Relatos del pasado
Aguarda uno con cierto malestar a que se apaguen las luces en la sala de cine donde va a proyectarse El hundimiento. Un retrato cercano de Hitler, en sus ¨²ltimos d¨ªas de apocalipsis y delirio en el b¨²nker de la Canciller¨ªa, ?no tender¨¢ inevitablemente a mostr¨¢rnoslo humano, fr¨¢gil, en esa anticipada decadencia f¨ªsica que atestiguan todas las fuentes m¨¢s pr¨®ximas, un anciano encorvado y tembl¨®n que acababa, sin embargo, de cumplir 56 a?os? Hemos le¨ªdo libros y visto documentales, as¨ª que es muy probable que la pel¨ªcula no vaya a darnos ninguna informaci¨®n que no tengamos ya. La causa del desasosiego es m¨¢s sutil, y tiene que ver con la naturaleza peculiar de la ficci¨®n, uno de cuyos rasgos cruciales es el grado mayor o menor de empat¨ªa que nos induce a establecer con los personajes de una historia. Por supuesto que tambi¨¦n simpatizamos con los protagonistas de un documental, o de un libro hist¨®rico, pero lo hacemos de manera que excluye la identificaci¨®n, porque en todo momento el tiempo en el que sucede el relato est¨¢ alejado del nuestro, y la experiencia que cuenta pertenece a otros, est¨¢ encerrada en un ¨¢mbito temporal y circunstancial que podemos comprender sin que nos aluda personalmente.
?Es ficci¨®n, puede argumentarse, una pel¨ªcula que trata de personajes reales, de hechos objetivamente sucedidos, documentados casi minuto a minuto por testigos cuya veracidad lleva sesenta a?os siendo investigada? Lo es desde el momento en que los personajes, aunque se correspondan con personas reales, son encarnados por actores, se mueven por decorados que imitan con detalle lugares verdaderos, pero que al fin y al cabo no son m¨¢s que escenarios, imitan voces, estilos de peinado, repiten de memoria como si fueran ocurrencias s¨²bitas palabras que otros han escrito para ellos. Bruno Ganz se parece asombrosamente al Hitler de las ¨²ltimas fotograf¨ªas, encogido y siniestro, casi desaparecido entre la visera de la gorra y las solapas levantadas del abrigo militar: y el modo en que reaccionamos ante su interpretaci¨®n depende de que nos resulte cre¨ªble, y a la vez de que sepamos en cada instante de que estamos viendo el trabajo supremo de un actor.
Entonces surge otra punzada de desasosiego: ?hasta qu¨¦ punto es l¨ªcito admirar el trabajo de un actor que interpreta magistralmente a Hitler, si esa interpretaci¨®n, en la medida en que es certera, implica resaltar la humanidad de alguien que es monstruoso? Una caricatura presenta con eficacia la inhumanidad, al precio de la inverosimilitud, de la falta de esa sustancia misteriosa de la que est¨¢n hechos los personajes de ficci¨®n, y que es precisamente lo que los convierte en verdaderos, no a pesar de su irrealidad, sino gracias a ella. Sabemos, por los testimonios de muchos que lo conocieron de cerca, que Hitler pod¨ªa ser afectuoso y considerado con el personal a su servicio, y que trataba con particular cari?o a los diversos perros que tuvo a lo largo de su vida. Pero una cosa es saberlo y otra muy distinta es ver al actor que interpreta a Hitler en una pel¨ªcula dirigir palabras tranquilizadoras a la secretaria inexperta a la que aturde su presencia, o mirar con dulzura y pesadumbre, con los ojos humedecidos, a su perra Blondi cuando est¨¢n a punto de sacrificarla, un poco antes de que ¨¦l mismo se quite la vida. El historiador y el psic¨®logo estudian y eval¨²an esos pormenores: el lector de una novela, el espectador de una pel¨ªcula, dan sin remedio un paso m¨¢s, que se corresponde con el que previamente ha llevado al novelista o al actor a comprometerse con su creaci¨®n hasta el punto de volverla verdadera. Para lograrlo, han de vivir hasta un cierto punto, gracias a la intensidad de su imaginaci¨®n, la experiencia que cuentan, han de ponerse en el lugar del personaje al que interpretan o al que retratan con sus palabras. La ficci¨®n, en suma, consiste en ponerse emocionalmente en el lugar de otro, suspender la distancia en la misma medida que la incredulidad: pero no para cegarse o enajenarse con la identificaci¨®n, sino para mirar desde dentro, y para saber as¨ª c¨®mo y qu¨¦ ve el otro, incluso qu¨¦ puede haber de com¨²n entre el otro y uno mismo.
