El Ner¨®n ingl¨¦s

Es imposible conseguir unanimidad para una galer¨ªa de villanos, para una borgiana historia universal de la infamia. Porque, en nuestros propios d¨ªas, hemos visto a sanguinarios dictadores aclamados por muchedumbres de secuaces, a siniestros presidentes de Gobierno obteniendo mayor¨ªa absoluta en las elecciones, a c¨ªnicos violadores de los derechos humanos y de las leyes internacionales ocupando las m¨¢s altas magistraturas del pa¨ªs m¨¢s poderoso del mundo. Por mi parte, debo confesar mi convicci¨®n de que los retratos de la mayor parte de los malvados de esta serie s¨®lo admitir¨ªan el claroscuro o el gris marengo, y no el negro ala-de-cuervo, como parece que ser¨ªa de rigor. Y esto es v¨¢lido para Enrique VIII de Inglaterra.

El segundo monarca de la casa de Tudor ha sido, en efecto, defendido en diversas ¨¦pocas y desde diversos puntos de vista. En la ¨¦poca de su hija Isabel (que puso a William Shakespeare en el brete de escribir una obra sobre su padre, que era al mismo tiempo el asesino de su madre), la opini¨®n p¨²blica de su reino vio en Enrique VIII al hombre que hab¨ªa liberado al cristianismo ingl¨¦s de la tiran¨ªa de Roma y que hab¨ªa puesto los fundamentos para convertir a Inglaterra en una gran potencia europea. Hoy los especialistas destacan sus logros pol¨ªticos: el refuerzo de la maquinaria estatal (secretar¨ªa de Estado; consejos del Norte, de las Marcas y de Gales), la voluntad de creaci¨®n de una Gran Breta?a avant la lettre (merced a las repetidas acciones frente a Escocia, al inicio de la pol¨ªtica de expansi¨®n en la vecina Irlanda con su autoproclamaci¨®n como rey y a la definitiva asimilaci¨®n del Pa¨ªs de Gales a Inglaterra), el impulso dado a la intervenci¨®n del Parlamento en la vida p¨²blica y, finalmente, la transformaci¨®n de una naci¨®n medieval en un Estado moderno. Tambi¨¦n se pone el ¨¦nfasis en su labor cultural, ilustrada quiz¨¢ por la creaci¨®n de la m¨²sica de c¨¢mara (Dionisio Memmo) y, con seguridad, por la difusi¨®n del humanismo (Thomas More), la contrataci¨®n de grandes artistas (Hans Holbein), la desaforada actividad constructiva y el esplendor de una corte magnificente. Y por ¨²ltimo, otros autores destacan sus cualidades personales: su prestancia f¨ªsica (antes de que las injurias de la edad ajaran su rostro y engrosaran despiadadamente su cuerpo), su complexi¨®n atl¨¦tica, su habilidad en las justas y en otros juegos, sus dotes intelectuales, su pasi¨®n por la cultura cl¨¢sica y por el arte renacentista, su delicado gusto de hombre cultivado, su donosura como experimentado cortesano e incluso su condici¨®n de eterno enamorado e incansable amante.

Sin embargo, ya el siglo XVII empez¨® a cuestionar esta imagen halagadora y a poner de relieve otros rasgos m¨¢s negativos de su car¨¢cter, como fueron su ego¨ªsmo absoluto, su mal humor habitual y su terrible c¨®lera ocasional, su hipocondr¨ªa incontenible, sus modos de aut¨®crata, su envidia incurable, su codicia insaciable, su falta de escr¨²pulos para la consecuci¨®n de sus fines, su nula clemencia para con sus enemigos (que en muchos casos hab¨ªan sido sus m¨¢s pr¨®ximos colaboradores en la v¨ªspera), su conducta para con sus esposas, sus amantes ef¨ªmeras y sus propios hijos. As¨ª, Walter Raleigh, cuando ya la casa de los Tudor hab¨ªa dejado paso a la casa de los Estuardos en el trono de Inglaterra, se pudo permitir el lujo de escribir: "Si todos los cuadros y dibujos de un pr¨ªncipe desprovisto de misericordia se perdieran en el mundo, todos se podr¨ªan volver a pintar a partir de la historia de este rey". Y ni que decir tiene que fuera de Inglaterra no hubo que esperar tanto para que se propagase sin paliativos la imagen de Enrique VIII como la de un cruel tirano cuyas manos estaban te?idas de la sangre de muchos de sus enemigos y de algunas de sus esposas.

