Intelectuales en peri¨®dicos: de la estrella polar al observatorio cr¨ªtico
El caso es c¨¦lebre y se ha contado en muchas ocasiones, pero conserva todo el sabor de un acontecimiento fundacional y no importar¨¢ recordarlo una vez m¨¢s. A ra¨ªz del affaire Dreyfus, Emile Zola imprimi¨® su memorable acusaci¨®n contra el poder en forma de folleto, siguiendo la pauta que Voltaire hab¨ªa convertido en una verdadera industria: de la imprenta al corresponsal o librero pasando por una densa red de comunicaciones y transporte. Cuando estaba a punto de poner el folleto a la venta pens¨® que su protesta "obtendr¨ªa m¨¢s resonancia y publicidad si lo publicaba en un peri¨®dico". Pensado y hecho: L'Aurore hab¨ªa tomado tambi¨¦n partido por Dreyfus y Zola se dirigi¨® al peri¨®dico y encontr¨® en sus p¨¢ginas "refugio y tribuna de libertad y de verdad desde donde pudo decir todo". Las p¨¢ginas de L'Aurore acogieron gustosas las cartas y los manifiestos de protesta, convencido su director de contribuir as¨ª a la defensa de la libertad y la verdad, y a la mayor difusi¨®n de sus peri¨®dicos: hasta 300.000 ejemplares del n¨²mero de 13 de enero de 1898 vendi¨® L'Aurore, un ¨¦xito que compensaba los sinsabores acarreados por esa muestra de independencia y de valor.
La nueva configuraci¨®n de los intelectuales ha ido pareja al cambio en la pol¨ªtica y en los medios
Por encima de los cambios ser¨¢ preciso mantener la profesi¨®n period¨ªstica libre
Lo que hoy pretenden los medios es que puedan o¨ªrse todas las voces posibles
Desde entonces, la suerte del intelectual estar¨¢ vinculada a su capacidad para alcanzar resonancia y publicidad desde una tribuna de prensa, desde alg¨²n peri¨®dico, lugar hist¨®ricamente privilegiado de la presencia p¨²blica del intelectual. (...)
Los intelectuales son por tanto inseparables de la difusi¨®n de los soportes escritos, de la aparici¨®n de una minor¨ªa lectora, instruida, de ese p¨²blico que Larra todav¨ªa no encontraba en el Madrid de los a?os treinta del siglo XIX, pero cuya existencia daba por supuesta en Barcelona y C¨¢diz, no por casualidad ciudades comerciales. (...) Escribir y hablar: siempre, pues, la palabra, sometida a un formato, con sus reglas, su ritmo y, sobre todo, sus l¨ªmites: si no quieres sufrir la inmisericorde y an¨®nima tijera lo mejor es que no te pases: que te atengas a las palabras o a los minutos fijados: 750 palabras para una columna; cuatro veces m¨¢s, hasta 3.000 ser¨¢n estos 25 minutos de los que juro no pasarme.
Dosificado el espacio de que cada cual dispone, ya se comprende que lo que hoy pretenden los medios es que en cada ejemplar quepan muchos y, de rechazo, que nadie identifique su opini¨®n con la de tal o cual intelectual que se exprese en sus p¨¢ginas o, dicho de otro modo, que puedan o¨ªrse todas las voces posibles, valiendo cada voz lo que por s¨ª misma valga, no lo que pueda derivarse del hecho de ser emitida desde tal o cual peri¨®dico. (...)
Hoy las cosas van de otro modo. Ante todo, desde luego, porque los intelectuales a lo Zola o a lo Ortega -o sea, el de la protesta contra el inicuo sistema, y el faro educador y esclarecedor de la masa- han hecho mutis y aunque no falta alguien que de tarde en tarde se presente como voz de los sin voz, como conciencia de la humanidad, o como el moralista de nuestro tiempo, como defin¨ªa Aranguren la misi¨®n del intelectual posdemocr¨¢tico, el lector, sin dejar de prestar atenci¨®n, se encoge luego de hombros y pasa la p¨¢gina. (...)
Que nadie se atreviera hasta a?os recientes a indicar l¨ªmites infranqueables ten¨ªa mucho que ver con el cultivo por parte de los intelectuales de estas formas de presencia: el profeta que denuncia la corrupci¨®n de los tiempos presentes y que anuncia grandes cat¨¢strofes para el futuro si no se atiende su llamada a cambiar de camino; el sacerdote que posee la llave del sentido de la historia, que sabe cuando se produjo el desv¨ªo de su pueblo y donde se encuentra el camino de salvaci¨®n; el comprometido, que pone su obra al servicio de un sujeto universal depositario inconsciente del sentido de la historia del que s¨®lo podr¨¢ adue?arse cuando alguien sacuda de sus hombros la alineaci¨®n en la que vegeta sometido; el moralista, que se sue?a habitando un territorio de inmarcesible pureza y que presume de alzarse contra el poder, contra todo el poder, venga de donde viniere, sea del tirano, sea del sufragio.
