Susan Sontag: una interpretaci¨®n
Cernuda, en unos versos caracter¨ªsticamente amargos de su poema Birds in the night, se hace esta pregunta a prop¨®sito del reconocimiento p¨®stumo, oficializado, de dos grandes poetas perdularios: "?Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? / Ojal¨¢ nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable. / Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella, / como Rimbaud y Verlaine".
?C¨®mo habr¨ªa reaccionado Susan Sontag a lo que se escribi¨® de ella por todo el mundo en los d¨ªas siguientes a su fallecimiento? La autora norteamericana vivi¨® por la palabra, hizo de la palabra un arma contra los enga?os -incluido el que convierte a los enfermos en v¨ªctimas de alguna infame condenaci¨®n- y, como demuestra el art¨ªculo sobre las torturas a los prisioneros iraqu¨ªes de Abu Ghraib que public¨® en mayo de 2004, ni siquiera en el peor recrudecimiento de la enfermedad que acabar¨ªa a finales del pasado diciembre con su vida dej¨® de utilizar la palabra escrita en defensa de la verdad. Pero su muerte no produjo ese silencio bals¨¢mico anhelado por Cernuda, sino todo lo contrario, un coro de alabanzas. Incluso los diarios y semanarios anglosajones de calidad, donde se cultiva con sibilina maestr¨ªa el obituario punzante, se sumaron a la unanimidad de un encendido elogio, expresado, entre otros nombres poco dados a la zalamer¨ªa intelectual, por John Berger, Jos¨¦ Saramago, Terry Eagleton, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo o Joyce Carol Oates. ?Se habr¨ªa sentido Sontag satisfecha ley¨¦ndolos?
La ferviente entrega a las causas le cre¨® a Susan Sontag un molde de diosa de la guerra desgastador y hasta enemigo de su acentuada tendencia venusina
Ahora que los restos de la escritora y cineasta yacen en el amistoso suelo de Montparnasse (una iniciativa personal tomada post mortem por su hijo David Rieff), y su desaparici¨®n, como la de cualquier otro ser humano, permite a los que le sobreviven tanto la hip¨¦rbole consoladora como el impune acto de la interpretaci¨®n de una existencia acabada, mi hip¨®tesis es la opuesta: a ella no le habr¨ªa gustado tal acumulaci¨®n de paneg¨ªricos, una modalidad ret¨®rica en la que resulta imposible no ser complaciente. Y Susan Sontag era una enemiga implacable de la complacencia; la persona que yo he conocido m¨¢s intransigente con lo que estimaba convencional o vacuo, trillado o ya sabido. Esa permanente guardia frente al clich¨¦, su aversi¨®n a la ch¨¢chara y a las divagaciones, convert¨ªa a veces el trato con una mujer por lo dem¨¢s receptiva, inteligente, amena y hedonista, en un espinoso tour de force. Susan era demoledora, y pod¨ªa f¨¢cilmente resultar agotadora por el volumen de su curiosidad, verdaderamente universal (aunque m¨¢s atra¨ªda siempre por los oscuros de la cultura), y por su esp¨ªritu de campa?a, en el que a¨²n algunos amigos cercanos o seguidores ac¨¦rrimos de su obra, entre los que me cuento, encontraban rasgos misioneros, dogm¨¢ticos.
Uno de los ¨²ltimos textos de Sontag fue el discurso de agradecimiento por el Premio de la Paz (Friedenpreis) que le hab¨ªan dado los libreros alemanes y ella ley¨® en el marco de la feria de Francfort el d¨ªa 12 de octubre de 2003. En ese discurso, la autora de Contra la interpretaci¨®n, despu¨¦s de una arremetida inicial contra la pol¨ªtica exterior del Gobierno de Bush Jr., hace una confesi¨®n o se lanza un reto a s¨ª misma: "La escritora que hay en m¨ª desconf¨ªa de la buena ciudadana, de la 'embajadora intelectual', de la militante de los derechos humanos, todos esos roles evocados en el texto de concesi¨®n del premio, sea cual sea la importancia de mi dedicaci¨®n a ellos. El escritor es m¨¢s esc¨¦ptico y est¨¢ m¨¢s sujeto a la duda que la persona que trata de hacer (y apoyar) lo justo".