Dejando a un lado la valoraci¨®n de los resultados de su actuaci¨®n pol¨ªtica para el futuro de Inglaterra y de los resultados de sus decisiones religiosas para el futuro del cristianismo, tarea muy ardua que no nos compete aqu¨ª, hay que decir, sin embargo, que una buena parte de la trayectoria hist¨®rica del reinado a partir de los a?os treinta dependi¨® muy estrechamente de medidas de gobierno que le fueron dictadas al monarca por sus deseos personales, es decir, que se tomaron sacrificando deliberadamente los intereses de la comunidad a las apetencias particulares y al puro ego¨ªsmo del soberano.

Esto nos lleva naturalmente al hecho crucial de la anulaci¨®n de su primer matrimonio con Catalina de Arag¨®n. Posiblemente la cuesti¨®n se plante¨® por las dificultades de Catalina, despu¨¦s de haber alumbrado a Mar¨ªa Tudor, para dar al rey el hijo var¨®n que deseaba fervorosamente. Fue a partir de este momento cuando Enrique comenz¨® a pensar en un defecto de forma en su matrimonio, puesto que la reina hab¨ªa estado casada en primeras nupcias con Arturo, el hermano mayor del rey, muerto prematuramente, y esta circunstancia pod¨ªa caber dentro de la prohibici¨®n contenida en el Lev¨ªtico contra los matrimonios con las esposas de los hermanos, pese a que el primer matrimonio de Catalina no se hab¨ªa consumado y adem¨¢s mediaba dispensa papal para legitimar el segundo. Estas dudas del rey se acentuaron significativamente tras haber entablado conocimiento con una joven llamada Ana Bolena, por la que concibi¨® tal pasi¨®n que ya no quiso contentarse con hacerla una de sus amantes, como hab¨ªa ocurrido anteriormente con Isabel Blount (que adem¨¢s le hab¨ªa dado un hijo, Enrique Fitzroy, conocido por su t¨ªtulo de duque de Richmond, a quien el rey pens¨® alguna vez en nombrar heredero, pese a su bastard¨ªa) o con Mar¨ªa Bolena, la hermana de Ana, que hab¨ªa sido amante de Francisco I de Francia, quien la consideraba "una gran puta, la m¨¢s infame de todas".

Enrique mont¨® todo un n¨²mero para conseguir la anulaci¨®n de su matrimonio con Catalina, condici¨®n previa para sus bodas con Ana Bolena. Ahora bien, esta operaci¨®n, que hoy cualquier particular puede solventar con el simple pago de unos dineros a la Iglesia cat¨®lica, se encontr¨® con el problema del contexto: Catalina era nada menos que la hija menor de los Reyes Cat¨®licos, la hermana de Juana de Castilla y la t¨ªa del emperador Carlos V, que se hab¨ªa convertido en el due?o de Italia y se aprestaba a atacar Roma. De este modo, fue necesario presentar una demanda de nulidad ante un tribunal presidido por el legado pontificio, el cardenal Lorenzo Campeggio. En el juicio, Catalina aleg¨® que hab¨ªa contra¨ªdo matrimonio "sin haber tocado hombre" y que hab¨ªa mantenido una escrupulosa fidelidad, extremos que pod¨ªa confirmar mejor que nadie el propio rey, quien durante la declaraci¨®n se mantuvo silencioso y como indiferente. Finalmente, Campeggio, de acuerdo con un gui¨®n previamente establecido por Roma, se inhibi¨® en favor del papa.

