El espect¨¢culo m¨¢s grande del mundo
La agon¨ªa, muerte y exequias de Juan Pablo II han provocado una conmoci¨®n sin precedentes en todo el planeta. Hasta ahora, s¨®lo el asesinato del presidente Kennedy hab¨ªa sido objeto de una emoci¨®n parecida, aunque, puestas en una balanza, la repercusi¨®n internacional de este ¨²ltimo episodio resulta m¨ªnima comparada con la que ha tenido el fallecimiento del primer Papa polaco de la historia.
?Debe verse en este extraordinario espect¨¢culo un fen¨®meno superficial, meramente medi¨¢tico, concitado por la curiosidad fr¨ªvola que los medios de comunicaci¨®n hab¨ªan mantenido en ebullici¨®n, convirtiendo a Karol Wojtyla, desde el 16 de octubre de 1978 en que accedi¨® a la silla de San Pedro, hasta su muerte, en uno de los iconos m¨¢s publicitados de la actualidad? Desde luego, ¨¦ste es un factor que hay que considerar a la hora de explicar la casi incre¨ªble movilizaci¨®n de estos d¨ªas, y la atenci¨®n de buena parte del mundo volcada hacia Roma, con motivo de la desaparici¨®n del Sumo Pont¨ªfice. Pero un factor entre otros, m¨¢s serios, que conviene tratar de perfilar ya que ellos contienen advertencias sobre la realidad pol¨ªtica, espiritual y cultural del mundo en que vivimos y sus derroteros inmediatos.
La personalidad carism¨¢tica y en¨¦rgica, de gran comunicador, y el coraje personal que Juan Pablo II mostr¨® a lo largo de su pontificado, deben tenerse en cuenta, desde luego, as¨ª como la rotundidad rectil¨ªnea de sus convicciones, algo que atrae a muchos mortales, pues les da seguridad, los exonera de las corrosivas dudas y los absuelve de tener que elegir entre opciones a veces desgarradoras. Que otro, sobre todo si ese otro es alguien tan resuelto y claro como Karol Wojtyla, crea, piense y decida por uno es algo que no s¨®lo seduce a muchos cat¨®licos; se trata de una debilidad a la que es propensa buena parte de la humanidad y no s¨®lo entre creyentes, tambi¨¦n ateos y agn¨®sticos sucumben a esa tentaci¨®n. Es cierto, asimismo, que su pr¨¦dica a favor de la paz, de los pobres, del acercamiento a las otras iglesias y principalmente a la jud¨ªa, de la soluci¨®n negociada de los conflictos y los esfuerzos que hizo en este campo, por ejemplo durante la crisis de los Balcanes, o en pro de una reapertura del di¨¢logo entre Israel y Palestina, contribuyeron a conferirle una imagen de l¨ªder sensible y cargado de humanidad.
Ahora bien, la idea de la democracia de Juan Pablo II no era precisamente la que tenemos muchos que nos creemos dem¨®cratas y para quienes los ¨¢mbitos de la religi¨®n y del Estado deben estar tan claramente diferenciados como lo privado y lo p¨²blico. La idea de un Estado laico y de una religi¨®n confinada en la esfera individual y familiar era intolerable para este Papa, que nunca dej¨® de condenar con firmeza toda medida social y pol¨ªtica que entrara en conflicto con las ense?anzas de la Iglesia, aunque se tratara de disposiciones y leyes aprobadas por gobiernos de inequ¨ªvoco origen democr¨¢tico, respetuosas del sistema legal vigente y apoyadas por la mayor¨ªa de la poblaci¨®n. La idea de consensos alcanzados a base de rec¨ªprocas concesiones, de coexistencia en la diversidad de modos de vida y de costumbres y pr¨¢cticas diferentes y a veces enemigas entre s¨ª -la esencia misma de una sociedad democr¨¢tica-, ten¨ªan para Juan Pablo II una limitaci¨®n dogm¨¢tica: tampoco a los no cat¨®licos les deb¨ªa ser tolerado aquello que a la cat¨®lica grey le estaba prohibido, y, seg¨²n su mensaje expl¨ªcito, las leyes de la ciudad deb¨ªan consignarlo as¨ª. En el uso del cond¨®n, el divorcio y la despenalizaci¨®n del aborto, entre otros temas, su intransigencia fue gran¨ªtica. Esta concepci¨®n de la democracia respond¨ªa a un modelo ideal que, m¨¢s que social cristiano, era excluyentemente social cat¨®lico.
Despu¨¦s del nazismo y el comunismo, otra bestia negra para Karol Wojtyla fue el liberalismo, al que denunci¨® con severidad destemplada en sus enc¨ªclicas. Ve¨ªa en ¨¦l, como en las caricaturas y estereotipos sobre el capitalismo de los marxistas, el origen de un sistema materialista, deshumanizado, rapaz y explotador, que sofoca la vida espiritual, incita la codicia y el individualismo ego¨ªsta, aumenta los abismos econ¨®micos entre ricos y pobres y relaja la moral y las costumbres. Por eso, atacaba el mercado libre, descre¨ªa de la competencia librada al veredicto de los consumidores y defend¨ªa un intervencionismo estatal en la econom¨ªa que, guiado por la doctrina de la fe cat¨®lica, impidiera los excesos, redistribuyera los beneficios y garantizara la justicia social. La transparente buena intenci¨®n y la elocuencia fogosa con que el Papa venido de Cracovia promov¨ªa estas ideas, no pueden atenuar su anacronismo.
