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TESTIMONIO

"Me mor¨ª el 28 de febrero de 2002"

Desde siempre, los dedicados a la literatura autobiogr¨¢fica han tenido un grave problema respecto del momento elegido para poner punto final. Lo apunta Sandor Marai, que opta por la estabilizaci¨®n de un tipo de vida; pero se trata, como ya he afirmado, de una preocupaci¨®n generalizada. Gide concluye que hay que terminar cuando se nota el despertar de la vida o de los sentidos o cuando se prev¨¦ la muerte. En general, ¨¦sta se considera el punto final correcto, y la mayor¨ªa opta por ¨¦l, m¨¢s en la teor¨ªa que en la pr¨¢ctica: se escribe hasta cualquier momento y luego se deja la publicaci¨®n a los familiares cuando has desaparecido. Chateaubriand asegur¨®, as¨ª, escribir desde el f¨¦retro, y Mark Twain, desde la tumba, porque "ya habr¨¦ muerto cuando el libro salga de la imprenta"; algo parecido hizo Kipling. Todo ello resulta un poco f¨²nebre. Queda, adem¨¢s, el problema de c¨®mo abordar la propia desaparici¨®n. Dos escritores que me producen entusiasmo, Raymond Aron y Josep Pla, lo han hecho de una manera parecida; es decir, con simplicidad y de forma directa. As¨ª pues, viene a decir Pla, sufr¨ª un infarto del que proporciona la fecha. Evitando el car¨¢cter f¨²nebre, y con parecida simplicidad, voy a aprovechar mis especiales circunstancias para abordar las p¨¢ginas finales de este libro.

No he sido un testigo singular de nada importante, pero he vivido desde un observatorio un momento decisivo en la vida de un pa¨ªs con sus fracasos parciales y sus considerables ¨¦xitos
La enfermedad te ayuda a redescubrir y repensar lo esencial e incluso a disfrutar todo lo posible. Adquirida la conformidad ante la muerte, cualquier posibilidad de vida en el tiempo debe ser abordada con intensidad y entusiasmo
La ense?anza m¨¢s importante que se recibe de la experiencia de la enfermedad es la de la solidaridad. Se refiere a la especie de comuni¨®n entre el enfermo y quienes le cuidan
Algo que descubres cuando te paseas al lado de la muerte es la inmensa capacidad de olvido selectivo de la que dispone el ser humano como una especie de caparaz¨®n protector

Yo me mor¨ª el 28 de febrero de 2002. Jugaba habitualmente los fines de semana al tenis con mi amigo el soci¨®logo Jos¨¦ Ignacio Wert. Quiz¨¢, sin embargo, ser¨ªa m¨¢s correcto decir que sudaba practicando un arte que la mirada ¨¢cida de mi hijo describ¨ªa como una combinaci¨®n entre la danza de Nijinski y el manejo de la sart¨¦n por parte de Carlos Argui?ano. Un domingo sent¨ª un escalofr¨ªo cuando ya estaba en casa de vuelta de hacer ejercicio; quiz¨¢ tard¨¦ en ducharme, y con ello me resfri¨¦. Al d¨ªa siguiente ten¨ªa que participar en la tertulia de la SER con I?aki Gabilondo. Lo hice, pero volv¨ª luego a casa porque me encontraba mal. Estuve una semana en cama con una fiebre variable, a veces muy alta; pensamos, sin embargo, que era una gripe, y el m¨¦dico recet¨® la medicaci¨®n habitual. Pasados esos d¨ªas, como empeoraba, mi mujer llam¨® a un m¨¦dico de urgencia, que me envi¨® a la cl¨ªnica en ambulancia. Recuerdo que al poco tiempo una m¨¦dica joven, rubia y menuda me anunci¨® que me iban a trasladar a la unidad de cuidados intensivos. Le dije que me sonaba m¨¢s bien impresionante.

A partir de este momento permanec¨ª dos meses y tres semanas en la UCI en situaci¨®n de coma inducido. Parece que me sucedi¨® una catarata de desgracias; padec¨ª una septicemia y un fracaso multiorg¨¢nico. Hasta tres veces me operaron -del coraz¨®n, del abdomen, de la pleura-, comunic¨¢ndole a mi mujer que era casi segura mi muerte. Pero sal¨ª adelante. En el fondo, lo que padec¨ªa era un mal funcionamiento de la m¨¦dula, o sea, que ten¨ªa como consecuencia dejarme por completo indefenso ante una pulmon¨ªa como aquella por la que pas¨¦. Me hab¨ªa hecho an¨¢lisis previos que se?alaban algo peculiar al respecto, pero se hab¨ªa desechado que fuera de importancia.

