L¨ªnea contra color
En su minucioso (y apasionante) libro sobre los pintores venecianos del siglo XVI, el historiador de arte David Rosand analiza, entre otras obras maestras del siglo, un cuadro de Tiziano, La Madonna de Ca'Pesaro, que el maestro veneciano pint¨® entre 1519 y 1526 para la iglesia de Santa Mar¨ªa Gloriosa dei Frari, destinado a un altar lateral acordado a perpetuidad a Jacopo Pesaro como capilla privada para su familia, algunos de cuyos miembros aparecen junto a ¨¦l en el cuadro.
Desde el punto de vista iconogr¨¢fico, el cuadro presenta seg¨²n Rosand una sorprendente particularidad: la Virgen y el Ni?o que, siguiendo las reglas del g¨¦nero, aparecen siempre ubicados en el centro de la imagen, han sido desplazados notoriamente por Tiziano hacia su borde derecho. La raz¨®n de esa innovaci¨®n es simple,pero revela la elaborada l¨®gica visual de los grandes artistas de la ¨¦poca: como la obra estaba destinada a un muro lateral de la iglesia, a la izquierda de la entrada, el pintor calcul¨® que, dirigi¨¦ndose hacia el altar mayor, un observador, teniendo en cuenta la direcci¨®n oblicua de su mirada, ver¨ªa antes que nada el sector derecho del cuadro, y por lo tanto la Virgen y el Ni?o deb¨ªan ocupar ese sector para ser captados en primer lugar por la mirada situ¨¢ndose, no en el centro convencional del cuadro sino, de un modo m¨¢s din¨¢mico, en el de la visi¨®n.
La preponderancia de uno u otro m¨¦todo puede incidir sobre el estilo y la forma, nunca sobre su valor
Esta rigurosa puesta en escena tiene sin embargo su reverso: examinada con las t¨¦cnicas modernas de an¨¢lisis, la tela revel¨® ya desde 1877 que, debajo del fondo definitivo, consistente en dos inmensas columnas que se prolongan m¨¢s all¨¢ del borde superior del cuadro, sugiriendo la continuidad del espacio terrestre y del espacio celestial, Tiziano hab¨ªa pintado otras variantes como fondo, de las cuales quedan todav¨ªa rastros bajo la imagen actual. Dicho de otra manera, que a pesar de la met¨®dica puesta en escena arquitect¨®nica, el trabajo mismo del pintor sobre la tela se permit¨ªa una buena dosis de riesgo y de improvisaci¨®n.
Tal evidencia, que resulta banal en nuestra ¨¦poca, dio lugar en el Renacimiento a un debate, que se ha vuelto cl¨¢sico, entre los maestros toscanos, o m¨¢s ampliamente de Italia central, y la escuela veneciana: la oposici¨®n entre la l¨ªnea y el color, entre los que sosten¨ªan que el dibujo contiene el fundamento mismo de la pintura (y tambi¨¦n de la escultura y de la arquitectura) y los que basaban lo esencial de su arte en el manejo del color. La l¨ªnea representaba la abstracci¨®n, el c¨¢lculo y la espiritualidad de la pintura, y la aplicaci¨®n directa del color sobre la tela, prescindiendo del dise?o rector que introduc¨ªa el dibujo, tal como se practicaba en Venecia, el primitivismo, la servidumbre a la materia y la sensualidad. Como lo resume Sartre de un modo vagamente sarc¨¢stico en su curioso ensayo sobre Tintoretto: por un lado, la m¨²sica de las esferas (aludiendo a la armon¨ªa num¨¦rica de la escuela de Pit¨¢goras), y por el otro, el abandono al espontane¨ªsmo.
Extra¨ªda de su contexto, la querella se repite, conscientemente o no, en toda la historia del arte, y si queremos encontrar un ejemplo relativamente reciente, podemos referirnos a la evoluci¨®n del arte abstracto a mediados del siglo XX, y a su bifurcaci¨®n en dos escuelas que, aunque provenientes de un mismo rechazo de la figuraci¨®n, culminaron en una oposici¨®n tajante: la abstracci¨®n geom¨¦trica por un lado, y el expresionismo abstracto por el otro, la calculada geometr¨ªa del ¨²ltimo Kandisky, del periodo suprematista de Malevitch, de Mondrian, y el gestualismo de Hartung o de Soulages, el tachismo, o el chorreo aleatorio de Jackson Pollock, t¨¦cnicas estas ¨²ltimas que, como bien lo expresa Dora Vallier en su art¨ªculo Abstrait del Diccionario Larousse de la Pintura permiten al artista "un valor expresivo tanto m¨¢s intenso cuanto que se manifiesta en el instante mismo de su realizaci¨®n".
