Contra Bernhard
Bueno, hay algunas cosas suyas que me gustan. Pocas. En novela, las m¨¢s breves: El sobrino de Wittgentstein. La voz m¨¢s elegiaca de Reger hablando de su mujer muerta en Maestros antiguos, que Xavier Albert¨ª dirigi¨® espl¨¦ndidamente. Extinci¨®n, otra novela adaptada al teatro por el enorme Krystian Lupa. La historia del amor perdido de la se?ora Zittel, siempre Rosa Novell, en Plaza de los h¨¦roes, a las ¨®rdenes de Garc¨ªa Vald¨¦s. ?Teatro? Otro Albert¨ª magistral, A la meta. Y Minetti, la obra que yo hubiera deseado ver en lugar de El hombre de teatro, que actualmente se da en el Lliure. Me march¨¦ a la mitad. Una salida, si se quiere, muy bernhardiana, exagerada, violenta casi: imagino que el viejo se reir¨ªa un poco de que alguien, chulo que es uno, no aceptara genuflexo sus palabras, que se fuera a cenar y a beber porque, literalmente, no pod¨ªa soportar aquello. Y no, no pude. ?La de cosas que he llegado a o¨ªr y a leer estos d¨ªas sobre Bernhard y esta obra! Me da urticaria s¨®lo recordarlo: "Todo el teatro de Shakespeare junto ofrece menos dificultad", "lucid¨ªsima diatriba", "profunda reflexi¨®n sobre el teatro y la esencia misma del actor". ?Y algunos de los que lo dec¨ªan eran c¨®micos, gente de teatro! Pobres c¨®micos. Est¨¢n tan acostumbrados a que les denigren, a que les perdonen la vida, que incluso bendicen a quien les mea en la boca. No, no pico. Respeto demasiado el teatro y a los c¨®micos como para aceptar esta visi¨®n. Me da n¨¢useas el protagonista, el Gran Bruscon, ese pobre desgraciado que trata a todos como esclavos, que retuerce el brazo a su hija para que le diga que es el mejor actor del mundo, que larga un mon¨®logo de dos horas cisc¨¢ndose en todo, la tos, las corrientes de aire, las luces de emergencia, los jefes de bomberos, el hedor de cerdo, el bochorno, el polvo, los periodistas, los pueblos peque?os, el dolor de espalda, la humedad, la cretinez universal y, por supuesto, los austriacos. Nunca me he tomado en serio las imprecaciones de Bernhard, porque siempre iguala a la baja: no parece muy convincente el orate que vocifera igual ante el fascismo que ante un cuello mal planchado. Pero no es ¨¦se el problema, mi problema, vuelvo a lo de antes. Obras como El hombre de teatro contribuyen a perpetuar los m¨¢s siniestros clich¨¦s sobre el artista: el actor es un megal¨®mano, el actor es un imb¨¦cil, el actor es un s¨¢dico. Mi problema es que Bruscon es un triste hijo de perra. Y un gran actor, un gran artista, y he conocido a unos cuantos, no es jam¨¢s un hijo de perra. Un c¨®mico podr¨¢ ser vanidoso, infantil, pu?etero, inaguantable, encabronado, pero nunca un hijo de perra. Un hijo de perra se dedica a hacer dinero, a hacer guerras, a hacer cualquier cosa que no requiera coraje, como requiere el oficio de subirse a un escenario y reinventar la vida. ?D¨®nde est¨¢ la vida en esta obra, la pasi¨®n de vivir, la pasi¨®n de crear, el coraje, la fuerza? ?No le quedaba ni un m¨ªsero hueco a Bernhard, entre el eterno co?azo de los nazis austriacos y el dolor de espalda, para mostrar algo de vida y arte, palpitantes? Me dicen: "No, es que retrata a un cabr¨®n pat¨¦tico". Contesto: bien, no hacen falta dos horas para eso. Muy bien, que entre el cabr¨®n, pero tambi¨¦n quiero ver su arte, como en The Dresser, como en Kean, como en Moi, Feuerbach, hay cientos de ejemplos. Si me dais a alguien enterrado en la mierda hasta el cuello quiero ver c¨®mo lo alarga para seguir devorando la vida, con la pistola al lado por si hace falta, como la Winnie de Happy Days. No soporto el arte sin b¨²squeda de la belleza, sin un gramo de elevaci¨®n, me parece obsceno. Tengo m¨¢s razones para detestar El hombre de teatro. Es una sopa recalentada: Bernhard ya nos cont¨® todo eso, y mucho mejor, en Minetti y en La fuerza de la costumbre. En Minetti hab¨ªa poes¨ªa, hab¨ªa el coraje del viej¨ªsimo actor empecinado en seguir haciendo teatro, en calzarse de nuevo la m¨¢scara de Ensor mientras no dejaba de caer la nieve, fuera y dentro. En La fuerza de la costumbre hab¨ªa conflicto, los personajes contestaban al director megal¨®mano, no eran esas tristes marionetas casi mudas, serviles, nulas. A m¨ª me subleva que una actriz como Lina Lambert est¨¦ haciendo el personaje de la se?ora Bruscon, que s¨®lo tose, no hace otra cosa que toser porque as¨ª se lo marca Bernhardt con una absoluta falta de generosidad, ni una respuesta, ni una frase. Venga, por dios; es como tener un viol¨ªn y rascarlo con un serrucho, es un desperdicio, es un bromazo de mal gusto, y tres cuartas de lo mismo para Oriol Gen¨ªs, Lurdes Barba, Judit Lucchetti, Ivan Labanda, Silvia Ricart, reducidos a la pantomima amordazada. ?Qu¨¦ maldita gracia tiene eso? Escribo este papel para hablar de ellos y para hablar de Llu¨ªs Homar, para comunicarles el inmenso respeto y admiraci¨®n que me produce su trabajo; para explicarte, querido Llu¨ªs, por qu¨¦ me largu¨¦ a cenar, para que sepas, si es que te hace falta (ya ves qu¨¦ importancia nos damos los cr¨ªticos), que mi marcha y mi diatriba no tienen nada que ver con tu gran logro art¨ªstico, con tu esfuerzo, y al mismo tiempo me repugna estar hablando de esfuerzo, hay, para m¨ª, algo terrible en haberse tenido que aprender toda esa retah¨ªla de imprecaciones, de exageraciones, de banalidades, esas dos horas de texto, y tener que repetirlo cada noche, y al mismo tiempo late una grandeza que me supera, aplaudo al actor con la misma fuerza que detesto a Bruscon.
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