Durante todos esos d¨ªas no me enter¨¦ de nada: no padec¨ª dolores ni recuerdo pr¨¢cticamente nada. Tuve, no obstante, extra?os sue?os en los que aparec¨ªa gente tan variada como el historiador Tu?¨®n de Lara y la infanta Cristina. A mayor abundamiento de la rareza, el escenario de esos sue?os era la Guerra Civil, y ten¨ªa que ver vagamente con la novela de Javier Cercas Soldados de Salamina, que yo estaba leyendo entonces, pero con trastueque de los personajes y los acontecimientos. Ten¨ªa la sensaci¨®n de que yo sab¨ªa el final de la Guerra Civil, y el resto de los personajes que me rodeaban, no. Todos ¨¦sos eran sue?os pl¨¢cidos, que inclu¨ªan al entorno familiar inmediato, mi mujer y mis hijos. Cuando a ellos les permit¨ªan entrar a la UCI a verme, me hablaban todos, pero s¨®lo cuando tomaba la palabra Veva se alteraba un poco mi electrocardiograma. De alguna manera so?aba un futuro sin problemas para ellos (incluido un segundo matrimonio de Veva). Pero tambi¨¦n hubo sue?os angustiosos relativos sobre todo a una supuesta mala relaci¨®n entre mis padres, que nunca tuvo lugar, o al hecho de que los persiguieran por delitos econ¨®micos, algo tambi¨¦n nada imaginable desde cualquier punto de vista.

Tras esas once semanas despert¨¦. Veva entr¨® en la UCI y me dijo: "Ahora ya te vas a recuperar". Pero el estado en que estaba era m¨¢s bien catastr¨®fico. No pod¨ªa hablar porque me hab¨ªan practicado una traqueotom¨ªa. Mi cuerpo estaba lleno de cicatrices y deformado por las operaciones. A mi mujer le dijeron sucesivamente que, a pesar de haber salido adelante, quiz¨¢ padeciera una lesi¨®n cerebral -pronto, sin embargo, comprobaron que no me hab¨ªa vuelto a¨²n m¨¢s tonto de lo que ya era- o que estaba condenado a la di¨¢lisis perpetua (eso tampoco sucedi¨®). Empec¨¦ s¨®lo entonces a padecer el dolor y la incomodidad permanentes.Con una avanzada atrofia muscular, para m¨ª era un sufrimiento insoportable el mero hecho de que me sentaran en un butac¨®n. Tuve que reaprender no ya a andar, sino previamente a tocarme con el pulgar el resto de los dedos de la mano; hab¨ªa olvidado incluso c¨®mo respirar correctamente por haber permanecido con respiraci¨®n asistida. Com¨ªa y de forma inmediata vomitaba; cuando empec¨¦ a conservar alimento tuve una ¨²lcera y luego una obstrucci¨®n intestinal. Durante semanas no pude leer por dos razones: no consegu¨ªa concentrarme, pero tampoco sostener entre mis manos el libro; as¨ª me sucedi¨® con las memorias de Jos¨¦ Ortega Spottorno.

He debido reconstruir estas sensaciones a la vez con esfuerzo y con la ayuda de los dem¨¢s, porque algo que descubres cuando te paseas al lado de la muerte es la inmensa capacidad de olvido selectivo de la que dispone el ser humano como una especie de caparaz¨®n protector. Es una de las bendiciones de que disfrutamos los seres humanos, y s¨®lo entonces se hacen presentes.

