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Reportaje:CUMPLEA?OS FELIZ

Los 99 a?os de Francisco Ayala

Escritor y acad¨¦mico, su biograf¨ªa es la del siglo. El pr¨®ximo mi¨¦rcoles cumple 99 a?os. Una vida fuera de serie, llena de rigor y honestidad. Amigos y familiares prestan su voz para acercarnos al hombre m¨¢s ¨ªntimo, al que ellos mejor conocen.

En la Academia, y un poco de historia

Cada jueves se encuentran los dos en la Real Academia Espa?ola. Pero la amistad viene de antes. De cuando Emilio Lled¨® tan s¨®lo conoc¨ªa a Francisco Ayala por sus libros, y pudo, al fin, saludarle en Heidelberg.

Por EMILIO LLED?

Fueron dos encuentros, casuales como casi siempre en la vida, los que me llevaron a Francisco Ayala. El primero, por medio de la escritura. Tengo, entre los libros de mi biblioteca, una edici¨®n de Raz¨®n del mundo. Un examen de conciencia intelectual. Est¨¢ publicado por la editorial Losada, en Buenos Aires, en 1944. Aunque siempre me digo, un poco pretenciosamente, que podr¨ªa recobrar buena parte de mi memoria personal haciendo la historia de mis libros, no puedo, en este caso, recordar d¨®nde lo compr¨¦ ni en qu¨¦ trastienda de librer¨ªa. Porque un libro tan inteligente, pero tan incorrecto para la censura franquista, no ser¨ªa f¨¢cil de adquirir. Confieso que, a mis veinte a?os, yo no sab¨ªa qui¨¦n era Francisco Ayala, como tampoco sab¨ªa qui¨¦n era, por ejemplo, Max Aub. De ellos, por cierto, acaba de publicarse un precioso epistolario. Esta ignorancia, alimentada y fomentada por las autoridades y por algunos interesados en fumigar la memoria, permit¨ªa que en aquellos tiempos pudieran, digamos, brillar novelistas mediocres, ensayistas, profesores mediocres. Hasta hace muy poco ha durado esta marginaci¨®n hist¨®rica de lo mejor de nuestra cultura. En buena parte, a¨²n dura. Hab¨ªa, por supuesto, un peque?o exilio interior de algunas figuras nobles y notables a las que tambi¨¦n se ensombrec¨ªa y combat¨ªa.

La admiraci¨®n que me produjo este primer libro de Ayala me llev¨® a descubrir, pocos a?os despu¨¦s, los vol¨²menes de su Tratado de sociolog¨ªa (1947), con el que escandaliz¨¢bamos, ya en la Facultad, al profesor que nos ense?aba "sociolog¨ªa tomista". Con todos los respetos para Tom¨¢s de Aquino. Me temo que aquel profesor tampoco sab¨ªa nada de Ayala, pero seguro que, cuando le dijimos que era un catedr¨¢tico y escritor que tuvo que irse de Espa?a, por la Guerra Civil, le parec¨ªa todav¨ªa m¨¢s desaconsejable e inquietante ese libro. Tengo que reconocer, sin embargo, que un d¨ªa me lo pidi¨®. Le dej¨¦ uno de los tres vol¨²menes. Al poco tiempo me lo devolvi¨®. "En el fondo, aunque es demasiado realista, no est¨¢ del todo mal", me dijo aquel inolvidable fraile. Nunca pude saber qu¨¦ quiso decir con "realista".

El otro encuentro, el encuentro con la persona real, con la mirada y la voz de Ayala, por quien sent¨ªa ya, s¨®lo por sus escritos, ese afecto que en la juventud te engarza con un paisaje de ideas y sentimientos que reconforta y da vida, fue en Heidelberg, adonde yo me hab¨ªa marchado a principios de los a?os cincuenta. Era la ¨¦poca en que Ayala resid¨ªa en Puerto Rico y aprovechaba las vacaciones universitarias para viajar por Europa. Un estudiante colombiano, al que hab¨ªa conocido en las clases de Gadamer y L?with, ten¨ªa con Ayala una cita en un caf¨¦ de la Hauptstrasse, y me invit¨® a acompa?arle. "?Con Ayala, el soci¨®logo?", le pregunt¨¦. Porque eso era, entonces, para m¨ª, mi don Francisco. Intentando evocar su imagen, le veo desde el recuerdo, en su juvenil madurez -a¨²n no tendr¨ªa Ayala 50 a?os-, sentado con nosotros, en aquel caf¨¦ italiano, Fontanella se llamaba, lugar de encuentro de los dos o tres espa?oles que viv¨ªamos en la ciudad del Neckar, antes de que llegase la fecunda, ejemplar, pac¨ªfica invasi¨®n de trabajadores espa?oles, la mayor¨ªa andaluces, a las f¨¢bricas de Mannheim o Ludwigshafen. Ayala era el primer exiliado a quien conoc¨ª. Y su presencia me tra¨ªa, encarnado en una figura entra?able y excepcional, el aire de un pa¨ªs de libertad y esperanza; el pa¨ªs que yo a?oraba y que se nos arrebat¨®. Fue emocionante para m¨ª ese encuentro, porque ve¨ªa, en vivo, con la lucidez, la iron¨ªa, el poder evocador de sus palabras, una realidad hist¨®rica en la que yo me reconoc¨ªa. Y recuerdo tambi¨¦n que le cont¨¦ aquella historia de su Tratado de sociolog¨ªa, que me sirvi¨®, a pesar de todo, para aprobar la asignatura, esa expresi¨®n rid¨ªcula y funesta que, desgraciadamente, sigue viva en una buena parte de nuestra organizaci¨®n universitaria. Pero ese libro me abr¨ªa, adem¨¢s, un panorama insospechado de an¨¢lisis, de sugerencias e ideas, de reconocimiento, de encuentro conmigo mismo, a trav¨¦s de los otros, de la historia de los otros, de una sociedad, como territorio de lucha y realizaci¨®n, en la que yo quer¨ªa estar.