Su rechazo de la modernidad no concern¨ªa solamente al dominio econ¨®mico. Era todav¨ªa m¨¢s contundente en lo relativo al sexo y a las relaciones humanas. Si, a partir del Concilio y del pontificado de Juan XXIII, los llamados cat¨®licos "progresistas" se hac¨ªan ilusiones sobre un "aggiornamento" de la Iglesia, que admitiera el control de la natalidad, que los sacerdotes se casaran, que la mujer asumiera funciones sacerdotales, y aun medidas como la eutanasia, los matrimonios gay y la clonaci¨®n de ¨®rganos humanos, pronto descubrieron que con Juan Pablo II la Iglesia no s¨®lo no har¨ªa la menor concesi¨®n en ninguno de estos asuntos y, por el contrario, retroceder¨ªa hacia las posiciones m¨¢s tradicionales e intolerantes.
Lo parad¨®jico es que, esta regresi¨®n conservadora, en vez de acentuar las divisiones en una Iglesia que se hallaba ya muy dividida, parece haberlas cancelado por un periodo que podr¨ªa ser largo. Es una de las haza?as de Juan Pablo II: haber conseguido una unificaci¨®n, un cierra filas en la Iglesia cat¨®lica que nadie se hubiera atrevido a augurar hace un cuarto de siglo. Parece evidente que, hoy, la instituci¨®n se halla m¨¢s cohesionada, menos amenazada de crisis y divisiones, que nunca antes en medio siglo. La unificaci¨®n se ha conseguido por el m¨¦todo m¨¢s expeditivo: echando fuera del redil a los disidentes y heterodoxos, o, en el m¨¢s indoloro de los casos, manteni¨¦ndolos dentro, pero mudos e invisibles. La Teolog¨ªa de la Liberaci¨®n est¨¢ liquidada y los que todav¨ªa la pregonan a voz en cuello, como Leonardo Boff, o los te¨®logos cr¨ªticos y pugnaces de la l¨ªnea oficial vaticana, como Hans K¨¹ng, hacen m¨¢s ruido fuera que dentro de la Iglesia, donde su influencia, por obra del Papa fallecido, parecedeclinante y acaso extinguida. Gustavo Guti¨¦rrez conserva su prestigio, pero sus posiciones se han moderado mucho y todo indica que la m¨¢s alta jerarqu¨ªa ya no las considera "subversivas". Prelados y sacerdotes "progresistas" han sido marginados y reemplazados en cargos de responsabilidad por quienes defienden la tradici¨®n. En los 27 a?os de pontificado de Juan Pablo II las organizaciones m¨¢s ce?idas a la ortodoxia conservadora, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, el Sodaliscium, entre otras, se han beneficiado de un apoyo entusiasta y conseguido una implantaci¨®n poderosa dentro de la instituci¨®n. Por el momento al menos, los cat¨®licos "progresistas" parecen una especie acorralada, luchando contra la extinci¨®n.
Como no es concebible que una sociedad progrese y prospere sin una vida espiritual y religiosa, y, en el caso del Occidente, religi¨®n quiere decir sobre todo cristianismo, hubiera sido deseable que el catolicismo se adaptara, como ya lo hizo en el pasado cuando las circunstancias lo empujaron a aceptar la democracia, a las realidades de nuestro tiempo en materia sexual, moral y cultural, empezando por la emancipaci¨®n de la mujer y terminando por el reconocimiento del derecho a la igualdad de las minor¨ªas sexuales. Pero, en gran medida por obra de la formidable personalidad de Karol Wojtyla y su contagiosa pr¨¦dica, ha ocurrido lo contrario. Esto no dejar¨¢ de tener efectos en la vida pol¨ªtica y, acaso, en Europa, signifique una involuci¨®n antiliberal parecida a la que ha tenido lugar en Estados Unidos con la irrupci¨®n de los movimientos religiosos fundamentalistas en los procesos electorales.
?C¨®mo explicar que un Papa de sesgo tan inequ¨ªvocamente antimoderno sea llorado, venerado y a?orado por tantos hombres y mujeres, dentro y fuera de la Iglesia cat¨®lica? Porque en el pa¨ªs de los ciegos, el tuerto es rey. En esta ¨¦poca de grandes naufragios ideol¨®gicos, los antiguos sistemas filos¨®ficos que pretend¨ªan reemplazar, o complementar, a la religi¨®n como explicaci¨®n del mundo y de la historia, y establecer pautas para la convivencia, el progreso y la justicia, han ca¨ªdo en total descr¨¦dito. Todo ello se refleja en la mediocrizaci¨®n generalizada de los l¨ªderes pol¨ªticos y la decepci¨®n que provocan el oportunismo y el cinismo de que los gobernantes m¨¢s conspicuos suelen hacer gala. En este contexto, la aparici¨®n de alguien tan claramente principista en su actuar, tan coherente y persuasivo, y tan dotado para la comunicaci¨®n, llen¨® un vac¨ªo y le gan¨® una inmensa popularidad. En sus incansables recorridos por el mundo, alcanz¨® pronto una estatura de gigante. Su ¨¦xito, contrariamente a lo que algunos han escrito en estos d¨ªas, no se debe a sus ideas anticuadas y a su reaccionarismo. Muy rara vez las ideas, las razones, conquistan al gran p¨²blico. Son los gestos, las im¨¢genes, las emociones y pasiones que es capaz de despertar con su palabra y sus obras, y, tambi¨¦n, con la percepci¨®n, acertada o equivocada, de que detr¨¢s de todo ello hab¨ªa en quien as¨ª actuaba y predicaba, un ser de excepci¨®n, lo que ha hecho de Karol Wojtyla un h¨¦roe de nuestro tiempo.
No soy creyente y los asuntos del otro mundo me han tenido siempre sin cuidado. Si existe, tal vez en ¨¦l el magisterio y las realizaciones de Juan Pablo II sean provechosas para las almas. En ¨¦ste, me temo que hayan dejado algo maltrecha a la cultura de la libertad.
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