El fantasma de la militancia ha
acompa?ado la vida de Sontag desde sus primeras publicaciones, desvirtuando lamentablemente alguna de ellas. En otro pasaje del discurso de Francfort, la escritora se detiene a considerar en esquema el flujo de las relaciones entre Europa y Estados Unidos. Citando a Tocqueville y D. H. Lawrence entre otros, Sontag establece una serie de paralelos hist¨®ricos que desembocan en la comparaci¨®n m¨¢s inesperada y ocurrente: la Am¨¦rica donde ella misma naci¨® y muri¨® representar¨ªa al dios Marte, y Europa a Venus. El belicoso esp¨ªritu afirmativo frente a la sensualidad y los devaneos de la duda. Admirando y compartiendo muchos de sus pronunciamientos (sobre Vietnam, sobre Sarajevo, sobre el castrismo degenerado o sobre la cuesti¨®n palestina), creo que la ferviente entrega a las causas le cre¨® a Susan Sontag un molde de diosa de la guerra desgastador y hasta enemigo de su acentuada tendencia venusina. Y no me refiero al hecho de que su obra de ficci¨®n sea menor en n¨²mero y tal vez secundaria respecto a los ensayos. Hablo m¨¢s bien de unos h¨¢bitos de belicosidad que a mi modo de ver habr¨ªan hecho de ella precisamente una "buena ciudadana" dispuesta en todo momento a la movilizaci¨®n en pro y en contra de las situaciones conflictivas, algunas impopulares o borrosas cuando las enfoc¨® con su atenci¨®n. Por esa misma vocaci¨®n apost¨®lica, Susan Sontag se gan¨® agrios reproches cuando no quiso entrar en combates cercanos y seguramente merecedores de su apoyo.
Hay un derecho humano, no siempre reconocido, a la autonegaci¨®n y la paradoja, y en el intrincado nudo de contradicciones del temperamento combativo de Sontag, una de ellas, la concerniente a la sexualidad, ocup¨® numerosas p¨¢ginas en la biograf¨ªa "no autorizada" que Carl Rollyson y Lisa Paddock publicaron en 2000 (la traducci¨®n espa?ola, debida a Gian Castelli, sali¨® dos a?os despu¨¦s en Circe). El libro, profundamente odiado por la escritora, se desliza en ocasiones hacia una minuciosidad chismosa, pero no deja de ser un valioso -y generalmente encomi¨¢stico- retrato personal e intelectual de Sontag. Rollyson y Paddock (?forzados quiz¨¢ por la negativa de su biografiada a colaborar con ellos?) dan excesivo papel a algunos intelectuales como Edmund White o Camille Paglia, amigos y prot¨¦g¨¦s de Sontag ca¨ªdos despu¨¦s en desgracia y damnificados por su desprecio. Hay que decir, con todo, que ambos respondieron a esa fulminaci¨®n: White haciendo un inclemente retrato figurado de Susan y David Rieff en la -por otro lado magn¨ªfica- novela Caracole, y Paglia llevando a su campo nada menos que a Harold Bloom, quien seg¨²n ella le habr¨ªa reprendido, al leer el borrador de la tesis que el profesor y cr¨ªtico estaba supervis¨¢ndole, por incurrir en f¨¢ciles exhibicionismos intelectuales, que Bloom llamaba "sontagismos".
Tanto Camille Paglia (en su ensayo Sontag, Bloody Sontag, del curioso libro Vamps & Tramps) como los autores de la citada biograf¨ªa le echan en cara a una tan aguerrida militante de tantos frentes su silencio esquivo en el dif¨ªcil combate de los colectivos gay por conquistar un cierto reconocimiento civil, siendo adem¨¢s Susan abiertamente lesbiana (Rollyson y Paddock recuentan los amores con las cuatro mujeres fundamentales de su vida, la dramaturga americana de origen cubano Mar¨ªa Irene Forn¨¦s, la actriz y productora francesa Nicole St¨¦phane, la bailarina y core¨®grafa Lucinda Childs y la fot¨®grafa Annie Leibovitz, reunidas las tres ¨²ltimas el pasado d¨ªa 17 de enero junto a la tumba del cementerio de Montparnasse donde fueron depositados los restos de la escritora).