Le debo a Ayala, entre otras muchas cosas, esa esperanzada y comprometida ense?anza de que, a pesar de la desverg¨¹enza, la violencia, la maldad, la degeneraci¨®n y corrupci¨®n de la mente, vivir es convivir, querer entender, saber qu¨¦ pensar, aprender a pensar desde el mismo coraz¨®n de la sociedad en la que se est¨¢. Y aceptar lo que progresa en la justicia y en la bondad -esa palabra tan arrumbada y deteriorada-. Desde entonces han pasado muchos a?os hasta ese feliz d¨ªa de noviembre de 1993 en que ¨¦l quiso tambi¨¦n que fuera su compa?ero en la Academia, para que ya no tuvi¨¦semos que dejar en manos del azar nuestros encuentros. Hasta el d¨ªa en que escribo esta nota, puedo vivir, en ese magn¨ªfico espacio de trabajo y amistad, la experiencia de su inteligencia, de su rebelde, l¨²cida, apasionada personalidad. Porque adem¨¢s he tenido la fortuna de coincidir con Ayala no s¨®lo en las sesiones plenarias, sino en varias comisiones, donde, en grupos reducidos, bregamos con esa inagotable, cada d¨ªa m¨¢s asombrosa, tarea de las palabras, de sus formas, de sus sentidos.

Vi¨¦ndole, oy¨¦ndole, me reconforta confirmar de nuevo que vivir es estar presente, dejar que la inteligencia y sus neuronas no se agrumen -patolog¨ªa frecuente en nuestro tiempo- y se pudran, tener luz en los ojos, no dejarse corroer por los mordiscos de rastreros intereses, amar la vida, y el lenguaje que la expresa. Esa vida que Ayala ha sufrido, ha gozado y ha alumbrado con su obra y con su larga, firme, asombrosa existencia.

De sus pasos en la calle

A Francisco Ayala le gusta andar. Y conversar con sus amigos. Es un hombre de ir por la calle. Con el escritor y periodista Juan Cruz ha compartido Ayala innumerables charlas, paseos y comidas.

Por JUAN CRUZ.

Antes iba a pie a la Academia, desde su casa de la calle del Marqu¨¦s de Cubas, pero desde hace alg¨²n tiempo la instituci¨®n, a cuyas reuniones de los jueves no falta nunca, le env¨ªa un coche. Podr¨ªa ir andando, con esa manera suya de caminar, fij¨¢ndose en todo lo que sucede, en todo lo que oye. Es un hombre serio, y as¨ª camina, como si sus pasos en la tierra (De mis pasos en la tierra es un libro que ahora vuelve a publicar) le despertaran sus memorias y olvidos? Cuando r¨ªe Ayala es cuando se encuentra con un amigo a quien considere de veras; le abraza como si no quisiera que se fuera nunca. Es un conversador franco y divertido, su memoria es prodigiosa, y se detiene en todos los detalles: hace unos meses, en la Biblioteca Nacional, describi¨® uno de sus tesoros m¨¢s preciados, el cuadro en el que su madre pint¨® el jard¨ªn familiar, y parec¨ªa que Ayala regresaba a aquel lugar que fue su para¨ªso, como si estuviera viendo de nuevo el jard¨ªn de las delicias. Puede estar en silencio, pero ¨¦ste no es inc¨®modo nunca: Ayala habla cuando tiene que hacerlo, procura abrir la boca s¨®lo cuando tiene algo que decir. No es un hombre dado a las formalidades, y tiene por la solemnidad un solemne desprecio. Se le nota: es un hombre muy expresivo, y si le miras el rostro y le ves feliz es que est¨¢ verdaderamente feliz; y no disimula tampoco sus enfados. Es un hombre de ir por la calle; fue un andar¨ªn, por Madrid, por Berl¨ªn, por Nueva York, por Buenos Aires? Cuando regres¨® a Madrid, despu¨¦s del exilio, vio la ciudad del color gris de la tristeza, como las alas de una mosca. Y todo fue cambiando tanto despu¨¦s que acaso s¨®lo la luz que entra por los enormes ventanales de su casa resulta invariable con respecto a su memoria sucesiva de la ciudad de Madrid. Muchas veces transita otras calles, las que rodean la casa de su esposa, Carolyn Richmond, en el barrio de Chamber¨ª; pero aqu¨ª, en Marqu¨¦s de Cubas, se ha hecho la mayor parte de su vida del regreso. No es verdad que beba m¨¢s de un whisky cuando atardece; se toma uno, y luego cena una manzana. A mediod¨ªa come m¨¢s en serio, con un apetito que es la expresi¨®n de su excelente salud. La primera -y la ¨²ltima- vez que se emborrach¨® ten¨ªa poco m¨¢s de veinte a?os; fue con cap, una bebida dulzona que combina el vino blanco con las frutas. Ya que habl¨¢bamos de la calle, le pedimos el otro d¨ªa que nos recordara lo que m¨¢s le impresion¨® caminando: un d¨ªa, en Nueva York, hab¨ªa un remolino de gente en la acera; una joven se hab¨ªa tirado desde una ventana; all¨ª estaba, muerta, y jam¨¢s ¨¦l ha olvidado esa escena. Antes iba mucho al cine, pero ahora lo ve en casa, en la pantalla de Carolyn. No hay tantos motivos para salir a la calle. Pero cuando est¨¢ en ella, c¨®mo se r¨ªe, c¨®mo camina, con qu¨¦ felicidad abraza la vida que le llega.