Tales fueron las figuras de los llamados grandes intelectuales, los maitres a penser, acostumbrados al trato con los sujetos universales y cuya desaparici¨®n tantas veces se ha deplorado desde finales de los a?os ochenta. (...)
Era demasiado para las fr¨¢giles espaldas del intelectual mitad sacerdote, mitad profeta y todav¨ªa un cuarto moralista. Tanto que comenz¨® a hablarse de su silencio, preludio de su muerte y de su fin. ?D¨®nde est¨¢n los intelectuales, se preguntaba? ?Qu¨¦ dicen? La muerte, casi simult¨¢nea, de Sartre y de Aron, sonaba, despu¨¦s de una forzada reconciliaci¨®n, como epitafio de la especie: eran los dos ¨²ltimos grandes intelectuales. Despu¨¦s de ellos, en la era que se bautiz¨® como la apr¨¨s-Sartre, s¨®lo silencio. Bueno, para no pocos que el silencio siguiera a la palabra sartreana no supon¨ªa ninguna desgracia, tal vez la posibilidad de un retorno a la raz¨®n democr¨¢tica. Pero, en cualquier caso, despu¨¦s de Sartre, el silencio, tanto m¨¢s llamativo cuanto m¨¢s fuertes y altas hab¨ªan sido las voces gestadas en el barrio Latino.
?Silencio real o s¨®lo una apariencia de silencio que ocultaba una por as¨ª decir silenciosa transformaci¨®n de la presencia del intelectual en los peri¨®dicos? Cualquiera que abra hoy un diario, en Roma o en Par¨ªs, en Londres como en Nueva York, por no hablar de Madrid o Barcelona, encontrar¨¢ sus p¨¢ginas m¨¢s pobladas de intelectuales que nunca. Sobre cualquier tema posible, de la guerra de Irak a la manipulaci¨®n gen¨¦tica, del terrorismo islamista a la sedaci¨®n paliativa, de las tramas del crimen organizado a la corrupci¨®n de la pol¨ªtica, cientos, miles de intelectuales dejan o¨ªr cada d¨ªa su voz desde las p¨¢ginas de los peri¨®dicos, aqu¨ª y en el resto del mundo. ?C¨®mo es posible, entonces, que se siga hablando del siglo XX como el siglo que presenci¨® el nacimiento, auge, declive y desaparici¨®n de los intelectuales?
(...) El intelectual tipo faro, que iluminaba el camino rellenando cuartillas desde la mesa de un caf¨¦ de Par¨ªs, ha dejado su sitio al intelectual que desde su ordenador env¨ªa 750 palabras sobre un tema de su competencia a la redacci¨®n de un peri¨®dico.
Esta nueva configuraci¨®n del gremio de intelectuales, formado por un conglomerado de escritores, artistas, profesores, investigadores, cr¨ªticos, sabios, cient¨ªficos, ha ido pareja a un cambio de dimensiones hist¨®ricas en los dos ¨¢mbitos en que los desde principios del siglo XX hab¨ªan afirmado su presencia diferenciada: el de la pol¨ªtica y el de los medios. El intelectual existe s¨®lo en la medida en que el ¨¢mbito de lo pol¨ªtico se profesionaliza sin que, por lo mismo, sucumba a la exclusiva competencia de los pol¨ªticos profesionales. A la vez, s¨®lo hay intelectuales en la medida en que la prensa constituye un campo aut¨®nomo de la pol¨ªtica sin, por eso, reducir su voz a la de los profesionales del periodismo. Estos dos procesos -pol¨ªticos profesionales que no pueden, por m¨¢s que quisieran, reducir la pol¨ªtica a un terreno de su exclusiva competencia y periodistas profesionales que no pueden, aunque lo desearan, reducir los medios de comunicaci¨®n a un ¨¢mbito en el que s¨®lo ellos fueran due?os absolutos de toda la palabra- se funden en un nombre: democracia.