Seguimos intern¨¢ndonos en terreno peligroso. Tout comprendre c'est tout pardonner, asegura el dicho franc¨¦s: ?ser¨¢ inevitable perdonar aquello que se ha comprendido, acogerlo bajo la capa de una blanda tolerancia hipnotizada por la familiaridad? En El hundimiento, el posible peligro de una comprensi¨®n tan honda que lleve, si no al perd¨®n, s¨ª al menos a un cierto grado de indulgencia hacia seres que al fin y al cabo son humanos y d¨¦biles como nosotros, no afecta s¨®lo al personaje de Hitler: la secretaria que act¨²a como mediadora entre nosotros y la historia -y de la que proceden una parte de los testimonios m¨¢s valiosos sobre la cotidianidad en el b¨²nker- es una muchacha por la que f¨¢cilmente sentimos simpat¨ªa. Tiene una belleza entre serena y asustada, una mirada tan limpia que no la enturbian nunca la angustia ni el miedo, ni siquiera el espect¨¢culo repulsivo al que lleva tres a?os asistiendo. No era nazi, asegura, no ten¨ªa ideas pol¨ªticas: m¨¢s que devoci¨®n fan¨¢tica hacia un tirano genocida lo que parece sentir es agradecimiento y afecto por un jefe que la trata consideramente, que le pide disculpas cuando la hace quedarse hasta muy tarde escribiendo a m¨¢quina y no pierde la paciencia con sus errores de mecanograf¨ªa.
Pero el talento de la actriz -y de quienes han escrito y dirigido la pel¨ªcula- consiste en que la verosimilitud que nos lleva a comprender sus actos y sus reacciones nos sirva no para perdonar, sino para volvernos conscientes de los mecanismos psicol¨®gicos que llevaron a tantas personas comunes y no especialmente malvadas ni envenenadas ideol¨®gicamente a ser c¨®mplices del r¨¦gimen pol¨ªtico m¨¢s homicida y m¨¢s destructivo que ha conocido la historia, en el pa¨ªs que parec¨ªa m¨¢s culto, m¨¢s avanzado de Europa. Para mayor hondura, la experiencia de la ficci¨®n est¨¢ precedida por la voz real de la mujer que fue secretaria de Hitler, y queda clausurada al final de la pel¨ªcula con su entera presencia. La anciana que habla, muy poco antes de morir, muchos a?os despu¨¦s del fin de la guerra, no finge inocencia ni reclama el beneficio de esa falta de informaci¨®n que alegaron hip¨®critamente tantos de sus compatriotas: No supe ver, viene a decir, pero deber¨ªa haber sabido, y no hay disculpa en mi ceguera, ni hab¨ªa inocencia en mi desconocimiento.
Esa contrici¨®n es suya, del todo intransferible: gracias a la ficci¨®n se nos convierte en una experiencia propia, que al iluminar con su claridad horrenda el pasado nos lo vuelve no s¨®lo presente, sino tambi¨¦n posible de nuevo, plausible por la naturalidad con que hemos visto suceder esas vidas, ese hundimiento de proporciones geol¨®gicas en medio del cual, sin embargo, se respiraba con frecuencia la vulgaridad obtusa y un poco incongruente de cualquier escena cotidiana. Mientras los rusos se acercan a la Canciller¨ªa y las bombas incendian las ruinas de Berl¨ªn, un ordenanza, en el comedor del b¨²nker, ordena concienzudamente tenedores y cuchillos sobre un mantel blanco. Atolondrada, casi feliz por su nueva dignidad conyugal, Eva Braun, horas antes de morir, les recuerda a las secretarias que ya pueden llamarla se?ora Hitler, una mujer de clase media, sentimental y corta de luces que por fin ha logrado que se case con ella el hombre que la entretuvo irregularmente durante demasiados a?os.
Pero la catarsis de esta ficci¨®n no existe s¨®lo en la esfera confidencial, donde suele producirse el encuentro del espectador con la obra de arte: tambi¨¦n se expande, en Alemania, al espacio de la conciencia civil, interpelando a la generaci¨®n que vivi¨® esos hechos y fue c¨®mplice y responsable y a la vez v¨ªctima de ellos, y a los hijos y nietos para los que el paso del tiempo y la desaparici¨®n de los testigos no puede ser una coartada a favor del olvido, y menos a¨²n de la reconciliaci¨®n con un pasado espantoso. Rememorar con lucidez y sin complacencia ni azucarada mentira, comprender lo imperdonable sin suavidad y sin perd¨®n: sucede tambi¨¦n en otra pel¨ªcula, ¨¦sta italiana, La mejor juventud, donde la monstruosidad sanguinaria que se recuerda son los a?os de plomo, el delirio ideol¨®gico con coartadas izquierdistas que aliment¨® los cr¨ªmenes de las Brigadas Rojas. Esta vez los ejecutores no son fan¨¢ticos uniformados con la calavera y el doble garabato de las SS, sino personas que se parecen mucho m¨¢s a nosotros, a algunos de nuestros amigos y de nuestros hermanos mayores, los universitarios enardecidos por la calentura intelectual y pol¨ªtica de Mayo del 68, algunos de los cuales decidieron que sembrar el terror ejecutando de un tiro en la nuca al enemigo de clase era leg¨ªtimo y tambi¨¦n necesario, un paso inevitable en el camino hacia el porvenir radiante de la liberaci¨®n.