Contradictoria o no, a Sontag le pod¨ªa su marcialidad, hasta el extremo de llegar a mostrarse brutalmente impaciente y expeditiva con interlocutores amigos que dec¨ªan en su presencia algo que ella no esperaba o¨ªr o descartaba (recuerdo un aparatoso corte a Juan Luis Cebri¨¢n en uno de los coloquios de presentaci¨®n en Madrid de la novela En Am¨¦rica, y otro m¨¢s brusco en privado a Marta C¨¢rdenas y Luis de Pablo, por haber inferido que Susan, nacida en Nueva York pero de vida trashumante, hablaba ingl¨¦s con acento neoyorquino). Quiz¨¢ la colisi¨®n m¨¢s significativa y literalmente espectacular que yo haya presenciado se produjo en una velada madrile?a en honor de la autora, que reuni¨® a su alrededor a escritores, cineastas, actores y otros, dig¨¢moslo as¨ª, representantes de la cultura, en un reducido elenco que la festejada hab¨ªa solicitado examinar de antemano. En ese piso del norte de Madrid se conocieron Juan Benet y Sontag, quien en el momento de las presentaciones manifest¨® en franc¨¦s ser "muy admiradora" de las novelas del autor de Volver¨¢s a Regi¨®n. Una hora m¨¢s tarde, Sontag y Benet andaban a la gre?a, cordial y encarnizadamente. Hab¨ªan tenido dos o tres primeros encontronazos dial¨¦cticos sobre Borges (que el escritor madrile?o menospreciaba) y alg¨²n novelista norteamericano contempor¨¢neo, pero la disputa capital se produjo en torno a La Princesa de Cl¨¨ves, de Madame de Lafayette, que, para sorpresa de todos, fue fogosamente defendida por Sontag y tachada de novela rosa por Benet. Dos poderosas y altivas inteligencias haciendo gala de un humor zumb¨®n (Benet), de aplicado sarcasmo (Sontag), y ambas con un punto de soberbia que en ¨¦l era inherente a una t¨ªmida circunspecci¨®n y en ella iba ligada a la necesidad de mantener el perfil de un Marte inexpugnable.
Susan Sontag fue una persona
crucial, muy le¨ªda y querida por m¨ª desde el lejano d¨ªa en que, siendo yo estudiante universitario, me concedi¨® generosamente en el festival de cine de Venecia el tiempo de una larga conversaci¨®n, despu¨¦s publicada en la revista Triunfo. Era la ¨¦poca en que su un tanto aindiada belleza, mantenida airosamente hasta el fin contra los estragos de la edad y las enfermedades, deslumbraba, yendo acompa?ada de la formidable elocuencia y la capacidad de desmarque y b¨²squeda, eso que Arthur C. Danto llam¨® "el m¨¦rito de todas las cosas que arrebat¨® a las sombras y han contribuido a definir aspectos fundamentales de nuestra cultura". En la entrevista, la escritora hizo un ardoroso elogio de las ideas est¨¦ticas de Ortega y Gasset, autor poco considerado y menos le¨ªdo en los ¨¢mbitos izquierdistas de finales de los a?os sesenta en que yo me mov¨ªa y formaban la parroquia de la revista; esa parte de las declaraciones de Sontag caus¨® estupor y un poco de esc¨¢ndalo incluso a escritores maduros, quedando mi propia y no menor estupefacci¨®n inicial despejada en cuanto le¨ª textos tan agudos y reveladores como Ideas sobre la novela, Idea del teatro y La deshumanizaci¨®n del arte.
