Al rojo vivo
La presencia de un director como Philippe Herreweghe (Gante, 1947) al frente de la ONE es, de entrada, una buena noticia. El belga dirige las mejores formaciones del globo -Berl¨ªn, Viena, Amsterdam, Leipzig-, graba discos y tiene buena reputaci¨®n. Como adem¨¢s es un m¨²sico de los pies a la cabeza, la estancia en Madrid beneficia doblemente a una orquesta que puede aprender de ¨¦l y, si el rendimiento es bueno, conseguir que el invitado diga que, en el fondo, no est¨¢ tan mal venir a dirigir al Foro, una especie de p¨¢salo que nos viene muy bien, tan acostumbrados como est¨¢bamos a que por aqu¨ª no pasara ninguno de esos directores en alza que van dejando sus se?as por el mundo adelante.
Orquesta y Coro Nacionales de Espa?a
Philippe Herreweghe, director. Obras de Schubert y Bruckner. Auditorio Nacional. Madrid, 1 de abril.
Herreweghe dedic¨® su programa a dos sinfon¨ªas inacabadas que son sendas cumbres del repertorio: S¨¦ptima -antes llamada inexactamente Octava-, de Schubert, y Novena, de Bruckner. Dos hermosuras con mucho que dirigir. No cabe pedir ni una nota m¨¢s en ninguna de las dos, dejan al oyente saciado de belleza y hacen pensar. En Schubert se comenz¨® sin demasiado misterio pero tambi¨¦n se vieron las intenciones del maestro, haciendo tocar a las cuerdas con poco vibrato e imponiendo una articulaci¨®n con raigambre clara en sus interpretaciones historicistas. En el Andante las cosas comenzaron a cambiar y la orquesta entr¨® en faena como preparando lo que ser¨ªa una segunda parte de alt¨ªsimo inter¨¦s. El Bruckner fue una cosa muy seria pues Herreweghe demostr¨® tener muy claro lo que hay debajo de las notas y supo transmitirlo. Es verdad que hubo errores puntuales, que determinadas intervenciones mostraron cu¨¢nto debe mejorar la orquesta aqu¨ª y all¨¢, en sonido y en pura t¨¦cnica individual. Pero tambi¨¦n lo es que hubo entrega, ganas, fuerza y pundonor.
Un lado no tan amable
Con esas armas, la ONE respondi¨® a un planteamiento que ve el testamento bruckneriano desde el lado menos amable de ese encuentro con el Buen Dios que se le suele adjudicar. El primer tiempo es para Herreweghe la exposici¨®n de la duda, la uni¨®n de lo oscuro y del miedo que el abismo provoca. El segundo va por el mismo camino. Y el inconmensurable Adagio final es una suma de perplejidades con la luz al fondo, una luz no sabemos si cierta o s¨®lo imaginada, un punto de llegada que puede ser tan real como enga?oso.
Con el gesto propio de quien lleva media vida dirigiendo cantatas de Bach, con menos elegancia que eficacia -los brazos planeando, nervioso el paso sobre el podio- animando a la orquesta en todo momento, cantando, y bien audiblemente, con ella, Herreweghe demostr¨® no s¨®lo que su decisi¨®n de no quedarse en el repertorio barroco haya sido un acierto, sino la evidencia de que tiene cosas que decir y que sabe c¨®mo hacerlo. Gracias a ¨¦l -y a una ONE que luci¨® verg¨¹enza torera y que pareci¨® sentirse muy a gusto con el maestro- vivimos en el Auditorio un Bruckner al rojo vivo.
Babelia
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