La cara del demonio
A las dos otras tradiciones procedentes de la Biblia, el juda¨ªsmo y el islamismo, les resulta incomprensible la propensi¨®n cristiana a representar tanto al demonio como a Dios. Prefieren los signos y las palabras. Los educados en la tradici¨®n cristiana, por el contrario, estamos acostumbrados a enfrentarnos a im¨¢genes diab¨®licas y divinas. Al demonio le hemos dado todo tipo de rostros, siniestros la mayor¨ªa.
En cuanto a Dios, al creer los cristianos en su encarnaci¨®n en Cristo, hemos desarrollado un arte en el que no se han escamoteado las supuestas facciones divinas. La pintura europea ha representado mil rostros de Cristo pero, incluso, en muchos momentos no ha tenido el menor inconveniente en inclinarse por algo tan blasfemo para jud¨ªos y musulmanes como poner cara al Padre celestial. En el ¨²ltimo siglo el cine occidental tampoco ha tenido el menor problema en continuar la pauta marcada, anteriormente, por la pintura. Por lo general, la cultura de Occidente ha tenido pocos tab¨²es a la hora de apelar a dichas representaciones aunque c¨ªclicamente haya recurrido a depuraciones iconoclastas contra los excesos. Si no se ha evitado la osad¨ªa de ponerle rostro a Dios, mucho menos ha sucedido con el diablo, cuya cara y expresi¨®n han variado seg¨²n los candidatos recordados en cada momento hist¨®rico. De acuerdo con estas identificaciones, el demonio ha tenido cara de Atila, de Tamerl¨¢n e incluso de Napole¨®n.
Han tenido que pasar 60 a?os desde la muerte de Hitler para que un actor alem¨¢n, el excelente Bruno Ganz, se prestara a ceder su cara al gran demonio
Sin embargo, algo muy peculiar ha ocurrido con el ¨²ltimo y m¨¢s monstruoso de nuestros candidatos a demonio: ha sido muy dif¨ªcil ponerle cara a Hitler. No, naturalmente, a Hitler como personaje hist¨®rico, repetido hasta el infinito en las fotograf¨ªas y los documentales de su ¨¦poca, sino a Hitler, ya sin m¨¢scara, como ser humano.
Incluso esta ¨²ltima afirmaci¨®n sigue resultando para muchos repulsiva: ?Hitler, el demonio por excelencia del siglo XX, un ser humano? Imposible. Esta hipot¨¦tica imposibilidad explica la extrema dificultad de su representaci¨®n. Por supuesto, el problema disminuye si se recurre a la monstruosidad delirante, como se ha hecho a menudo, o a la caricatura burlesca al estilo de Charles Chaplin en El gran dictador o de Ernst Lubitsch en To be or not to be. El reto real no es la inhumanidad, sino la humanidad de Hitler.
Y ¨¦ste es el reto que en buena medida ha intentado afrontar Olivier Hirschbiegel en su pel¨ªcula El hundimiento. Han tenido que pasar 60 a?os desde la muerte de Hitler para que un actor alem¨¢n, el excelente Bruno Ganz, se prestara a ceder su cara al gran demonio. Con una osad¨ªa sin precedentes: buscar al hombre que ocultaba ese demonio. Hirschbiegel ha explicado claramente este objetivo cuando ha manifestado que quer¨ªa reflejar a Hitler como "una persona m¨¢s y mostrar ante todas las v¨ªctimas que no es un monstruo, que no es un loco".
La cr¨ªtica se ha dividido ante esta tentativa puesto que muchos consideran inoportuno, o sencillamente impensable, hacer un retrato de los ¨²ltimos d¨ªas de Hitler como persona. Seg¨²n este criterio, Hitler es, casi dir¨ªamos que por esencia, inhumano o extrahumano o aberrante o monstruoso: el demonio, s¨®lo concebible con las facciones grotescas y deformadas que corresponden a los demonios.
No obstante, esta opini¨®n perpet¨²a la historia de un error, o quiz¨¢ de una cobard¨ªa, de funestas consecuencias. El aut¨¦ntico atrevimiento es valorar y juzgar a Hitler como ser humano, lo contrario de lo que propusieron unos y otros tras acabar la II Guerra Mundial. Pese al pavoroso trauma experimentado, fue demasiado f¨¢cil calificar de demoniaco lo acaecido e inmediatamente disolver las individualidades humanas en el magma sangriento del nazismo.
Los que crecimos en las d¨¦cadas posteriores al Holocausto tuvimos una idea excesivamente m¨ªtica de los acontecimientos. Y ahora, tantos a?os despu¨¦s -o tan pocos, seg¨²n se mire-, en medio de las brumas de amnesia que dominan nuestra ¨¦poca, todav¨ªa emerge, indescifrable y delicuescente, la silueta de un infierno en el que las v¨ªctimas fueron ciertamente hombres pero los verdugos parecen siniestras criaturas procedentes del m¨¢s ponzo?oso pantano del mal. Hitler, Himmler, Goebbels, Goering y dem¨¢s eran alima?as que, nacidas del orco, estaban desprovistas por completo de perfil humano.
Sin embargo, si hubiera sido realmente as¨ª, no se recrudecer¨ªa en nuestra memoria el misterio de aquel horror. No habr¨ªa ning¨²n misterio. Lo aut¨¦nticamente inquietante es saber, pese a todos los disimulos pol¨ªticos y morales, que aquellos demonios, con Hitler a la cabeza, eran en realidad hombres, compa?eros de especie, ejecutores de una maldad radical que tal vez sea inimaginable para los ¨¢ngeles pero, aunque nos averg¨¹ence intuirlo, no para nosotros, los seres humanos.
Nunca he sabido si a los actores les costaba mucho ponerse en la piel de los criminales. En cualquier caso habr¨¢ que felicitar a Bruno Ganz por tener el coraje de ponerse en la del peor de ellos. El aut¨¦ntico demonio nunca tiene cara de demonio.
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