La curiosidad por el presente

El director del Instituto Cervantes de Nueva York recuerda desde la lejan¨ªa a un Ayala que conserva en la memoria la historia de un siglo. Un hombre de pelo blanco, de sonrisa f¨¢cil, c¨¢lida.

Por ANTONIO MU?OZ MOLINA

En el recuerdo veo a Ayala de lejos, subiendo solo, muy derecho, despacio, la cuesta de la calle de Felipe IV, camino de la Academia, con algo de otro tiempo en su apostura, quiz¨¢ la boina o el corte del abrigo. Igual de erguido permanece mientras toma una copa y conversa, y esa derechura se ve que la ha tenido desde siempre; se le advierte en su gesto de perfil, en el que uno reconoce sin dificultad al hombre m¨¢s joven de las fotograf¨ªas, el hombre de cara m¨¢s carnosa, mirada oscura, levantina, y bigote muy negro, que parece un borrador de este al que conocemos, el Ayala de pelo blanco, de piel mucho m¨¢s clara y mejillas enjutas. "Yo es que hace ya muchos a?os que soy muy viejo", dice de vez en cuando, con un sarcasmo que es muy suyo, y que parece subrayado por un resto de acento de Granada que tiene una mezcla de acento porte?o. En su habla se superponen los acentos como en su memoria las experiencias, los pa¨ªses, los viajes, los muchos pasos por la tierra a los que ¨¦l mismo alude en el t¨ªtulo de un libro, citando un verso feliz de Don Juan Tenorio.

Y sin embargo, no es un hombre abrumado por la memoria, ni irradia esa pesadez que advierte uno a veces en personas que exhiben delante de cualquiera sus acumulaciones de recuerdos, sus tesoros de experiencias y fatigosas an¨¦cdotas, memoriones oficiales que empiezan provocando reverencia y a los pocos minutos lo que despiertan es fastidio. En Ayala, en su manera de ser, de hablar, de estar en el mundo, en el tiempo presente, hay algo escueto, incluso seco, como en su perfil que parece de un dibujo de peri¨®dico de los a?os treinta, una caricatura cubista de Bagar¨ªa. Su forma de expresi¨®n preferida no es el recuerdo demorado y autocomplaciente, sino la observaci¨®n r¨¢pida, con frecuencia ¨¢cida; la sorna inspirada por un conocimiento largu¨ªsimo de las flaquezas y las tonter¨ªas de los seres humanos, especialmente de la hinchaz¨®n gaseosa, de la pompa flatulenta que aqueja tantas veces a los personajillos p¨²blicos.

Tal vez porque llevo sin verlo m¨¢s tiempo del que suele ser habitual tiendo ahora a recordarlo en una cierta lejan¨ªa, como se ve a algunas personas queridas en los sue?os. Lo veo solo, de espaldas, en una noche de invierno, despu¨¦s de la despedida r¨¢pida en la puerta de la Academia, un poco encorvado, las manos en los bolsillos del abrigo, la boina bien calada, bajando hacia el paseo del Prado, camino de su casa en la calle del Marqu¨¦s de Cubas. Lo veo rodeado por la noche fr¨ªa y deshabitada de Madrid y por el espacio vacante del mundo que conoci¨® y que ya no existe, del que casi nadie m¨¢s que ¨¦l sobrevive: la ciudad con tranv¨ªas y con banderas republicanas en los edificios oficiales, los amigos, los caf¨¦s, las redacciones de los peri¨®dicos, los carteles electorales del Frente Popular, la palpitaci¨®n moderna y el desgarro de aquel pa¨ªs que ardi¨® para siempre en las hogueras de la guerra.

