con la formulaci¨®n actual y reclaman otra de mayor connotaci¨®n nacional para sus respectivas comunidades exigen ignorar las transformaciones que el significado de esta terminolog¨ªa ha sufrido en Europa. Y pretenden la apertura de un modelo confederalizante, radicalmente alejado de la realidad espa?ola y de su historia, que por su propia naturaleza tiene una gran potencialidad desestabilizadora.
El Estado auton¨®mico ha puesto de manifiesto algunos problemas que, sin embargo, no ponen en entredicho la plena validez del sistema. Sobre la base de un acertado diagn¨®stico, debe afrontarse con sensatez una reforma que resulte fruct¨ªfera; es decir, que permita obtener soluciones razonables y factibles a los problemas detectados. Pero no podemos extenuarnos en debates esterilizadores y paralizantes. Porque, mientras tanto, Europa sigue avanzando de forma inexorable en su integraci¨®n. Si Espa?a es ya, en una UE de dimensiones continentales, un protagonista relativamente d¨¦bil, nuestras querellas internas, nuestra incapacidad para asumir lo que somos, nuestra resistencia a serlo, nos debilitan hasta la extenuaci¨®n. Para sobrevivir en esta Europa tan fuertemente competitiva, la estabilidad y la fortaleza interna, aunque no suficientes, son indispensables. Corremos el riesgo de quedarnos a la cola de Europa, de ser devorados en Europa, quedando relegados a una posici¨®n marginal, subalterna. Ese hundimiento no va a discriminar entre quienes se sienten integrados en el modelo constitucional y quienes lo impugnan. Y la satisfacci¨®n, en su caso, de ver hundirse a Espa?a no ser¨¢ suficiente para evitar hundirse con ella. Pero esto no puede ser un consuelo.
El plan Ibarretxe es la apuesta m¨¢s fuerte de un nacionalismo que parece dominado por eso que W. G. Sebald califica como "una especie de euforia de las alturas", alimentada por la ininterrumpida posesi¨®n del poder durante un cuarto de siglo. Pero es tambi¨¦n una expresi¨®n de la inseguridad provocada en el nacionalismo vasco por la persistencia de una sociedad que no se correponde con su enso?aci¨®n. Los proyectos m¨¢s poderosos, nos hace ver Sebald reflexionando sobre el significado de las grandes fortalezas militares en Austerlitz, esa extraordinaria narraci¨®n plena de melancol¨ªa, son los que traicionan de forma m¨¢s evidente el grado de inseguridad de sus promotores. El nacionalismo vasco ha pretendido construir, sobre la idea del pueblo vasco soberano, una fortaleza pretendidamente inexpugnable. Pero olvida que, como nos hace ver Sebald, "las mayores fortalezas atra¨ªan tambi¨¦n el mayor poder enemigo", obligando a situarse "cada vez m¨¢s hondamente a la defensiva", atrincher¨¢ndose cada vez m¨¢s, pudiendo "verse obligado a contemplar impotente, desde una plaza fortificada por todos los medios, c¨®mo las tropas enemigas, al trasladarse a un terreno elegido por ellas en otra parte, dejan de lado aquellas fortalezas", que quedaban convertidas en absolutamente in¨²tiles para la finalidad con la que fueron construidas.
Lejos de lo que pretende aparentar, el plan Ibarretxe es el producto de la cerraz¨®n del nacionalismo, que lo ha impuesto marginando a una parte sustancial de la sociedad vasca, ahondando en su fractura territorial, con grandes dosis de irredentismo territorial y optando por la confrontaci¨®n con el Estado como modelo de relaci¨®n para la obtenci¨®n de los mejores frutos pol¨ªticos. Sus debilidades son cong¨¦nitas. Pero los promotores del plan Ibarretxe s¨®lo empezar¨¢n a constatar la inutilidad de la gran fortaleza que creen haber construido cuando perciban que su inviabilidad es absoluta y que permanecer atrincherados en ella significa quedar arrinconados.
Alberto L¨®pez Basaguren es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional en la Universidad del Pa¨ªs Vasco (EHU-UPV).
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