Y ha sido, en definitiva, la consolidaci¨®n de la democracia como marco, o suelo, fuera del cual es hoy imposible pensar pol¨ªticamente, lo que ha transformado la figura del intelectual, destrozando por un lado al que se presentaba como depositario de la raz¨®n de un sujeto universal -pueblo, clase obrera, naci¨®n- y como gu¨ªa hac¨ªa la utop¨ªa -arcadia, hombre nuevo, socialismo- y multiplicando la presencia de lo que Raymond Aron bautiz¨® con el nombre, nada exultante, de observador cr¨ªtico. (...)
(...) Lo que se ha tomado por silencio y fin de los intelectuales, por su muerte y sepultura es en realidad, por utilizar una imagen recientemente puesta en circulaci¨®n por Mark Lilla, el fin, esperemos que definitivo, de la fascinaci¨®n de Siracusa. Hablar en nombre de un sujeto universal, sea Dios o la raz¨®n, el pueblo o la naci¨®n, el proletariado o el partido del proletariado, significa en la pr¨¢ctica situarse del lado de la tiran¨ªa: quisimos ser hermanos de las v¨ªctimas y nos descubrimos c¨®mplices de los verdugos, dijo Octavio Paz en una de las m¨¢s l¨²cidas cr¨ªticas al supuesto de que la revoluci¨®n, para no sucumbir ante sus enemigos, deb¨ªa aplazar a un horizonte sine die el ejercicio de la cr¨ªtica. Por m¨¢s que se disfrace con el manto de lo que en torno a nuestro 98 se denomin¨® el buen tirano, el cirujano de hierro, por m¨¢s que se adorne con los atributos de la verdad y del bien, la tiran¨ªa asistida por la raz¨®n universal ha sido, parafraseando a Paz, el estigma del intelectual moderno.
Pero ese retorno de Siracusa no ha liquidado la figura del intelectual; sencillamente, le ha curado de la fascinaci¨®n de la tiran¨ªa. Por eso, la desaparici¨®n del gran maestro que lo sab¨ªa todo ha multiplicado la aparici¨®n de maestros espec¨ªficos que han subido con sus limitados saberes a la escena para dirigirse a unos p¨²blicos que no son ya masa amorfa o disciplinada, anhelante en todo caso de que alguien levantara el dedo para indicarles el camino. La democracia liquida la posibilidad de los viejos grandes maestros porque multiplica la necesidad de los nuevos observadores cr¨ªticos. T¨¢banos modernos, los ha llamado Tzvetan Todorov: intelectuales dem¨®cratas dir¨ªa yo, que no rechazan el presente en nombre de los amaneceres que cantan, sino que asume los principios constitutivos de la sociedad democr¨¢tica, para ejercer la cr¨ªtica en cuestiones espec¨ªficas, sobre las que posee cierta competencia de la que pueda derivarse un enriquecimiento del debate p¨²blico.
Y en este punto vuelve a fundirse, como en la primera hora, el camino del intelectual con el del periodista. Pues la ¨²nica posibilidad de que aquel esp¨ªritu cr¨ªtico evocado por Paz no desaparezca y, con ¨¦l, no se extinga el debate p¨²blico en que toda la democracia consiste, pende hoy de un hilo: de que la prensa escrita se confirme, frente al ruido de los competidores audiovisuales, como lugar privilegiado del debate p¨²blico. Sin necesidad de compartir los lenguajes apocal¨ªpticos en torno a la televisi¨®n como mera productora de im¨¢genes que anula los conceptos y atrofia nuestra capacidad de abstracci¨®n y de entender, como ha escrito Sartori, es lo cierto sin embargo que el lugar propio del debate de ideas en democracia es, como en tiempos de Zola, como en tiempos de Ortega, como siempre, la prensa. Podr¨¢n variar las figuras de intelectual y la industria de la comunicaci¨®n, pero por encima de esos cambios ser¨¢ preciso mantener la profesi¨®n period¨ªstica libre, como recomendaba Juan Valera, "de la protecci¨®n de los poderes pol¨ªticos o de los jefes de partido que se suceden en el poder, sin apelar a violencias de lenguaje, a apasionadas y vehementes censuras y a otros medios conducentes a atraer la atenci¨®n y ganar la voluntad de vulgo por medio del esc¨¢ndalo" y como es habitual en nuestro tiempo, de la mentira. Es en esos momentos cuando el peri¨®dico se erige, como demuestran los trabajos hoy premiados, en aquella tribuna y refugio de libertad y de verdad, que celebraba hace m¨¢s de un siglo Emile Zola y que hoy, como ayer, constituyen la sustancia del debate democr¨¢tico.
El texto ¨ªntegro del discurso se encuentra en www.elpais.es
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