En el comienzo fue el crimen
Tantos a?os lleva la filosof¨ªa pol¨ªtica moderna insistiendo en que el acuerdo entre seres racionales es el fundamento de la convivencia democr¨¢tica que empezamos a correr el riesgo de olvidar una verdad m¨¢s honda que ¨¦sa, la idea que Hanna Arendt expresaba con palabras lapidarias: "Toda organizaci¨®n pol¨ªtica que los hombres hayan podido construir tiene su origen en el crimen, toda la fraternidad de la que hayan sido capaces los seres humanos ha resultado del fratricidio". Y no es que los fil¨®sofos ilustrados de los que proviene la idea del contrato social ignorasen esta verdad, sino que la disfrazaban utilizando la per¨ªfrasis del estado de naturaleza como situaci¨®n previa de la cual los hombres sal¨ªan gracias a aquel contrato social. Pero el estado de naturaleza era en realidad la violencia fratricida. La historia de la libertad humana comienza por el mal, pues es obra del hombre, dec¨ªa Kant.
Lo trascendente ser¨¢ la capacidad de elaborar e interiorizar un discurso p¨²blico que asuma colectivamente lo sucedido
En el origen de nuestra convivencia pac¨ªfica no se encuentra sino el crimen de un hombre contra otro
En el origen fue el crimen. Esta verdad ha pervivido a trav¨¦s de los siglos con la fuerza que el pensamiento humano logra en las raras ocasiones en que produce met¨¢foras convincentes o f¨¢bulas universalmente v¨¢lidas. Aparece en el relato b¨ªblico con toda nitidez: fue el fratricidio de Abel el que puso en marcha la sociedad. Porque el Dios de la Biblia, en lugar de permitir una cadena de venganza sin fin, prohibi¨® a los hombres la represalia contra Ca¨ªn, al que orden¨® vagar por la tierra convertido nada menos que en "fundador de ciudades". De esta forma, es la limitaci¨®n de la venganza violenta, que de otra forma se hubiera seguido del crimen, la que funda la posibilidad de una convivencia pol¨ªtica. Esta misma idea aparece tambi¨¦n en la mitolog¨ªa griega sobre los or¨ªgenes: s¨®lo cuando Atenea decide poner fin a la cadena de violencia desatada por el crimen y salva a Orestes de la venganza de las Erinias es cuando la polis se hace posible (Rafael del ?guila lo ha mostrado en un penetrante ensayo). Y vuelve la met¨¢fora a comparecer en el relato de los or¨ªgenes de Roma, el crimen de R¨®mulo contra su hermano Remo.
Sigmund Freud expres¨® en t¨¦rminos anal¨ªticos esta misma noci¨®n m¨ªtica, al referirse al valor de la pr¨¢ctica ritual como substitutiva de la violencia inicial, del crimen fundador. Pr¨¢cticas rituales que se encuentran seg¨²n los antrop¨®logos en casi todas las culturas humanas, y que superan la violencia de todos contra todos mediante su codificaci¨®n ceremonial. Y es que, por mucho que nos duela a los presumidos seres racionales que somos, en el origen de nuestra convivencia pac¨ªfica no se encuentra sino el crimen de un hombre contra otro, seguido tarde o temprano por una promesa rec¨ªproca: la de limitar las consecuencias destructivas que fatalmente se seguir¨ªan de ¨¦l mediante su asunci¨®n colectiva y su perd¨®n.