Este resultado provoc¨® la desgracia del cardenal Thomas Wolsey, que hasta entonces hab¨ªa actuado como aut¨¦ntico primer ministro y hombre de confianza de Enrique, quien le desposey¨® de sus cargos y le desterr¨® a York, antes de preparar su relevo por un equipo formado por otros tres Tomases: Thomas Cromwell (que asumir¨ªa la direcci¨®n de la pol¨ªtica y de la hacienda del reino), Thomas More (que fue nombrado canciller) y Thomas Cranmer (que en 1533 ser¨ªa promovido al arzobispado de Canterbury, la sede primada). En noviembre de 1530, el cardenal Wolsey fue detenido bajo la acusaci¨®n de alta traici¨®n, aunque tuvo el acierto de morirse por el camino, dedicando sus ¨²ltimas y amargas palabras a la inconstancia de su se?or, al que hab¨ªa sido siempre leal y al que en 1525 (bien es verdad que tras unas insinuaciones al respecto del monarca) hab¨ªa regalado su espl¨¦ndido palacio de Hampton Court a orillas del T¨¢mesis: "Si hubiese servido a Dios con tanta diligencia como al rey, Dios no me hubiese abandonado en mi ancianidad".

A partir de ahora, Enrique precipit¨® los acontecimientos: en 1531 es proclamado jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra; en 1532 se casa con Ana Bolena; en 1533, Cranmer invalida el primer matrimonio del rey y declara v¨¢lido el segundo, y por ¨²ltimo, en 1534, el Parlamento vota el Acta de Supremac¨ªa, que otorga al rey el gobierno de la Iglesia de Inglaterra, obliga a sus s¨²bditos al juramento de obediencia y organiza la represi¨®n contra los traidores. Entretanto, en septiembre de 1533, nace la que ser¨ªa Isabel I, lo que conlleva sucesivamente la prohibici¨®n de usar el t¨ªtulo de princesa por parte de su primera hija (que, posiblemente a causa de su infancia traum¨¢tica, sufrir¨ªa en lo sucesivo de depresi¨®n, as¨ª como de jaquecas, taquicardias y amenorrea) y la modificaci¨®n de la sucesi¨®n en favor de la segunda, que m¨¢s tarde, por efecto de otra de las mudanzas de su padre, tambi¨¦n pasar¨ªa a la consideraci¨®n de bastarda y a la p¨¦rdida del t¨ªtulo de princesa.

A partir de ahora, y como consecuencia de las cambiantes tomas de posici¨®n del monarca, la historia de Inglaterra entra en una ¨¦poca signada por la represi¨®n de todas las conductas y opiniones contrarias a la del rey, que tratando de mantener el equilibrio de su catolicismo cism¨¢tico lanza sus rayos a derecha e izquierda contra los "papistas" y contra los "herejes", alimentando as¨ª el fuego de numerosas hogueras. Del mismo modo, sus sucesivos enlaces matrimoniales, que fueron el pretexto perfecto para la toma de los aleda?os del poder por parte de las distintas camarillas, procat¨®licas o filoprotestantes, generan el desalojo de los partidarios de la v¨ªspera, convertidos de la noche a la ma?ana en traidores que han de pagar con sus cabezas el miedo y la volubilidad del aut¨®crata. Sin dar cr¨¦dito a las f¨¢bulas que sit¨²an en 72.000 las ejecuciones del reinado, s¨ª es cierto que fueron muchos centenares los condenados a muerte por delitos reales o imaginarios, hasta convertir a Enrique en uno de los mayores verdugos que ci?eron corona en los tiempos modernos.

Entre los primeros que sufrieron la pena de muerte figuraron dos grandes personalidades de la ¨¦poca, famosos por su integridad moral, que fueron acusados de alta traici¨®n por su negativa a aprobar la anulaci¨®n del matrimonio con Catalina. John Fisher, obispo de Rochester, decapitado en junio de 1535, no pudo lucir el solideo encarnado de cardenal, que le acababa de ser remitido desde Roma, porque, como coment¨® el rey con perverso sarcasmo, hubiera tenido que pon¨¦rselo sobre los hombros. La misma suerte corri¨® al mes siguiente el c¨¦lebre humanista Thomas More, el autor de Utop¨ªa, ejecutado mientras el soberano se solazaba tranquilamente en Reading, insensible ante la muerte de quien hab¨ªa sido su amigo, su consejero y su canciller, culpable s¨®lo de haber guardado silencio (posiblemente un clamoroso silencio, m¨¢s expresivo que cien palabras) ante las arbitrariedades reales.

