La leyenda de la gran ola
Aficionados, no m¨¢s que aficionados, resultan los hombres a la hora de jugar a terroristas. Por aplicado que se presente, nuestro terrorismo no pasa a¨²n de la laboriosa manufactura, con una cuenta de resultados francamente mediocre: 3.000 muertos en las Torres Gemelas, apenas 200 en Atocha, m¨¢s de tres a?os para alcanzar 100.000 v¨ªctimas en Irak. Unas credenciales que parecen respetables, pero que resultan pobres a la hora de compararlas con los 300.000 cad¨¢veres o los 10.000 hu¨¦rfanos que puede fabricar el Creador con un par de oleadas, en apenas 15 minutos, y sin necesidad alguna de mediadores ni intermediarios.
En Kosovo, en Afganist¨¢n o en Irak siempre acab¨¢bamos por encontrar alguien a quien reprochar el estropicio. Ante el terremoto de Bam o el tsunami del ?ndico, ante el descomunal despliegue de una potencia tan sublime como siniestra, nos quedamos, simplemente, pasmados; sin saber a qui¨¦n responsabilizar. Esta vez no son los islamistas, ni los americanos. Y tampoco hay manera de echar toda la culpa a que, en plena globalizaci¨®n, una tercera parte de la raza humana no tenga acceso a la electricidad ni a los sistemas de prevenci¨®n asociados a ella. En el origen de este Valle de L¨¢grimas desbordado s¨®lo hallamos ahora un eventual Creador que le da por jalonar peri¨®dicamente su obra con operaciones espectaculares de mayor visibilidad y calado: de aut¨¦nticas "dimensiones b¨ªblicas".
Y uno no puede dejar de preguntarse por qu¨¦ a este Ser le da de repente por destruir criaturas a granel, y a un ritmo m¨¢s presto del habitual. ?En qu¨¦ misteriosa "econom¨ªa espiritual" se inscribe o se acomoda este "mal aparente"? ?Qu¨¦ "bien", sin duda celestial, puede formar sistema con esa carnicer¨ªa tan real? "Los designios de Dios son inescrutables", nos dicen, y as¨ª nos conformamos con ir acusando a los males que tenemos m¨¢s a mano (precariedad de instalaciones, deforestaci¨®n salvaje, falta de mecanismos de alarma) y que vienen a apaciguar nuestra irritaci¨®n teol¨®gica.
No es as¨ª como reaccionaron los habitantes del pueblo costero donde, seg¨²n la leyenda oriental, habitaba el peque?o Yon. La leyenda se extiende, seg¨²n creo, a partir del maremoto japon¨¦s de 1883. Fue publicada por Seix y Barral en 1942 bajo el t¨ªtulo Pueblos y leyendas. De ah¨ª la resumo.
El peque?o Yon era hu¨¦rfano y viv¨ªa con su abuelo en una casita de la monta?a, en medio de los campos de arroz, dorados como el oro. Gozaba all¨ª del aire puro, el sol y la libertad de los p¨¢jaros.
El pueblecito estaba all¨ª abajo, a lo largo de la costa, frente al mar, incendiado de sol. Yon alcanzaba a ver las casas, peque?itas, blancas, limpias; todo el pueblo como un juguete. Y a los hombres y a los ni?os los ve¨ªa como hormigas grandes y hormigas peque?as.
Entre el monte y el mar s¨®lo hab¨ªa una estrecha faja de tierra donde los hombres construyeron sus casas. Los campos cultivados estaban en aquella planicie de la monta?a, h¨²meda y f¨¦rtil, donde viv¨ªa Yon. El abuelo era el guardi¨¢n de los extensos arrozales del pueblo.
Un d¨ªa en que las espigas amarillas brillaban al sol, el viejo guardi¨¢n miraba a lo lejos, al horizonte del mar. Su mirada era fija y llena de sorpresa.
Una especie de nube grande y negra se elevaba en el conf¨ªn como si el agua se revolviera contra el cielo. El viejo segu¨ªa mirando fijamente. De pronto se gir¨® hacia la casa y grit¨®:
-?Yon! ?Yon! Trae una rama encendida del fuego.
El peque?o Yon no comprend¨ªa el deseo de su abuelo, pero obedeci¨® al momento y sali¨® corriendo con una tea en la mano. El viejo hab¨ªa cogido otra y corr¨ªa hacia el arrozal m¨¢s pr¨®ximo.
Yon le segu¨ªa sorprendido. ?Ser¨ªa posible? Y al ver horrorizado que tiraba la tea hecha llamas en el campo de arroz, grit¨®:
-?Qu¨¦ haces, abuelo! ?Qu¨¦ quieres hacer?
-?De prisa, de prisa, Yon, prende fuego a los campos!
Yon se qued¨® inm¨®vil. Pens¨® que su abuelo hab¨ªa perdido la raz¨®n. Pero un ni?o japon¨¦s obedece siempre, y Yon tir¨® la antorcha llameante entre las espigas.
Primero fue una lumbre d¨¦bil donde se retorc¨ªan los tallos resecos, despu¨¦s se extendi¨® el fuego con llamaradas rojas, y bien pronto fueron los arrozales una inmensa hoguera. La monta?a se elevaba hasta el cielo en una columna de humo.
Desde all¨¢ abajo, los habitantes del pueblecito vieron sus campos incendiados y, dando gritos de rabia, corrieron desesperados trepando por los senderos tortuosos del monte. Nadie quedaba atr¨¢s. Tambi¨¦n las mujeres sub¨ªan con los ni?os a la espalda.