?Ser¨¢n posibles pel¨ªculas as¨ª entre nosotros? Har¨ªa falta quiz¨¢s un relato del pasado sobre el que estuvi¨¦ramos de acuerdo, y tambi¨¦n una convicci¨®n m¨¢s o menos colectiva de que en ese relato la verdad m¨¢s amarga es preferible a la mentira consoladora y quiz¨¢s edificante, y que las mitolog¨ªas novelescas sobre el origen colectivo merecen el mismo respeto intelectual y pertenecen a la misma charlataner¨ªa idiotizadora que las cartas astrales.
La ficci¨®n es un grado supremo en la codificaci¨®n de la experiencia que viene mucho despu¨¦s que las investigaciones hist¨®ricas, cuando el acuerdo sobre lo que sucedi¨® en el pasado com¨²n tiene un grado semejante de coherencia al de la concordia que limita las leg¨ªtimas discrepancias sobre el presente y las versiones diversas sobre el porvenir. Se trata de un acuerdo limitado y modesto, revisable, sometido al escepticismo y a la desgana, como casi todas las rutinas que sostienen la vida, pero da la impresi¨®n -al menos cuando se sigue la actualidad pol¨ªtica, hecha a la vez de sobresalto y de tedio- de que es un acuerdo cada vez m¨¢s dif¨ªcil en Espa?a. Los historiadores, desde luego, han hecho y hacen su trabajo, pero los resultados de sus investigaciones no parece que se filtren a la conciencia p¨²blica, y menos a¨²n a las versiones de la historia que se cuentan en las escuelas o que se intercambian arrojadizamente en el debate pol¨ªtico. Quiz¨¢s no hay manera de edificar ficciones nobles sobre la Historia cuando la Historia permanece confundida con la ficci¨®n, con los relatos halagadores que cada grupo inventa para dotarse de un pasado rom¨¢ntico, libre de culpa, ungido de ese victimismo inocente que con tanta entereza se negaba a s¨ª misma en su vejez la secretaria de Hitler. En un pa¨ªs donde se tarda treinta a?os en retirar las estatuas del dictador, ?c¨®mo ser¨ªa posible hacer una pel¨ªcula en la que se retraten los extremos bien documentados de su sadismo y de su vulgaridad, de su catolicismo de rosario y mesa camilla y zapatillas de pa?o y de la frialdad con que sigui¨® firmando penas de muerte cuando ya el Parkinson le sacud¨ªa las manos con un temblor decr¨¦pito? El relato de la derecha sobre la guerra se parece al de las pel¨ªculas en blanco y negro de los a?os cuarenta: el de la izquierda, muchas veces, no pasa de la complacencia ignorante de pel¨ªculas como Libertarias o Tierra y libertad, en las que el grado de complejidad pol¨ªtica y de intensidad moral no es mucho m¨¢s elevado que el de un desfile de moda. En la ficci¨®n de La mejor juventud, el personaje atormentado de la mujer que pasa muchos a?os en la c¨¢rcel por haber pertenecido a las Brigadas Rojas sigue expiando su culpa y su verg¨¹enza -la responsabilidad de sus actos- aun despu¨¦s de recobrar la libertad, y se esconde en el anonimato de unas gafas negras: sin duda ese desenlace es mucho m¨¢s veros¨ªmil que el que suele ser habitual en la realidad espa?ola, donde hay asesinos que se ufanan impunemente de sus cr¨ªmenes y ostentan cargos pol¨ªticos y condecoraciones ciudadanas. La Guerra Civil espa?ola termin¨® seis a?os antes que la guerra de Hitler, pero la lejan¨ªa en el tiempo parece a?adir confusi¨®n en vez de claridad: ya no fue un asalto militar y fascista contra un r¨¦gimen leg¨ªtimo ni una guerra de clases, ni un episodio lateral en la gran guerra civil europea del siglo XX, sino una p¨¦rfida agresi¨®n de los espa?oles contra los vascos, o de los madrile?os contra los catalanes. Y nadie admite que los suyos tuvieran algo de culpa en el desastre colectivo, o que la clarividencia sea m¨¢s necesaria y m¨¢s valiosa que los embustes fabricados para proyectar hacia el ayer el narcisismo del presente, el confortable victimismo que lo disculpa a uno de cualquier responsabilidad sobre sus actos y le hace merecedor de cualquier privilegio. Hay ficciones t¨®xicas que suplantan la realidad y difunden el delirio, y ficciones severas que explican e iluminan el mundo. Saliendo del cine, en una ciudad espa?ola, despu¨¦s de ver El hundimiento o La mejor juventud, cuando uno compra el peri¨®dico y vuelve a casa y mira las noticias, tiene la rara sensaci¨®n de que era en la sala oscura donde ha visto la realidad, y de que a la luz del d¨ªa es donde lo asaltan y lo marean los espejismos, donde el pasado y el presente son igual de confusos y la verdad y la mentira no pueden distinguirse, las dos infectadas por el mismo grado de inverosimilitud.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
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