Lo veo en su casa, tan escueta de muebles, recostado a mediod¨ªa en un sill¨®n viejo de cuero, tomando una cerveza, quiz¨¢ un poco de whisky con almendras saladas, a la manera de ese tiempo de su vida en Am¨¦rica en el que era moderno tomar whisky para el aperitivo. Ayala ha tenido esta casa desde los a?os sesenta, en un edificio s¨®lido y burgu¨¦s de Madrid, con ascensor solemne, con suelos de parqu¨¦ bru?ido que crujen bajo las pisadas. Pero no hay nada de acumulaci¨®n en ella, no hay esa sobreabundancia de muebles, objetos, recuerdos, libros, que uno imagina cuando espera a que le abran por primera vez. La luz p¨¢lida de un gran patio interior ilumina paredes blancas, anchos espacios desocupados, como si quien vive aqu¨ª acabara de llegar o estuviera a punto de irse, no hubiera tenido ni el tiempo ni la disposici¨®n de amueblarse perdurablemente una vida tranquila. Es la casa de quien tuvo que ir con demasiada frecuencia de un sitio para otro, de quien perdi¨® muchas veces lo que cre¨ªa seguro y tuvo que habituarse a un sentimiento continuo de provisionalidad. Despu¨¦s de perder su casa en San Petersburgo, Vlad¨ªmir Nabokov ya s¨®lo quiso vivir en apartamentos alquilados y habitaciones de hoteles. A los 99 a?os, con la memoria y la experiencia de un siglo, Ayala mira y sonr¨ªe, hu¨¦sped complacido y transitorio del mundo, con mucha m¨¢s curiosidad por el presente que nostalgia por ese ayer invisible que lo rodea como un espacio vac¨ªo.

Ayala y el trabajo

La autora de 'Ayala sin olvidos' conoce bien el trabajo del acad¨¦mico. ?l la eligi¨® para escribir mano a mano un libro sobre su persona, y sabe de la curiosidad, de la avidez del escritor por la vida, por los personajes literarios.

Por ENRIQUETA ANTOL?N

Cuando le entrevist¨¦ por primera vez, lo hice para estas mismas p¨¢ginas, y cuando ¨¦l ley¨® la entrevista -antes de publicarla, como mandan los c¨¢nones de esta casa- s¨®lo puso una pega: "Yo no tengo los ojos azules", dijo, "los tengo verdes". Es verdad. En aquella fecha (1980), Francisco Ayala acababa de volver de su exilio para quedarse en esa Espa?a de la que tuvo que huir al llegar la dictadura. Y hoy, despu¨¦s de tantas horas trabajando con ¨¦l y vi¨¦ndole trabajar, mi ¨²nica justificaci¨®n es que el tremendo respeto que me inspiraba me mantuvo a una prudente distancia mientras habl¨¢bamos. No pod¨ªa imaginar entonces que unos a?os m¨¢s tarde me elegir¨ªa a m¨ª para escribir, mano a mano con ¨¦l, un libro sobre su vida.

Si el espacio donde trabaja el escritor dice algo sobre su persona habr¨¢ que concluir que Francisco Ayala es m¨¢s sobrio que un monje de clausura. En su despacho hay un estante con libros, una silla, una mesa peque?a con una l¨¢mpara, un ordenador, una impresora y nada m¨¢s. El ordenador lo maneja con soltura, pero desprecia cualquier virguer¨ªa de la que sea capaz el aparato y s¨®lo lo utiliza como m¨¢quina de escribir. No se rodea de diccionarios y libros de consulta; no amontona folios, l¨¢pices de colores, bol¨ªgrafos? Tampoco cierra las puertas: una hacia el pasillo, otra hacia un sal¨®n con un televisor, y otra m¨¢s que comunica con el cuarto de estar. Las habitaciones reciben la luz de la calle a trav¨¦s de los balcones sin visillos. La casa est¨¢ en absoluto silencio, y Ayala, de vez en cuando, olvida el teclado y deja que su mirada atraviese las estancias hasta alcanzar la pared m¨¢s lejana. En ella, colgado sobre el sof¨¢ donde se sientan sus amigos, est¨¢ el cuadro tierno que pint¨® su madre: los ni?os jugando con un aro en un jard¨ªn familiar con azahares y con estanque.De ese cuadro hablamos ¨¦l y yo en una de aquellas sesiones de trabajo en las que intercambi¨¢bamos informaci¨®n. ?l me contaba de su juventud y de las ilusiones que alumbr¨® la llegada de la Rep¨²blica, pero a cambio quer¨ªa saber de las m¨ªas y de c¨®mo se las arregl¨® la dictadura para acabar con ellas. Porque Ayala es curioso, muy curioso, y esa avidez suya por saberlo todo tiene mucho que ver con su modo de trabajar. Mira y escucha como casi nadie lo hace. No toma notas, o lo hace raramente; pero graba en su memoria, que no olvida. Por eso sus personajes literarios son personas.