El 24 de octubre de 2002, Sontag recibi¨® en Oviedo el Pr¨ªncipe de Asturias de las Letras, compartido con F¨¢tima Mernissi, decisi¨®n del jurado que Susan, contenta con el premio, no se contuvo de criticar en privado, dej¨¢ndolo entrever de manera sutil pero contundente en un pasaje del discurso le¨ªdo en el teatro Campoamor, en el que advert¨ªa contra las cuotas de representatividad de ciertos reconocimientos institucionales (a la escritora americana no le cay¨® nada bien la soci¨®loga marroqu¨ª, a quien desde un punto de vista literario, y con toda raz¨®n, encontraba insignificante; Sontag habr¨ªa preferido compartir ese premio de las Letras con el galardonado de Comunicaci¨®n Kapuscinski, que le parec¨ªa un excelente escritor). Pas¨¦, junto a otros amigos suyos y su hijo David, horas memorables en Oviedo, animadas por una Susan en plena forma pugil¨ªstica, de la que Mernissi tuvo debida prueba en un par de intercambios sobre Marruecos, pa¨ªs bien conocido por Susan.
Tambi¨¦n hubo en mi ¨²ltimo encuentro con ella una parte borrascosa, quedando adem¨¢s constancia escrita. Reunidos en Barcelona una semana despu¨¦s del d¨ªa de Oviedo por la revista Letras Libres, Susan y yo hablamos de cine ante una grabadora durante un extenso almuerzo, a partir de temas que yo propon¨ªa (el texto del di¨¢logo, magn¨ªficamente transcrito y algo dulcificado de tono por el entonces subdirector de la revista, Jordi Doce, se public¨® en enero de 2004). Sontag era una cin¨¦fila empedernida, de proyecci¨®n diaria, escribi¨® algunos art¨ªculos extraordinariamente perceptivos sobre directores como Bresson, Godard, Bergman o Syberberg, y realiz¨® cuatro pel¨ªculas que a m¨ª, lo descubrimos ese d¨ªa, me gustaban m¨¢s que a ella (al acabar la comida se mostr¨® ilusionada con un nuevo proyecto cinematogr¨¢fico propio, ahora definitivamente truncado). Pero despu¨¦s de muchos a?os de hablar de cine y ver pel¨ªculas juntos (la f¨¦rrea Susan llor¨® a mi lado viendo Lamerica, de Gianni Amelio, en los cines Renoir de la calle de la Princesa de Madrid), aquella tarde de Barcelona nos sentimos enfrentados y hasta soliviantados el uno por el otro. No s¨¦, naturalmente, lo que ella pens¨® de mis criterios y preferencias f¨ªlmicas, por debajo o m¨¢s all¨¢ de lo expresado y recogido en el debate; por mi parte, me descorazon¨® encontrarla tan negada a reconocer valores, de potencia formal y refinamiento narrativo cuando menos, en los grandes cineastas mainstream antiguos y modernos (nunca le interes¨®, por ejemplo, el que quiz¨¢ sea el mayor artista del cine, Hitchcock), y tan dispuesta, al contrario, a ensalzar una peque?a y arid¨ªsima pel¨ªcula turca o la ¨²ltima parida de la rive gauche parisiense.
El af¨¢n de conocimiento, la voluntad de lucha y afirmaci¨®n de sus certezas, la dureza a menudo inflexible, tan re?ida con esa querencia manifiesta en el discurso de Francfort por "la duda" sobre lo justo y lo injusto, nunca la abandonaron, para bien y para mal. Adopt¨® desde muy joven un rol incomparablemente f¨¦rtil de adelantada de la mejor cultura europea en Norteam¨¦rica, de or¨¢culo o vig¨ªa, por mucho que -a mi juicio- ese rol le impidiese ver tesoros literarios, pl¨¢sticos y cinematogr¨¢ficos de sus propias costas. Su dolorosa muerte, que deja un sitio vac¨ªo en el alto territorio de la literatura y el pensamiento, no disipar¨¢ la figura de Susan Sontag, en la que el riguroso y hasta temible rostro de Marte se superpone a los rasgos de una Venus so?adora de la molicie.
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