Cierta normalidad

Tras la estancia en la cl¨ªnica, muchas semanas m¨¢s hasta julio, luego en casa, fui llegando a una vida de cierta normalidad. S¨®lo lo logr¨¦ de forma paulatina: en m¨¢s de una ocasi¨®n exig¨ª a los m¨ªos y obtuve la satisfacci¨®n de extravagancias como pedir a las tres de la madrugada un helado de vainilla con nueces de macadamia. La normalizaci¨®n no fue nunca absoluta, a pesar de que pude volver a parte de mi vida profesional. Durante muchos meses he sentido la enfermedad cada hora de mi vida. No he tenido nunca la angustia de la muerte inminente y tan s¨®lo en ocasiones algo parecido a un dolor que me pareciera insoportable; curiosamente fue, como ya he escrito, cuando me empezaba a levantar de la cama y me sentaba en una butaca. Pero s¨ª he experimentado la presencia cotidiana de dos sensaciones que, combinadas,convirtieron mi vida en algo muy poco agradable. En primer lugar, la sensaci¨®n general de desfallecimiento que acompa?a a la anemia, y que, por supuesto, siendo muy variable en grado, depend¨ªa tambi¨¦n mucho de los d¨ªas. En segundo lugar, el dolor persistente en una herida del coxis, consecuencia de la estancia prolongada en la UCI, que se convirti¨® en siempre presente aunque cambiante de acuerdo con la postura adoptada. Sobre todo sab¨ªas que estaba destinado a incrementarse a lo largo del d¨ªa y destinado a reproducirse al d¨ªa siguiente. De ¨¦l nac¨ªa la poco agradable sensaci¨®n de que uno pod¨ªa estar pudri¨¦ndose. Lo que se dice en el libro de Job -"me han tocado d¨ªas de aflicci¨®n"-, se cumpl¨ªa puntualmente en mi caso. Con dos agravantes importantes de ¨ªndole no f¨ªsica. En mi desgracia padec¨ª, como agravantes, el inconveniente de no poder disfrutar del privilegio de la amistad. Como dijo Pla de s¨ª mismo, yo he tenido no tantos amigos ¨ªntimos, pero s¨ª muchos conocidos y un sinf¨ªn de saludados; mis limitaciones f¨ªsicas me imped¨ªan el contacto con ellos. Pero, sobre todo, en mis circunstancias resultaba imposible no polucionar el entorno familiar y afectivo m¨¢s inmediato: impones a los tuyos una parte de tu sufrimiento. Lo haces en parte de forma involuntaria, pero tambi¨¦n con un ego¨ªsmo absoluto y absorbente del que eres parcialmente consciente. Dice Hebbel que la alegr¨ªa generaliza y el dolor individualiza. M¨¢s a ras de tierra, como hay que tratar de estas cosas, Pla concluye que cuando nos encontramos bien pensamos en los dem¨¢s, pero cuando no tenemos salud pensamos tan s¨®lo en nosotros mismos.

Frase excesiva

El psic¨®logo Victor Frankl escribi¨® que "vivir es sufrimiento y sobrevivir es encontrar sentido al sufrimiento". Yo creo que esa frase es excesiva. En la vida encuentras sufrimiento, pero tambi¨¦n sobreabundancia de goce. No siempre encuentras sentido al sufrimiento, incluso cuando tienes el mayor inter¨¦s y te empe?as en la dedicaci¨®n por sobrevivir y superarlo. Pero lo tiene.

Sterne se preguntaba si hab¨ªa aprovechado bien sus sufrimientos como corresponde a un hombre inteligente. Tampoco soy totalmente idiota, o sea, que deber¨ªa haberlo hecho. No estoy, sin embargo, seguro. Lo que s¨ª es cierto es que rondar la muerte te acerca a cierta clase de sabidur¨ªa a la que es dif¨ªcil que accedan quienes no hayan pasado por esa experiencia o la hayan visto pr¨®xima a los muy allegados. Es as¨ª porque, a comienzos del tercer milenio, la enfermedad y la muerte parecen casi siempre algo lejano y ajeno, que le sucede a otra gente, e incluso la consecuencia de un error de quienes la padecen. En cualquiera de estos casos parece que es inevitable tratar de ella con una especie de pudor generalizado. Pero la enfermedad o la muerte no tienen nada que ver, en muchos casos, con una culpa propia, ni siquiera con la falta de prevenci¨®n o el desaseo. En mi caso se trat¨® de una alteraci¨®n gen¨¦tica, imposible de evitar, y la existencia de un mal bicho, denominado estafilococo ¨¢ureo, que bajo un nombre pomposo oculta en ciertas condiciones unas considerables ganas de hacer la vida poco agradable a los seres humanos. En definitiva, lo que me pas¨® a m¨ª le puede ocurrir a cualquier persona y en el momento m¨¢s inesperado.