Suele decir de s¨ª mismo que es indisciplinado, y ser¨¢ verdad, pero no lo parece. Se levanta temprano, lee los peri¨®dicos (no todos: algunos los detesta), responde cartas, selecciona alguna de las muchas invitaciones que recibe sin pedirlas, tira a la papelera todas las dem¨¢s y se pone a escribir. O a hablar, que tambi¨¦n eso es trabajo, con alguno de los muchos estudiosos que se han acercado a ¨¦l para indagar en su obra, o con la escritora, como fue en mi caso, que se dispone a arrancarle alg¨²n secreto de los que ¨¦l no quiso contar en sus memorias. Recuerdos y olvidos llam¨® al libro en que habla de s¨ª mismo. Ayala sin olvidos llamamos de com¨²n acuerdo al que escribimos entre los dos, y que a m¨ª me dio la ocasi¨®n impagable de conocer de primera mano ese aspecto de su personalidad que hoy titulamos Ayala y el trabajo.

Selecciona, y no recibe a todo el mundo, ya sean periodistas, estudiosos o escritores. Pero a los elegidos los espera a la puerta de su casa, y con amabilidad exquisita los conduce a su cuarto de estar y les ofrece asiento, caf¨¦ y, a veces, si es la hora adecuada, una copa. (Es cierto que a Francisco Ayala le gusta tomarse un whisky. Pero quien le imagine en plan artista maldito, escribiendo con la botella al alcance de la mano, delira). Luego, casi con impaciencia y siempre con buen talante, se somete a tus preguntas?, y ay de ti si no has preparado concienzudamente la entrevista, si no sabes con qui¨¦n est¨¢s hablando, dicho sea sin intenci¨®n peyorativa. Porque Ayala respeta a quien hace bien su trabajo, pero desprecia al fr¨ªvolo que se cree con derecho a hacerle perder el tiempo. ?l no lo pierde. Consciente de la rareza que supone llegar a viejo en plenas facultades ("a viejo", s¨ª; los subterfugios ajenos para referirse a su edad le dan risa), espera el final del viaje como si acabara de empezarlo. Y sigue trabajando.

Intimidades literarias

La mujer con la que comparte su vida desde hace a?os conoce sus m¨¢s ¨ªntimos secretos y tambi¨¦n su obra literaria. Ella traza un retrato tierno y c¨®mplice de quien llama un "joven nonagenario".

Por CAROLYN RICHMOND

Este 16 de marzo cumple Francisco Ayala 99 a?os, y para El Pa¨ªs Semanal me han pedido que trace una breve semblanza del hombre con quien desde hace ya casi tres d¨¦cadas comparto mi vida. Es encargo dif¨ªcil, pues, adem¨¢s de ser su confidente y su mujer, soy tambi¨¦n una especialista en su obra literaria, as¨ª como testigo de gran parte del proceso creativo, y, para colmo, desde hace cuatro a?os -cuando sufri¨® unos serios contratiempos de salud- vengo desempe?ando tambi¨¦n el papel de secretaria privada, de archivera (no de Coimbra) y de asesora t¨¦cnica (equipos de inform¨¢tica, de telefon¨ªa, de m¨²sica, de DVD, etc¨¦tera). Por si ello fuera poco, m¨¢s de una vez me he visto en la inc¨®moda situaci¨®n de hallarme convertida, para sorpresa m¨ªa, hasta en un personaje ficticio suyo?

Desde esta compleja pero privilegiada perspectiva, y ateni¨¦ndome siempre a los l¨ªmites de la discreci¨®n, procurar¨¦ cumplir con tan espinoso encargo.

Retrato del artista. Artista no adolescente, sino ya hoy joven nonagenario. Hay fotos del Ayala ni?o con una mirada tan inconfundiblemente intensa, ir¨®nica y escudri?adora que resulta imposible no reconocer en ella la mirada -ora implacable, ora llena de ternura- de este Ayala maduro. Ojos que todo lo ven, y que en silencio hablan. Esta a la vez callada y elocuente mirada, capaz de producir en quien la sostiene tanto desasosiego, refleja una dualidad fundamental del Ayala persona y del Ayala escritor: su asombroso sentido cr¨ªtico, por un lado, y, por otro, su profunda ternura emocional. En su vida, as¨ª como en su literatura -recu¨¦rdense, sin ir m¨¢s lejos, el 'Diablo mundo' y los 'D¨ªas felices' en que est¨¢ dividido El jard¨ªn de las delicias-, coexisten, de modo complementario y en una dial¨¦ctica constante, lo objetivo y lo subjetivo, la s¨¢tira y el lirismo, el intelecto y el esp¨ªritu, la figura p¨²blica y la intimidad.