En realidad, esta oposici¨®n no es exclusiva de la pintura, y tiene menos que ver con el mayor o menor rigor de tal o cual t¨¦cnica que con el papel que el artista le asigna en las diferentes etapas de su trabajo. Aun en la m¨¢s ortodoxa sumisi¨®n al dise?o, hay una etapa intuitiva en la que, por m¨¢s que pretenda basar las leyes de su arte en una serie de principios intangibles, el artista deber¨¢ abandonarse a la aparente arbitrariedad de su propio gusto, para adoptar o rechazar un detalle, un punto de vista, etc¨¦tera, e inversamente, el ojo de Pollock decid¨ªa, en sus sesiones de chorreo aleatorio, en qu¨¦ momento del trabajo las sucesivas manchas que se iban acumulando en la tela hab¨ªan encontrado por s¨ª mismas la organizaci¨®n formal adecuada que las transformaba en obra de arte.
Dos ejemplos literarios ilustres podr¨ªan servir para demostrar la universalidad del problema: Joyce y Proust. Para Joyce, que cre¨ªa en ciertos preceptos de la filosof¨ªa medieval, la obra de arte deb¨ªa ser una totalidad cerrada, arm¨®nica y radiante, y esas condiciones s¨®lo pod¨ªan obtenerse gracias a una planificaci¨®n minuciosa. De esa manera, Ulises, que es sin duda su obra maestra, acumula, en cada uno de sus cap¨ªtulos, no uno sino varios principios de organizaci¨®n, que se superponen y se combinan para ordenar el trabajo de escritura propiamente dicho. Cada cap¨ªtulo corresponde a un canto de la Odisea, a una hora del d¨ªa, a un arte, a un color, a un s¨ªmbolo, a una t¨¦cnica literaria y, a partir del cap¨ªtulo cuarto, con la aparici¨®n del personaje principal, Leopold Bloom, a un ¨®rgano del cuerpo humano. Para poder describir la ca¨®tica experiencia del hombre moderno, Joyce se impuso una serie de f¨¦rreas obligaciones, y para inventar una t¨¦cnica capaz de representar la materia literaria m¨¢s informe y ca¨®tica, el mon¨®logo interior, consumi¨® su vida (con la colaboraci¨®n notoria del vino blanco) en esa disciplina extenuante.
El resultado fue el mismo para Marcel Proust: una obra inmortal y una muerte prematura. Y, sin embargo, su manera de componer era radicalmente opuesta a la de Joyce.Proust concibi¨® su libro primero como art¨ªculo, despu¨¦s como cuento, y empez¨® a escribirlo con la intenci¨®n de hacer una novela breve, pero la totalidad termin¨® ocupando siete gruesos vol¨²menes. Ya a partir del primero su editor lo amenaz¨® con hacerle juicio o interrumpir la publicaci¨®n, porque a medida que iba corrigiendo las pruebas, Proust agregaba p¨¢ginas y p¨¢ginas que aumentaban de un tercio o del doble el volumen del libro. En realidad, En busca del tiempo perdido era un libro destinado a quedar inconcluso, no ¨²nicamente a causa del frenes¨ª asociativo o de la mala salud de su autor, sino por el tema mismo que Proust se impuso: recuperar de la manera m¨¢s completa posible su propio pasado. Ya sabemos que cada una de nuestras experiencias puede ser en cierto sentido infinita, y si algo certifica esa afirmaci¨®n es el destino de la obra de Proust, que con los frecuentes descubrimientos de manuscritos in¨¦ditos y de variantes que realizan los especialistas, sigue escribi¨¦ndose sola tres cuartos de siglo despu¨¦s de la muerte del autor.
Como se ve, la disyuntiva entre l¨ªnea y color, entre c¨¢lculo riguroso e improvisaci¨®n, no es determinante para una obra de arte. La preponderancia de uno u otro m¨¦todo puede incidir sobre el estilo y la forma, nunca sobre su valor. A decir verdad, las dos actitudes que, si se reflexiona a fondo, est¨¢n siempre presentes en toda obra de arte y son complementarias, tienden, por caminos ilusoriamente contradictorios, a un mismo fin: arrancar una veta exigua de luz de un yacimiento infinito de tiniebla.
![FERNANDO VICENTE](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/Q6TDLEEBQVINGS2GTZZ3MX7AFU.jpg?auth=9c23e9207f1e9d1146f9e0ccbfbd47e4982c7ef7baff94b68e60e89a36b22468&width=414)
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