Al a?o siguiente, tras la muerte de Catalina (que envi¨® una ¨²ltima carta a su esposo, declar¨¢ndole su eterna fidelidad), Enrique empez¨® a cansarse de Ana Bolena y a concebir el peligroso pensamiento de que su segunda esposa le hab¨ªa seducido con artes m¨¢gicas, y que por esa raz¨®n no pod¨ªa darle el hijo var¨®n que ansiaba. El complot termin¨® de fraguarse a finales de abril: Ana fue acusada por Thomas Cromwell de cometer m¨²ltiples adulterios y de organizar una conjura para asesinar al rey, cargos con toda probabilidad completamente falsos, pero que terminaron por conducirla a la Torre de Londres, donde al mes siguiente fue ejecutada y enterrada, concretamente en la capilla real de San Pedro Encadenado, calificada por un historiador decimon¨®nico como "el lugar m¨¢s triste de la Tierra", tras de lo cual vino el descabezamiento (en sentido estrictamente literal) de su partido.

Y a reina muerta, reina puesta. Y si no, v¨¦ase esta secuencia: Ana muere el 19 de mayo, Enrique se promete con Juana Seymour el d¨ªa 20 y se casa con ella el d¨ªa 30 del mismo mes. El enlace propici¨® la vuelta al poder de los procat¨®licos, aunque ello no impidi¨® la promulgaci¨®n de una medida de suma relevancia como fue la disoluci¨®n de los monasterios, ya que la s¨²plica de la nueva reina para conseguir una retractaci¨®n real top¨® con una tajante negativa de Enrique, que al parecer se permiti¨® recordarle adem¨¢s el destino de su antecesora. El caso es que la operaci¨®n sirvi¨® para enriquecer las arcas de la Corona, que pudo adue?arse de tierras que supon¨ªan un tercio del total del patrimonio agrario de Inglaterra. Fue tambi¨¦n la oportunidad para que Enrique volviera a mostrar su codicia, no saciada por las m¨²ltiples confiscaciones de los bienes de sus enemigos (incluyendo los siete dominios y castillos del duque de Buckingham que se hab¨ªa agenciado en 1521): ahora el rey se adue?¨® de miles de joyas (incluyendo crucifijos, relicarios y ornamentos sagrados), entre las que destacaba el rub¨ª enviado por Luis VII de Francia para la tumba de santo Tom¨¢s Beckett, que, convertido en sortija, pas¨® a adornar las manos del monarca.

Una de las consecuencias inmediatas de la pol¨ªtica religiosa del rey fue la sublevaci¨®n (en octubre de 1536) de los cat¨®licos del norte, conocida como la Peregrinaci¨®n de Gracia, que termin¨® con la victoria de las armas reales y una nueva oleada represiva que se sald¨® al a?o siguiente con otras 200 ejecuciones. En octubre de ese mismo 1537, Juana Seymour dio a luz un hijo var¨®n, el futuro Eduardo VI, que inmediatamente fue reconocido como pr¨ªncipe de Gales, pero que cost¨® la vida a su madre en el posparto. As¨ª parec¨ªa abrirse una nueva etapa de mayor sosiego en la vida p¨²blica, pero la permanente inestabilidad del rey no concedi¨® semejante respiro a la fatigada naci¨®n, ya que el descubrimiento de otra presunta conspiraci¨®n contra el rey en noviembre de 1538 llev¨® a la Torre de Londres a varios miembros de su propia familia, todos ellos de ilustres apellidos (Exeter, Montague, Neville), algunos de los cuales ser¨ªan ejecutados al mes siguiente.

En septiembre de 1539, el rey (por consejo de Thomas Cromwell, que quer¨ªa promover una alianza alemana en la pol¨ªtica exterior inglesa) contra¨ªa su cuarto enlace, esta vez con Ana de Cleves o de Cl¨¦veris, hermana de Guillermo, duque soberano de este Estado. En este caso, Enrique dio otro tipo de pruebas de su inveterada desconsideraci¨®n para con las mujeres, tomando un aborrecimiento instant¨¢neo por su nueva esposa, con la que ni siquiera lleg¨® a consumar el matrimonio, seg¨²n sus propios comentarios de que no pod¨ªa excitarse sexualmente con ella, de que no pod¨ªa soportar su olor a rancio y de que sospechaba que ni siquiera era virgen a tenor de la "flojedad de sus pechos" y de otras impresiones t¨¢ctiles ¨ªntimas.