De todo ello es plenamente consciente el propio Ayala, autorretratista no s¨®lo en sus bien titulados Recuerdos y olvidos, sino tambi¨¦n -de modo m¨¢s ficcionalizado- en El jard¨ªn de las delicias o en recopilaciones tales como De mis pasos en la tierra; un Ayala que en m¨¢s de una ocasi¨®n ha afirmado que su propia vida est¨¢ inscrita en el conjunto de su literatura. En ella, as¨ª como en su actividad cotidiana, prevalece la mirada: la que inspira a la mente del escritor, la que en silencio observa la realidad alrededor suyo. Aun cuando, como hace ya alg¨²n tiempo ocurri¨®, le ha fallado algo la vista, nunca dej¨® de ver. La vista es su instrumento esencial, que, junto con los dem¨¢s sentidos, le permite interpretar y esclarecer la compleja realidad humana. Ah¨ª tenemos al Ayala autor contempl¨¢ndose en el ep¨ªlogo de El jard¨ªn de las delicias como "en los trozos de un espejo roto": indagando all¨ª no s¨®lo en el sentido de su propia vida, sino tambi¨¦n en la posible validez de la expresi¨®n literaria que a ella le ha prestado; o bien, a aquella evocaci¨®n visual suya de la "rosa dejada en un vaso de agua, en el ¨¢ngulo de una mesa de pino, o all¨¢, al fondo, puesta sobre el simple vasar", cuya imagen, al final del elegiaco Di¨¢logo de los muertos, ofrece, dentro del sombr¨ªo cuadro de la pieza, un rayo de luz esperanzador.

La intimidad, bien sea dom¨¦stica, bien sea literaria, le presta a este pintor de palabras una delicada gama de posibilidades visuales.

Delicias de la vida diaria. La poes¨ªa est¨¢ en los detalles. ?Un d¨ªa en la vida de Ayala? Veamos lo que nos sugiere su Jard¨ªn. Imagin¨¦mosle por la ma?ana, tomando su caf¨¦ y un cruas¨¢n, u observando a trav¨¦s del espejo a su compa?era mientras ella se maquilla ('Tu ausencia'); ri¨¦ndose, o m¨¢s bien quiz¨¢ rabiando, al repasar tras el desayuno la prensa matutina ('Recortes del diario Las Noticias de ayer'); resolviendo, por prudencia, no arriesgarse ese d¨ªa con un paseo ('Otra vez los gamberros'); pasando al sal¨®n donde, al encontrar un cenicero colmado de colillas, recuerda la visita de unos amigos la tarde anterior ('The party's over'); saliendo a compartir con alguien un sabroso cochinillo asado ('Au cochon de lait'); contemplando a su compa?era durante la siesta ('Mientras t¨² duermes'); invit¨¢ndola, luego, a tomar un t¨¦ ('Magia, I'); descansando en su butaca, con un whisky y una revista entre las manos ('Amor sagrado y amor profano'); escuchando la radio al acostarse por la noche ('M¨²sica para bien morir'), y luego, dormido, sondando los abismos de la nada ('Un sue?o').

Los d¨ªas pasan, pasan las noches. Los vive y los re-crea Francisco con plasticidad suma?

Una an¨¦cdota final. Poco he hablado aqu¨ª de m¨ª misma y de nuestra larga e intensa relaci¨®n. Se me ocurre ahora contar, por ¨²ltimo, un incidente quiz¨¢ bastante revelador. A mi regreso, all¨¢ en el a?o 1993, tras una estancia en Nueva York, me reservaba Ayala una sorpresa: durante mi ausencia hab¨ªa escrito ¨¦l un cuento que enseguida -apenas me hube quitado el abrigo- se apresur¨® a leerme. Titulado No me quieras tanto, empezaba as¨ª: "Harto ya, ¨¦l desapareci¨® un buen d¨ªa sin decirle ni adi¨®s. Eran varias las veces que antes de entonces le hab¨ªa dicho adi¨®s; pero, como tambi¨¦n ¨¦l la quer¨ªa mucho, terminaba volviendo de nuevo al seno de la amada?". Segu¨ªa leyendo ¨¦l, con esa voz suya un poco apagada; pero, disuelta yo en l¨¢grimas, apenas le o¨ª. De este modo, me dec¨ªa a m¨ª misma, me pone sobre aviso el hombre a quien, en efecto, tant¨ªsimo quiero? Tan aut¨¦nticas me parec¨ªan esas palabras que tardar¨ªa un largo rato en darme cuenta de que no se trataba ah¨ª de nosotros dos, sino de la definitiva huida de un hombre imaginario abrumado por su posesiva amante, la cual deber¨ªa consolarse luego con la compa?¨ªa de "un perrito precioso".

Que saque cada uno de esta historia sus propias conclusiones.

La amistad y los libros

Ayala tiene numerosos amigos. Tambi¨¦n tuvo numerosos libros, aunque perdi¨® muchos cuando tuvo que dejar casa, familia y pa¨ªs. Ese amor por los libros es hoy todav¨ªa una de sus grandes pasiones.