No pretender¨¦ que entonces se descubran verdades que nada tengan que ver con lo que el enfermo ha cre¨ªdo y vivido en el resto de su vida. Lo que es evidente es que se palpa ese sentido de la esencial indigencia del ser humano. Escribi¨® Pascal que "la enfermedad es la condici¨®n natural del cristiano", pero eso vale tambi¨¦n para quien no lo sea. El cuerpo es normalmente un compa?ero fiel y obediente de tu ¨¢nimo e inteligencia, pero, de repente, deja de serlo y, como bien escribi¨® Pla, "lo sientes" (no es as¨ª en condiciones de salud). Descubres que es mucho m¨¢s complicado de lo que te imaginas; que se compone de l¨ªquidos, secreciones y mucosidades, y que tiene sus exigencias que impone a menudo de modo perentorio, afectando a tu estado de ¨¢nimo y a tu inteligencia. La sabidur¨ªa que te ofrece la cercan¨ªa de la muerte no es la de que puedes desaparecer y que, en definitiva, un d¨ªa no estar¨¢s; eso se sabe siempre, aunque se suela trasladar al tiempo remoto. La enfermedad te ayuda a redescubrir y repensar lo esencial e incluso a disfrutar -a ansiarlo, por el momento- todo lo posible. Adquirida la conformidad ante la muerte, cualquier posibilidad aun limitada de vida en el tiempo o con pesadas incapacidades debe ser abordada con intensidad y entusiasmo. Los que han padecido el totalitarismo, como el Nobel h¨²ngaro Imre Kertesz, se ponen a menudo demasiado l¨²gubres asegurando que "se debe escribir siempre desde la muerte". No es as¨ª, sino exactamente lo contrario, sobre todo cuando gozas del privilegio de aceptar tu destino.

La enfermedad dif¨ªcilmente puede ser sobrellevada con un esfuerzo meramente individual, pero hay en ella un poso inevitable de soledad absoluta. Si es grave se puede considerar que es tambi¨¦n la plenitud de la vida. De ella es posible obtener mucha sabidur¨ªa. De forma inevitable se impone la meditaci¨®n sobre el yo, sobre las ra¨ªces propias y el balance acerca de la personal trayectoria. Aparece m¨¢s claro que nunca ante tus ojos el argumento que la ha presidido -y seguir¨¢ haci¨¦ndolo, caso de que sigas adelante-; eres consciente de que todo es irreversible, que te has equivocado en una infinitud de ocasiones, pero que tambi¨¦n acertaste en algunas. Consigues respecto de ese pasado una distancia ir¨®nica. Y llegas a pensar que quiz¨¢ tenga sentido comunic¨¢rselo a los dem¨¢s. No puedo negar que, aunque siempre pens¨¦ que escribir¨ªa este libro, la experiencia de la muerte me ha incitado de forma especial a hacerlo. Uno no puede ser tan megal¨®mano o egoc¨¦ntrico como para escribir sobre s¨ª mismo sino situado en condiciones l¨ªmite.

Pero adem¨¢s recibes ayudas inesperadas. No por virtud o capacidad propias, sino por las circunstancias de la vida, el Hado o la misericordia divina, vaya usted a saber, he tenido siempre la satisfacci¨®n de vivir tiempos interesantes, eso que los chinos consideran como un desider¨¢tum para llegar a la felicidad. Nunca he sido un testigo singular de nada especialmente importante, pero he podido vivir desde un observatorio un momento decisivo en la vida de un pa¨ªs con sus muchas incertidumbres, sus fracasos parciales y sus considerables ¨¦xitos. Mi dedicaci¨®n profesional a la ense?anza, el an¨¢lisis, la lectura y la escritura -que considero una bendici¨®n inmerecida- me han facilitado, junto a la curiosidad, que haya podido y tratado de entender muchas aspectos de esa realidad colectiva. Pero, adem¨¢s, la he visto desde perspectivas diversas. Pascal escribi¨® que "todas las desgracias del hombre vienen de una sola, que es no saber permanecer quieto en una habitaci¨®n". Se equivocaba por completo. La felicidad viene m¨¢s bien de haber tenido la fortuna de estar en varias estancias y de sucesivamente haber podido ir abriendo desde ellas ventanas a la realidad.