Al llegar al llano y ver los extensos arrozales devastados, la indignaci¨®n se transform¨® en un grito de furia:
-?Qui¨¦n ha sido? ?Qui¨¦n es el incendiario?
El viejo guardi¨¢n se adelant¨® a los hombres y dijo con serenidad:
-?Yo he sido!
Yon sollozaba.
Un grupo los rode¨® en actitud amenazante, gritando:
-?Por qu¨¦ lo has hecho? ?Por qu¨¦?
El viejo se volvi¨® severo y extendi¨® la mano se?alando al horizonte.
-Mirad all¨¢ -dijo.
Al fondo, donde unas horas antes la gran superficie del mar era plana como un espejo, se levantaba ahora hasta el cielo una espantosa muralla de agua. Una ola oscura y gigantesca avanzaba amenazadora desde el horizonte. La muralla de agua avanz¨® hasta la tierra con un ronco bramido, se volc¨® sobre la costa deshaci¨¦ndolo todo, invadi¨¦ndolo todo, y fue a romperse, en un trueno desgarrado y furioso, contra la monta?a... Una ola m¨¢s, despu¨¦s otra m¨¢s d¨¦bil... Luego, el mar se fue retirando con un rugido sordo.
La tierra apareci¨® revuelta y socavada. El pueblecito hab¨ªa desaparecido deshecho y arrastrado por aquella ola inmensa.
El viejo guardi¨¢n mir¨® satisfecho a todos los habitantes bien seguros en la cima del monte.
Su presencia de ¨¢nimo los hab¨ªa salvado de la invasi¨®n del mar.
La descripci¨®n de este tsunami se parece punto por punto al que se ha producido este fin de a?o en el golfo ?ndico. Pero ni su desenlace ni su moraleja son iguales. Por un lado, su Dios providente -"el viejo serio y sabio que habita en el monte"- s¨ª advierte y acaba por salvar a su pueblo. Por otro lado, ese mismo pueblo va a por ¨¦l, probablemente a lincharlo, hasta que no se demuestra que con su acci¨®n les ha salvado.
M¨¢s recatado y circunspecto que este Padre-abuelo, nuestro Dios-padre parece tambi¨¦n m¨¢s reacio a intervenir en los fen¨®menos "naturales" que jalonan su creaci¨®n. Ahora bien, visto lo visto, ?qu¨¦ postura podemos tomar ante ese Dios? Yo creo que tres actitudes son posibles:
1. Seguir apelando a los inescrutables designios de su Providencia para explicar el terrorismo c¨®smico, y seguir ech¨¢ndole de vez en cuando una mano con nuestro propio terrorismo m¨¢s o menos artesanal que, como dec¨ªa Giordano Bruno, nunca aprender¨¢ a "oprare dal centro".
2. Rebelarnos, imprecarle y pedirle cuentas, tal como sab¨ªan hacer el pueblo jud¨ªo, la propia aldea de Yon, las "almas perdidas" de Rilke, y que yo mismo retomaba en el libro Dios, entre otros inconvenientes.
3. O, en fin, tratar de darle una lecci¨®n y, temblando de miedo y de rabia, volcar nuestra impotencia en la compasi¨®n y solidaridad (solidaridad tribal, cristiana, camusiana o la que sea) con las v¨ªctimas de ¨¦sta y de tantas cat¨¢strofes latentes cerca de todos los Bam, los Mitch o los Nevados del Ruiz que nuestra globalizaci¨®n mantiene a¨²n al borde del abismo (en los ¨²ltimos 20 a?os, 98 de cada 100 afectados por las "cat¨¢strofes naturales" son habitantes de pa¨ªses pobres).
Ahora bien, excluida la opci¨®n de lincharle como planeaban los vecinos de Yon en la opci¨®n 2, yo creo que la opci¨®n 3 es el ¨²nico recurso con el que podemos ningunearle y mostrar que nuestro precario coraje est¨¢ por encima de su omn¨ªmodo poder; que en algo podemos llegar a ser, en efecto, "m¨¢s que dioses" y que no nos conformamos ya, como los ilustrados ante el terremoto de 1755, con criticar al providencialismo leibniziano. Pero, a diferencia de Lucifer, no ser¨¢ nuestra pretendida fuerza, sino nuestra reconocida debilidad la que nos dar¨¢ este t¨ªtulo. Seremos m¨¢s que dioses, en efecto, porque conociendo el temor y temblor del que ellos est¨¢n libres, sabremos darles, a la manera de S¨¦neca, una respuesta tan pat¨¦tica como ir¨®nica: "Dios debe a su propia naturaleza el estar exento de temor; nosotros, en cambio, s¨®lo lo debemos a nosotros mismos. He aqu¨ª, pues, una cosa realmente grande: tener la debilidad de un hombre y la serenidad y la altaner¨ªa de un Dios".
?O es que s¨®lo le faltaba a S¨¦neca un verdadero Dios, un Dios "de nueva generaci¨®n" como el anunciado por San Pablo en el Are¨®pago? ?O es que ese Dios menos ¨¢ulico y sereno que el de S¨¦neca, un Dios que nos ama y que incluso se sacrific¨® por nosotros, es suficiente para excusar todo eso? ?Pero a qui¨¦n se le ocurre crear un mundo cuya redenci¨®n requer¨ªa el sacrificio previo de los "santos inocentes" y que una vez redimido sigue necesitando de los tsunamis para engullir todav¨ªa m¨¢s y m¨¢s beb¨¦s?
Xavier Rubert de Vent¨®s es fil¨®sofo.
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