Por RAFAEL CONTE

"A estas alturas, y en vista de las circunstancias", me dijo hace unos d¨ªas el poeta Juan Carlos Su?¨¦n, con quien habl¨¦ para contarle que asistir¨ªa a su conferencia de la tarde, "vamos a nombrar a Francisco Ayala nuestro albacea, nuestro legatario universal". Era con motivo de la conferencia que Ayala, a sus casi 99 a?os, iba a pronunciar en la Biblioteca Nacional, sobre el tema Los libros en mi vida, inaugurando un ciclo que present¨® en la prensa, al lado de Aitana S¨¢nchez-Gij¨®n, y no se sab¨ªa, viendo su fotograf¨ªa en la prensa, qui¨¦n estaba m¨¢s guapo de los dos, como se lo dije al abrazarle en persona. Pues su amistad, que dura ya m¨¢s de medio siglo, ha honrado y dignifica mi vida entera. Me situ¨¦ en las primeras filas, pues me dejaron pasar antes de la apertura de la gran sala -que se llen¨® a rebosar- dada mi cojera y sirviendo de coartada a la gentil Ana Gavin, que esperaba a su compa?ero Ricardo Mart¨ªn, pues hab¨ªa que empezar a guardar sitios. Las primeras filas se llenaron enseguida de mujeres, y no miento: su esposa, Carolyn; su hija, Nina, y su hermana peque?a; sus amigos Silvia y Pepe Mart¨ªn; su memorialista Kety Antol¨ªn; Mar¨ªa Sol Benet; Natacha Sese?a, y as¨ª sucesivamente. Luego llegu¨¦ a Juan Cruz y a Elsa Fern¨¢ndez-Santos (que hizo muy bien sus veces), y pens¨¦ en lo que le le¨ª a Estela Canto, cuando dio testimonio (en Borges a contraluz) de sus intentos infructuosos por llegar a ser la novia de Jorge Luis Borges. "Ahora vamos a ver al hombre m¨¢s guapo del mundo", le dijo el poeta cegato, quien le aclar¨® que el hombre que iban a ver era el escritor espa?ol Francisco Ayala, entonces exiliado en Buenos Aires, y amigo suyo y colaborador en Sur. Pues no miento tampoco cuando digo -y se lo dije- que la edad no tan s¨®lo le ha conservado, sino que nunca lo he visto mejor, pues con la operaci¨®n de cataratas ya ha podido recuperar la pasi¨®n de su vida, que ha sido, como ustedes saben, la de la m¨ªa y la que nos uni¨® hasta hoy, la lectura, y a tocar madera, ya que si no soy supersticioso es porque trae mala suerte.

Ayala ley¨® con voz firme un texto prodigioso como todos los suyos (que se pudo leer aqu¨ª unos d¨ªas despu¨¦s), donde se pudo ver, una vez m¨¢s, que cuanto m¨¢s avanzamos en la edad, m¨¢s nos alejamos en el tiempo, pues fueron sobre todo sus recuerdos de infancia y juventud los que nos llegaron con mayor viveza. As¨ª, tras evocar un cuadro en el que su madre pint¨® de soltera el jard¨ªn del carmen granadino de su abuelo -que todav¨ªa conserva en su casa de Madrid y que ilustra la portada de su obra maestra El jard¨ªn de las delicias-, pas¨® a hablar de metapintura, pues la pintora se hab¨ªa colocado leyendo dentro del cuadro, pero en su infancia no se le ocurri¨® pedir qu¨¦ libro le¨ªa; habl¨® de sus propias lecturas de los rom¨¢nticos (el Duque de Rivas, Zorrilla), los realistas (Pereda y Gald¨®s) o modernistas (Villaespesa); atraves¨® las palabras incorrectas de Cervantes, y los folletines de Dumas, para pasar ya en Madrid a todas las bibliotecas posibles, que simboliz¨® en la Nacional, que le acogi¨® entonces y lo hac¨ªa ahora. Tuvo muchos libros, tanto de sus compa?eros de entonces (el propio Lorca) o los del exilio posterior (Borges y Mallea), pero la guerra, los viajes y alg¨²n accidente -la inundaci¨®n de un s¨®tano donde se los guardaba un hermano- hizo que los perdiera casi todos, por lo que renunci¨® a conservarlos, y gracias a que Carolyn Richmond ha guardado los que ha podido.

Pero los amigos, como los libros, se guardan y se pierden, y nunca he visto desolaci¨®n como la de Ernst J¨¹nger a sus 100 a?os, todav¨ªa firme y erguido comiendo y bebiendo vino y champ¨¢n, habiendo perdido a sus dos hijos y seguido trabajosamente por su segunda esposa m¨¢s joven, que hab¨ªa sucedido a una primera difunta, tras comprobar que le hab¨ªan cambiado el mundo como en un alzheimer anticipado. Ayala ha perdido ya muchos amigos, por separaci¨®n -pocos-, y -casi- todos los libros, por p¨¦rdida, pero estos ¨²ltimos los sigue teniendo a mano. Entre otras cosas, cit¨® a un excelente escritor franc¨¦s, Andr¨¦ Salmon (un amigo de Apollinaire, Picasso y Max Jacob), un periodista y poeta del que buscaba un libro de su juventud, Souvenirs sans fin, perdido desde que lo mencion¨® en El jard¨ªn de las delicias. A final del pasado verano encontr¨¦ una reedici¨®n en una librer¨ªa del pueblecito franc¨¦s en el que veraneo, y, despu¨¦s de leerlo con atenci¨®n, pude regal¨¢rselo. Pues, aunque fuera usado, los libros son nuestros verdaderos amigos, los que no se pierden nunca: como se ve, Ayala sigue teniendo raz¨®n, y ojal¨¢ la siga teniendo para siempre.