La convivencia civil espa?ola desde la Transici¨®n puede explicarse mediante muchos expedientes, apelando al consenso entre fuerzas pol¨ªticas diversas, a la madurez o desarrollo de la sociedad, a la ingenier¨ªa pol¨ªtica de los l¨ªderes, etc¨¦tera, pero ninguna explicaci¨®n tendr¨ªa pleno sentido si no incluyera la referencia al crimen que est¨¢ en su origen: el crimen de la Guerra Civil. Ante todo y sobre todo existi¨® la conciencia soterrada y profunda de que un hecho terrible hab¨ªa ocurrido en el pasado inmediato y que s¨®lo poniendo fin de una vez por todas a sus efectos criminales (esos efectos que el franquismo conserv¨® vivos) pod¨ªa fundarse una nueva cohabitaci¨®n civil en la pen¨ªnsula. El pacto se fund¨® as¨ª en la violencia previa, y el recuerdo de ¨¦sta sirvi¨® para conservarlo largos a?os. Ahora es ya historia y, precisamente por ello, puede ser revisado cr¨ªticamente por las nuevas generaciones sin demasiado riesgo para la convivencia.
?En qu¨¦ creen que se funda, en ¨²ltimo t¨¦rmino, la Europa que est¨¢ empezando a crecer como sociedad pol¨ªtica transnacional? ?En tratados econ¨®micos, en competencias transferidas, en la ideolog¨ªa federal? Naturalmente que tambi¨¦n, pero en el hond¨®n de la conciencia de muchos europeos, y desde luego en la de sus elites, estuvo sobre todo el recuerdo de treinta a?os de crimen continuado, una experiencia de matanzas sin fin entre europeos desde 1918 a 1945. Y una voluntad: la de poner fin para siempre a tal violencia insoportable.
Todo lo anterior viene a cuento al contemplar nuestra situaci¨®n aqu¨ª y ahora, en esta Euskal Herria en la que no conseguimos echar a andar una convivencia pol¨ªtica estable, a diferencia de lo que sucede en el resto de la pen¨ªnsula. Y me temo que si no lo conseguimos es porque intentamos hacerlo con el crimen todav¨ªa presente y operativo, y sobre todo sin llevar a cabo el debido proceso social de asunci¨®n y purificaci¨®n. No existe entre nosotros conciencia social suficiente del hecho de que una parte de la sociedad ha levantado su mano contra la otra, que ha habido entre nosotros un crimen fratricida. Y esa conciencia social es imprescindible para echar a andar despu¨¦s. Cierto que es preciso poner fin a la violencia por los medios correspondientes. Cierto que es de justicia resarcir a las v¨ªctimas y liberarlas del papel de chivo expiatorio que han cumplido sin quererlo. Pero, al final, lo trascendente ser¨¢ la capacidad de elaborar e interiorizar un discurso p¨²blico que asuma colectivamente lo sucedido, que lo racionalice en t¨¦rminos que puedan gestar un perd¨®n y una promesa de futuro. Y para elaborar este discurso es imprescindible la toma de conciencia del nacionalismo vasco en su conjunto.
Desgraciadamente, en lugar de ello asistimos a la construcci¨®n de unos relatos que difuminan lo m¨¢s importante, esto es, la dimensi¨®n social de los hechos acaecidos, y pretenden reducirlos a t¨¦rminos estrictamente privados o personales. Para este relato pseudoreparador el crimen y el da?o ser¨ªan cuestiones privadas, asuntos de dolor y sufrimiento de personas concretas que podr¨ªan ser resarcidas o rehabilitadas. La sociedad vasca actuar¨ªa tan s¨®lo como un espectador piadoso (inocente) del final de la violencia. Compasi¨®n infinita, asunci¨®n colectiva de responsabilidad ninguna. Pero resulta que cuando "hablamos de cr¨ªmenes p¨²blicos y con fines p¨²blicos" (Aurelio Arteta) no cabe la privatizaci¨®n del mal.
No creo que pueda edificarse una convivencia duradera sobre los cimientos de este relato amputado, porque no cierra el crimen, sino que simplemente lo rodea con un vac¨ªo, construye una oquedad en torno a ¨¦l. Las placas tect¨®nicas se mover¨¢n tarde o temprano y arruinar¨¢n lo construido. Como en un t¨²nel mal dise?ado. Y si no, al tiempo.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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