De este modo, en la primavera de 1540, Enrique ya estaba cortejando a Catalina Howard, vinculada claramente con el partido cat¨®lico, y preparando la anulaci¨®n de su matrimonio con Ana. Una consecuencia lateral de estas maniobras fue la desgracia de Cromwell, objeto de una conjura palaciega en todo similar a las que ¨¦l hab¨ªa organizado varias veces. Acusado por sus enemigos al mismo tiempo de los cargos de traidor y de hereje, el poderoso ministro fue decapitado en la Torre de Londres el 28 de julio de 1540, justamente el mismo d¨ªa elegido por el monarca para casarse con su nueva enamorada, en un nuevo ejemplo de oportunidad.

Poco le dur¨® la felicidad a la nueva pareja, pues, convicta de adulterio, la joven Catalina ingres¨® en prisi¨®n en noviembre del a?o siguiente y fue ejecutada en febrero de 1542, a la edad de 17 a?os. Ejecuci¨®n que fue seguida de la de sus amigos, incluyendo a lady Rochford, la que hab¨ªa sido celestina de sus amores clandestinos. Un a?o despu¨¦s, Enrique estaba ya detr¨¢s de Catalina Parr, esposa de lord Latimer, que tuvo el buen acuerdo de morirse en marzo, al mes siguiente de los primeros avances del rey. El sexto y ¨²ltimo matrimonio de Enrique, que tuvo lugar en julio de ese mismo a?o, tampoco estuvo exento de sobresaltos; esta vez no debido a la conducta amorosa de la reina, sino a sus moderadas inclinaciones filoluteranas, que hicieron que el rey llegase a firmar en julio de 1546 una orden de detenci¨®n contra ella que por fortuna no lleg¨® a ejecutarse, ya que eran momentos de intensa represi¨®n antiprotestante, de intensa actividad del quemadero de Smithfield.

Enrique VIII se apag¨® en enero de 1547, sin tener tiempo de firmar su en¨¦sima sentencia de muerte, esta vez contra el duque de Norfolk, acusado, como tantos otros, de alta traici¨®n. Pese al inminente desenlace, todos los que rodeaban al rey sent¨ªan miedo de anunciarle la muerte e inducirle a prepararse para el tr¨¢nsito al m¨¢s all¨¢, ya que tal declaraci¨®n pod¨ªa ser considerada tambi¨¦n como delito de traici¨®n. Era una de las consecuencias de la hipocondr¨ªa que siempre aquej¨® al monarca, que vivi¨® aterrorizado por las enfermedades, que hu¨ªa a todo correr de Londres cada vez que se vaticinaba un brote de peste o de cualquier otro morbo, que tuvo a su servicio a seis m¨¦dicos simult¨¢neamente y que se confiaba a sus propios remedios caseros, como la infusi¨®n de ruda, salvia y hojas de sa¨²co para combatir el "mal de los sudores". Finalmente expir¨® el d¨ªa 28, arrebatado con toda probabilidad por una embolia pulmonar. As¨ª desapareci¨® este "Ner¨®n ingl¨¦s", tal como le consideraba buena parte de la opini¨®n p¨²blica de fuera de Inglaterra. Hoy, como hemos visto, existe una corriente revisionista que trata de rehabilitar su figura aduciendo los ¨¦xitos cosechados en la modernizaci¨®n pol¨ªtica y cultural del reino. Sin embargo, estas reivindicaciones suelen pecar de un evidente maquiavelismo, de una justificaci¨®n de los medios por los fines. Y aunque ¨¦sta es una concepci¨®n que encuentra mucho eco entre algunos de los principales mandatarios de nuestros d¨ªas para justificar guerras inicuas y otros horrores, la sangre vertida por Enrique VIII inclina en su contra la balanza en cualquier juicio que no sea el de Giovanni Papini, cuya ilimitada misericordia (superando a la de cualquier dios en activo) le lleva a abolir el infierno y a perdonar a todos los personajes de la historia.