El cielo de Madrid
Ahora a nadie se le ocurre decir aquello tan castizo: De Madrid al cielo. No, hace tiempo que el cielo puede esperar. Y tampoco est¨¢ tan claro que Madrid sea un atajo. Desde luego, esta semana Madrid no ha tenido su mejor cielo, ni velazque?o, ni de Antonio L¨®pez. El cielo de Madrid, visto desde las cercan¨ªas de nuestro peque?o Manhattan, era un cielo con mucho humo. Un humo m¨¢s negro que nuestro m¨¢s caracter¨ªstico humor. Un humo que estaba formado con las cenizas del dinero virtual de los despachos quemados en el edificio Windsor. Un humo que nos sobrecogi¨® cuando sal¨ªamos de una cena en el cercano Hispano. Todo Azca parec¨ªa un decorado de pel¨ªcula de cat¨¢strofes; el fuego, visto con cierta distancia, parec¨ªa virtual. El decorado del poder convertido en hoguera de las vanidades. Y el pueblo de Madrid, sin casticismos, se congregaba en aquella imitaci¨®n de la zona cero sin v¨ªctimas, sin terroristas, como el que acude a una falla. Lo grandioso tambi¨¦n es ef¨ªmero. Los madrile?os hac¨ªan fotos digitales, disparaban sus m¨®viles, quer¨ªan llevarse un recuerdo del coloso en llamas. La cat¨¢strofe ten¨ªa una m¨²sica, un rumor, una curiosidad que recordaba m¨¢s al esp¨ªritu de Ner¨®n tocando la lira mientras la ciudad se quemaba a sus pies. Aquello no ten¨ªa gracia, el humo cegaba nuestros ojos y nos fuimos.
Como el asesino, que siempre vuelve al lugar del crimen, nos toc¨® repetir cercan¨ªas de la casa en llamas. No, no era la casa de nadie, felizmente. Era otra cosa, la met¨¢fora de un gigante con pies de barro. As¨ª mir¨¢bamos a aquel rascacielos, que ya no era el orgulloso edificio de tantos reflejos de ciudad erguida, desde la colina de los chopos de la Residencia de Estudiantes. Ahora era un esqueleto negro, un desolado edificio que m¨¢s que rascar los cielos parec¨ªa querer bajar a los infiernos. Ahora, lo que quedaba del edificio era algo parecido a una imagen que recordaba m¨¢s a un improbable Sarajevo con rascacielos. Las paradojas nos hac¨ªan observar con melancol¨ªa aquellos restos cuando sal¨ªamos de la presentaci¨®n de un libro llamado Doble esplendor. Una historia que tambi¨¦n se hab¨ªa imaginado desde el esplendor, desde el sue?o de un mundo que se deseaba mejor, m¨¢s justo, y termin¨® sin esplendor, ni doble, ni sencillo. Otro esplendor que acab¨® siendo un resto quemado, negro, melanc¨®licamente derrotado. Me refiero a las memorias de Constancia de la Mora, arist¨®crata, nieta de Antonio Maura, ni?a bien que paseaba por la Castellana al cuidado de sus se?oritas, misses, que vivi¨® un primer esplendor de chica esnob, con muchas fiestas sociales, juegos de golf o saludos al Rey en el tiro de pich¨®n. Un mundo al que pronto dijo voluntariamente adi¨®s. Divorciada temprana -se hab¨ªa casado con un Bol¨ªn-, reconvertida en republicana, comunista convencida y compa?era de Hidalgo de Cisneros. Exiliada en M¨¦xico, despu¨¦s de haber vivido un tanto cegada por el esplendor del para¨ªso sovi¨¦tico, despu¨¦s de no ver, o no querer ver, lo que estaban haciendo algunos de sus compa?eros de viaje en aquellos a?os de m¨¢s ceguera que esplendor. Una apasionada, interesante mujer que escribi¨® en los primeros a?os de la posguerra estas memorias, viscerales y err¨¢ticas, que present¨® el otro d¨ªa un familiar suyo que tambi¨¦n conoci¨® derrotas y esplendores, Jorge Sempr¨²n. Para seguir su pista, adem¨¢s de su muy interesante libro de memorias, les recomiendo que lo completen con el trabajo documental, convertido en dilucidador y magn¨ªfico libro, de Ignacio Mart¨ªnez de Pis¨®n sobre la vida y desaparici¨®n de un espa?ol at¨ªpico, culto y progresista que se llam¨® Jos¨¦ Robles. Amigo y traductor de Dos Passos y v¨ªctima de la ceguera de aquellos esplendores, de aquellas vidas quemadas por los excesos del estalinismo. Conocimos y estimamos a otra De la Mora, la periodista Marichu. Fant¨¢stica mujer, mordaz e inteligente, de la que nos separaban sus primeras militancias falangistas, pero con la que nos un¨ªa su simpat¨ªa, su liberalidad y su familia. Alg¨²n d¨ªa, Jaime Ch¨¢varri, uno de sus hijos, nos deber¨ªa contar en texto o im¨¢genes esas historias de su familia.
El cielo de Madrid, m¨¢s all¨¢ de so?ados esplendores, de quemadas esperanzas, de humos negros, es tambi¨¦n una novela que present¨® Julio Llamazares en compa?¨ªa de amigos. Un cielo, un tiempo, unas gentes, unos sue?os y algunas pesadillas llevadas a la ficci¨®n en unos espacios que conocimos muy bien. Llamazares nos devuelve a un Madrid lleno de noches, de fugas y de bares. El cielo de Madrid era un bar, El Limbo, ya s¨®lo existente en nuestra memoria. Otro de aquellos que tambi¨¦n perdieron la gracia de sus noches, de sus cielos, cuando llegaron otros vientos y se inmoviliz¨® lo que tanto se mov¨ªa. Una novela de los a?os en que fuimos europeos sin pasar ning¨²n refer¨¦ndum. Llamazares, el escritor, m¨¢s transfronterizo que europe¨ªsta, sin nostalgias ni olvidos, nos devuelve a aquellos a?os de la ciudad abierta, en la que las noches se repart¨ªan -por ejemplo- entre los restos de casticismo, pipas, piano y pre karaoke en El Avi¨®n, y la toma de un barrio que se llam¨® de Maravillas, que llamamos de Malasa?a y que as¨ª se sigue llamando, y se sigue tomando por los j¨®venes que no han conocido un tiempo en que, como Europa estaba tan lejos, europeizamos algunos barrios de Madrid. Despu¨¦s vinieron otros barrios, otros humos, otros bares y otras lluvias, pero nunca olvidaremos el d¨ªa que Julio Llamazares lleg¨® al cielo de tantas noches con su lluvia amarilla. Ahora llueve menos, menos mal que nos quedan los cielos. Y los inviernos. Mucho m¨¢s europeos que cuando, por no haber podido tomar la Bastilla, tomamos las estatuas de la plaza del Dos de Mayo. Hay casticismos que se nos quedan grabados. Tenemos algunos recuerdos tatuados de por vida. Tambi¨¦n muchos cielos de Madrid.
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