Sabidur¨ªa y esencia

Vuelvo a la enfermedad. Insisto en que proporciona sabidur¨ªa porque te remite a la esencia propia. Una parte de ella consiste en la constataci¨®n de la insignificancia, no s¨®lo de uno mismo sino del conjunto de peque?as o grandes vanidades, de supuestos herc¨²leos prop¨®sitos convertidos en nada o en un intento desproporcionado y vano. Y de ello, aunque pueda parecer extravagante afirmarlo, surge tambi¨¦n la risa. Por supuesto la risa, sobre todo dirigida a uno mismo (eso que los anglosajones describen como self compassion), es tambi¨¦n una demostraci¨®n de inteligencia y un mecanismo de defensa. Pero tiene tambi¨¦n algo de espont¨¢neo y natural en situaciones como la cercan¨ªa de la muerte. Pla tambi¨¦n lo sinti¨® de esta manera en sus dietarios finales (Notas para Silvia). Reley¨¦ndolos he entendido mejor lo que me suced¨ªa a m¨ª mismo. Y tambi¨¦n habl¨¢ndolo. Mi amigo el catedr¨¢tico de Columbia Edward Malefakis, que ha pasado tambi¨¦n por un periodo de enfermedad grave, me dec¨ªa que siempre hab¨ªa sido feliz, pero que, tras esa circunstancia, lo era de modo mucho m¨¢s consciente. Igual me ha sucedido a m¨ª.

La ense?anza m¨¢s importante que se recibe de la experiencia de la enfermedad es la de la solidaridad. ?ste es un t¨¦rmino malbaratado por el abuso excesivo que de ¨¦l se hace: la solidaridad se da por supuesta e incluso aparece mon¨®tonamente en los programas de los partidos pol¨ªticos.Pero, como es l¨®gico, se trata de algo m¨¢s profundo y decisivo. Se refiere a la especie de comuni¨®n que se establece entre el enfermo -el indigente- y quienes le cuidan, le quieren de alg¨²n modo o se compadecen -en el m¨¢s literal sentido del t¨¦rmino- en sucesivos c¨ªrculos conc¨¦ntricos. En la enfermedad descubres, no rememoras porque hasta el momento no has vivido esta experiencia, los pliegues infinitos, hasta el ¨²ltimo recoveco, del amor conyugal y familiar. Se te presenta con meridiana claridad que sin ese apoyo te resultar¨ªa imposible siquiera enfrentarse a las circunstancias. Te prometes, llegado a la esencia de las cosas, ser al m¨¢ximo selectivo con tu tiempo y disfrutar hasta el fondo de los otros. Te preguntas si, llegada la ocasi¨®n, podr¨ªas t¨² responder de modo semejante (y tienes la desasosegante sensaci¨®n de que la respuesta es negativa). Te sorprende y te emociona de modo especial descubrir que le importas a gente que has tratado poco o que te resulta desconocida. Te maravilla la gratuidad y espontaneidad de su sentimiento. De todo ello no podr¨ªas haber gozado antes -porque, en efecto, se disfruta- de no ser por la experiencia de la cercan¨ªa a la muerte.

No se consigue entender, en cambio, desde fuera que este g¨¦nero de solidaridad se llegue a convertir en una experiencia tan cotidiana como la que implica una profesi¨®n. Ahora que he vivido la enfermedad me resulta m¨¢s dif¨ªcil a¨²n llegar a comprender a m¨¦dicos o enfermeros. La enfermedad es el Mal por excelencia: hasta no vivirla no se acaba de ser consciente en su plenitud de esta realidad. Luego, claro est¨¢, se puede sobrellevar m¨¢s o menos acertadamente. Elegir estar cerca de ese Mal sabiendo que puedes ser alcanzado por ¨¦l en alg¨²n momento de tu vida tiene algo de incomprensible. Si tenemos una certeza es la de la muerte y hay que adecuarse a esta realidad avasalladora, pero ?por qu¨¦ frecuentarla? Cuando he preguntado me he encontrado con la respuesta obvia: "Esta profesi¨®n es vocacional". Pero con ello no he llegado a entender mucho, aparte de haber incrementado mi admiraci¨®n. Sigue sin caberme en la cabeza esa opci¨®n vital. Lo que si s¨¦ es que se debe agradecer que otros la hagan por ti. Tratan, adem¨¢s, de cumplir con su imposible tarea con amabilidad y prest¨¢ndote un suplemento de energ¨ªa de la que careces. S¨®lo puedes responder siguiendo puntualmente las instrucciones que te dan, sobreabundando en el agradecimiento y en la manifestaci¨®n externa del mismo, y, en fin, con la precisi¨®n (y la concisi¨®n) a la hora de reflejar tus s¨ªntomas.