Amor de hija

A su hija, nacida poco antes de estallar la Guerra Civil, Ayala le ha transmitido su pasi¨®n por la pintura. Arquitecta e historiadora del arte, Nina valora su educaci¨®n, "poco com¨²n en aquellos tiempos".

Por NINA AYALA MALLORY

Al ser la hija ¨²nica de mi padre -quiz¨¢ por haber estallado la Guerra Civil menos de dos a?os despu¨¦s de mi nacimiento-, el cari?o paterno hubo de volcarse exclusivamente en m¨ª, creando un lazo afectivo entre los dos que fue clave en el desarrollo de mi personalidad.

La guerra cambi¨® abruptamente la trayectoria de vida de mis padres, ya que a consecuencia de ella finalmente tuvieron que abandonar Espa?a; pero, antes de esa partida, mi padre hubo de sufrir la p¨¦rdida del suyo y de un hermano muy joven, adem¨¢s de la posici¨®n profesional que ya hab¨ªa alcanzado en su pa¨ªs. ?l supo afrontar esos tristes acontecimientos con total entereza, sin jam¨¢s hacerme sentir a m¨ª ni a mi madre lo duro que sin duda era para ¨¦l conllevarlos. Creo que esa fuerza interior supo trasmit¨ªrmela con su manera de ser y con su ejemplo, y que si he sabido ser feliz, a pesar de los contratiempos con los que a veces me he tropezado, es porque ¨¦l supo serlo ante las dif¨ªciles circunstancias que le toc¨® vivir.

La situaci¨®n econ¨®mica de la familia en Buenos Aires, donde nos establecimos en 1939, no fue muy brillante por varios a?os, pero durante ese periodo ¨¦l siempre se esforz¨® en darme las cosas que -como cualquier ni?a- yo deseaba, y en procurarme la educaci¨®n que m¨¢s me fuese a valer en el futuro, y s¨¦ que tuvo que hacer sacrificios personales para poder conseguirlo.

La actitud de mi padre con respecto a mi educaci¨®n no era la com¨²n en esos tiempos trat¨¢ndose de una hija, pues puso empe?o en que tuviese la preparaci¨®n necesaria para que llegase a mujer sabi¨¦ndome independiente y capacitada para seguir el camino que quisiera. Un paso importante en esa preparaci¨®n fue el de matricularme en una escuela privada norteamericana de Buenos Aires cuando cumpl¨ª los 12 a?os. En aquel momento yo no pod¨ªa apreciar lo que debi¨® significar para la familia el coste de mandarme a esa escuela, pero fue all¨ª donde aprend¨ª a hablar el ingl¨¦s con facilidad, aprendizaje que ser¨ªa inapreciable para m¨ª en el futuro. Tres a?os m¨¢s tarde dejar¨ªamos Buenos Aires para asentarnos en Puerto Rico, territorio americano desde donde en diferentes tiempos pasamos los tres a Nueva York.

Cuando llegu¨¦ a los 17 a?os, consecuente con la idea de que pudiese tener independencia econ¨®mica, mi padre me aconsej¨® que pensase en dirigir mis estudios hacia una preparaci¨®n profesional. Considerando cu¨¢les eran mis puntos fuertes, las matem¨¢ticas y el dibujo, la decisi¨®n se decant¨® naturalmente hacia la arquitectura, y fui enviada a Nueva York para entrar en la Columbia University.

Una vez terminados mis estudios, mi t¨ªtulo de arquitecto me permiti¨® ganarme la vida con holgura en ese campo durante un tiempo, y pude considerar con m¨¢s madurez cu¨¢les eran mis intereses intelectuales. Al cabo de tres a?os hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que ese trabajo no me satisfac¨ªa, y decid¨ª cambiar de profesi¨®n. Tambi¨¦n entonces mi padre me anim¨® en ese proyecto, y volv¨ª a reintegrarme a la misma universidad para seguir estudios avanzados en historia del arte.

No sab¨ªa yo entonces que tanto mi habilidad en el dibujo como mi afici¨®n al arte, especialmente al de la pintura, me ven¨ªan de buena fuente, pues s¨®lo muchos a?os m¨¢s tarde me enter¨¦ de que mi padre hab¨ªa dibujado y pintado en su juventud, y que hasta hab¨ªa pensado en un momento dedicarse a la pintura. Esta revelaci¨®n se produjo una tarde en mi casa, en la que -mientras yo estaba ocupada en otra cosa- ¨¦l se entretuvo en dibujar un torito negro, pi?ata mexicana que me hab¨ªa comprado mucho tiempo antes con ocasi¨®n de un viaje a M¨¦xico. Cuando vi ese dibujo en sus manos me qued¨¦ literalmente at¨®nita, pues nunca hab¨ªa sospechado que mi padre pudiese hacer con tanta soltura y rapidez un dibujo tan bonito como era aquel, que todav¨ªa conservo.

Su apoyo incondicional y su cari?o, siempre presentes durante mi ni?ez y juventud, fueron determinantes en la formaci¨®n de mi persona, como ser humano y como profesional.

EL escritor y acad¨¦mico, Francisco Ayala.
EL escritor y acad¨¦mico, Francisco Ayala.RICARDO GUTI?RREZ

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