Pura racionalidad

A la conformidad supongo que se puede llegar con la pura racionalidad, pero en mi caso tambi¨¦n por la fe religiosa, ese sentido de la ordenaci¨®n del mundo del que ya he hecho menci¨®n. Para algunos quiz¨¢ la creencia signifique el consuelo de una prolongaci¨®n vital y la promesa de una compensaci¨®n ante los padecimientos. Yo la veo m¨¢s como esa conformidad, tanto de cara al futuro como en el balance personal respecto del pasado. Nace de la consideraci¨®n de Dios como Padre y de ti mismo como ese ap¨®stol que ha podido fallar y que se dirige a Jes¨²s con una frase que denota, a la vez, sumisi¨®n y reconocimiento de esa falibilidad: "Se?or m¨ªo y Dios m¨ªo".

Supongo que no hay recetas para vivir con una enfermedad grave con la que rondas la muerte o con otra, cr¨®nica, que te cae encima como una losa que levantar cada ma?ana. Me parece que es pura obviedad afirmar que siempre ayuda no aceptar nunca la posibilidad de la derrota y tratar de vivir con el m¨¢ximo de normalidad posible. Como la enfermedad altera de manera profunda el ritmo vital, para no dejarse llevar por ella me parece que es bueno ordenar la propia vida con un plan estricto de distribuci¨®n del tiempo y luchar por cumplirlo.

Hay armas para conseguir victorias, por lo menos parciales (quiz¨¢ son tan s¨®lo personales). ?Qu¨¦ mejor que Haydn y Mozart para combatir la miserable sordidez de vivir en una UCI? Gide contrapon¨ªa la alegr¨ªa y la serenidad del segundo al car¨¢cter febril de Schumann. Los medios actuales permiten con relativa facilidad convertirte en ese cin¨¦filo que siempre quisiste ser, pero que finalmente no fuiste. La lectura siempre ha formado parte de mi profesi¨®n y de mi vida, pero ha sido a menudo demasiado sistem¨¢tica, con pretensiones exhaustivas en determinadas materias. La enfermedad concede la posibilidad de redescubrir la lectura desordenada, es decir, la que supone dejarse arrebatar por un libro no previsto, olisquear en muchos sin acabarlos por completo, guiarse por el puro capricho, recordar textos que durante a?os has pensado que alg¨²n d¨ªa leer¨ªas pero que siempre has aplazado, redescubrir lecturas de tiempos juveniles, o, en fin y sobre todo, releer cl¨¢sicos. Eso, para el g¨¦nero de devorador de p¨¢ginas al que pertenezco, constituye casi una org¨ªa.

Y queda, en fin, la escritura.En sus memorias, Rudyard Kipling asegura que, para ¨¦l, por la misericordia divina "el mero acto de escribir ha sido siempre un placer f¨ªsico". Si se piensa con detenci¨®n es posible que resulte necesaria una tensi¨®n interior para escribir, pero tambi¨¦n se puede encontrar en el hecho de hacerlo la capacidad para crearla, aislarse de un entorno desagradable y encontrar nuevos alicientes a la vida. La escritura puede ser -sin duda lo es- regeneradora; ninguna terapia m¨¢s ensimismadora y creadora de una dura corteza de protecci¨®n que ¨¦sa. ?ste fue mi caso. Reconozco que como, adem¨¢s, la cercan¨ªa de la muerte te aprovisiona de descaro para la sinceridad y te inhabilita parcialmente para la labor de documentaci¨®n que exige el ensayo o la historia, este libro, en definitiva, ha nacido de la experiencia de la cercan¨ªa a la muerte cuando todav¨ªa no estoy seguro del desenlace de la enfermedad.Las circunstancias me impusieron el intrascendente tema de m¨ª mismo como el ¨²nico posible.

Fue as¨ª principalmente porque la enfermedad se ha prolongado al menos durante el espacio de tres a?os. En este periodo he sufrido infecciones que, para ser combatidas, convirtieron cada uno de mis brazos en acericos como los de un adicto a la hero¨ªna. Cada semana y media, el cirujano recortaba esa herida que no acababa de cicatrizar en el coxis. El mal funcionamiento de la m¨¦dula era tan persistente que me plante¨¦ la posibilidad de un trasplante, pero, al realizar las pruebas, mi enfermedad hab¨ªa degenerado ya en leucemia aguda. He pasado por dos quimioterapias. Por m¨¢s que tienen como consecuencia el adelgazamiento y la revitalizaci¨®n del pelo, no las recomiendo como m¨¦todos habituales a nadie. No creo haber sido un caso especial, pero durante ellas, por ejemplo, sangr¨¦ por la nariz, la boca, el pene y el ano; padec¨ª una infecci¨®n pulmonar, y un bicho singularmente designado como seudomona vino a cohabitar en mi ¨²lcera trasera. Los m¨¦dicos, al un¨ªsono, me dec¨ªan: "Es normal". Una paciente de la misma sala de hematolog¨ªa que yo -pero m¨¢s ocurrente- lleg¨® a la conclusi¨®n de que s¨®lo si te crec¨ªa una tercera oreja pod¨ªas asombrar a quienes te trataban. Pero, a base de una atenci¨®n constante y minuciosa, una disponibilidad de tiempo generosa y una sabidur¨ªa asombrosa, me sacaron adelante. O al menos eso pienso cuando escribo estas l¨ªneas.

Trasplante de m¨¦dula

Hoy llevo una vida en parte casi normal. Vivo en mi Barcelona natal tras un trasplante de m¨¦dula ¨®sea de mi hermana, un caso de solidaridad familiar que con el tiempo se ha hecho habitual. Me canso y he tenido todo tipo de incidentes en el postrasplante que se pueden prolongar y que no me llenan precisamente de entusiasmo. Es posible que, al final, todo salga bien, pero por descontado no olvidar¨¦ esta experiencia. Recuerdo ahora la primera pel¨ªcula de los Beatles (A hard day's night). En una secuencia, John Lennon les presenta a sus compa?eros un personaje ya de edad y mirada inquieta: se trata de su padre, al que describe como "un viejecito muy pulcro". Lo cierto es que se comporta como un p¨ªcaro adornado por una inapropiada lubricidad para su edad. Pero ¨¦sa no es la cuesti¨®n; lo que vale es la frase. La experiencia de la muerte me ha llevado al ferviente deseo de poder ser un d¨ªa ese viejecito muy pulcro, y mi resurrecci¨®n quiz¨¢ me proporcione esa oportunidad.

O quiz¨¢ no disfrute de esta posibilidad. Si es as¨ª, creo que debo prepararme para la despedida. En un divertido art¨ªculo, Enrique Vila-Matas ha recogido las frases c¨¦lebres de muchos personajes conocidos al borde de la agon¨ªa. La mejor es, sin duda, la de Buster Keaton, que oy¨® cerca de su lecho mortuorio las especulaciones de los presentes acerca de si era ya cad¨¢ver. Alguien sugiri¨® tocarle los pies porque si estaban fr¨ªos era se?al evidente de que hab¨ªa abandonado el mundo de los vivos. Keaton musit¨®: "A santa Juana de Arco no le pas¨® eso". Y acto seguido se muri¨®.

Una muerte as¨ª exige no ya escenificaci¨®n dram¨¢tica, sino largo entrenamiento. Es muy divertida, pero tambi¨¦n pretenciosa. Como casi siempre, Pla da con la f¨®rmula correcta, hecha de cortes¨ªa, prosa¨ªsmo y elegancia. Consiste en saludar (si se puede) y decir: "?Que usted lo pase bien!".

Javier Tusell ante el <i>Guernica</i> cuando regres¨® a Espa?a desde Nueva York y se ubic¨® en el Cas¨®n del Buen Retiro.
Javier Tusell ante el Guernica cuando regres¨® a Espa?a desde Nueva York y se ubic¨® en el Cas¨®n del Buen Retiro.
Javier Tusell, en 2001, antes de que cayera enfermo.
Javier Tusell, en 2001, antes de que cayera enfermo.BERNARDO P?REZ

Javier Tusell

Este texto lo envi¨® el autor a la editorial Taurus, pocos d¨ªas antes de fallecer el pasado martes, como ep¨ªlogo de la autobiograf¨ªa que estaba escribiendo con el t¨ªtulo de 'Tratar de entender'. En ¨¦l refleja la experiencia con una enfermedad de la que sab¨ªa que le llevar¨ªa a la tumba. Tusell, historiador de prestigio, fue concejal de Madrid en 1979 por la Uni¨®n de Centro Democr¨¢tico y desempe?¨® la Direcci¨®n General de Patrimonio Art¨ªstico. En esa etapa particip¨® en las negociaciones para el regreso a Espa?a del 'Guernica', de Picasso.

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