La muerte es una man¨ªa de viejo
Abrir un libro de Julian Barnes es como abrir una botella de un buen whisky: uno sabe lo que va a encontrar, es lo que desea y es de confianza. Barnes pertenece a esa s¨®lida tradici¨®n narrativa inglesa que arranca en el prerromanticismo del siglo XVIII y llega hasta nuestros d¨ªas dispuesta a dejar bien claro que donde hay tradici¨®n no manda marinero. La estabilidad es el resultado final de la tradici¨®n y a lo largo de ella desfilan maestros y artesanos en amable compa?¨ªa. Barnes es un escritor que combina inteligencia y humor con verdadera gracia sin perder por ello un ¨¢pice de sordidez, lo que le sit¨²a en la estela de esos escritores capaces de demostrarnos con una sonrisa el lado mezquino de la vida, que es el m¨¢s com¨²n en la sociedad actual. Esa capacidad de soportar las propias miserias con una resignada euforia la defini¨® la frase m¨¢s c¨ªnica y rotunda que debi¨® escribir en su vida la gran narradora Iris Murdoch: "En el fondo, a cada uno le gusta el olor de su propia mierda".
LA MESA LIM?N
Juli¨¢n Barnes
Traducci¨®n de Jaime Zulaika
Anagrama. Barcelona, 2005
240 p¨¢ginas. 15 euros
Los relatos que Barnes re¨²ne en este libro son excelentes casi todos. El medio en que se mueven es el de la clase media o, m¨¢s precisamente, el de la mentalidad de clase media, con la excepci¨®n del m¨²sico de El silencio. Son gente que ha llegado a la sesentena, es decir, gente que ya ha percibido la presencia de la Muerte o bien viejos que la escuchan respirar cada noche junto a su almohada. Mal tema ¨¦ste para los tiempos que corren, porque la gente, que admite la muerte con perfecta naturalidad si le es ofrecida como espect¨¢culo (v¨¦ase la hambruna de Sud¨¢n o el horror diario de Irak ) admite muy mal, en cambio, que se le hable de la Muerte como algo real que le afecta directamente; es decir, que le pongan cara a cara con ella desde su propia vida. Pero Barnes tiene un recurso que he se?alado antes para aliviar tan dura y desagradable propuesta: el humor que, naturalmente, no es un humor tronchante sino m¨¢s refinado y malvado. En estos cuentos act¨²an personajes sobre los cuales sobrevuela la muerte, es decir, personajes que cuentan con ella aunque hacen como que no la ven. Entonces los narradores de los relatos var¨ªan con toda soltura, a veces operan como un aut¨¦ntico Asmodeo levantador de tejados y en otra fijan su posici¨®n con respecto al personaje y lo siguen con un ¨²ltimo punto de ambig¨¹edad que permite cualquier juego, incluido el del tiempo pasado y presente, como en el caso de Una breve historia de la peluquer¨ªa -aqu¨ª el narrador es, casi, un sill¨®n de barbero- o El reestreno. La s¨®rdida realidad de unas vidas mediocres acosadas por la inevitable consciencia de la vida que decae queda tambi¨¦n compensada con el desenfado con que Barnes narra; porque lo cierto es que hay un equilibrio entre sordidez y desenfado narrativo que impregna todo el libro -ya he dicho que Barnes se distingue por su inteligencia-. Por otra parte, no plantea ese tipo de cuento en el que el lector es golpeado por la sorpresa o la revelaci¨®n inesperada al final, sino que, m¨¢s en la l¨ªnea que procede de Ch¨¦jov, deja al cuento fluir hasta su desembocadura natural, sin aspavientos; a Barnes no le interesa tanto evitar que el lector adivine el final del cuento cuanto dejar que navegue por ¨¦l. As¨ª, el cuento no queda obligado a iluminar con el golpe final el resto del relato sino que construye paso a paso su propio camino.
Man¨ªas de vejez contadas admirablemente (Vigilancia), el doble sentido de la relaci¨®n entre las cosas y el azar (Corteza), el encuentro con el silencio de un gran m¨²sico que escribe el movimiento final de su vida y de su sinfon¨ªa (El silencio) o las formas del vac¨ªo de vida que establece una p¨¦rdida (Higiene, La jaula de frutas -el m¨¢s duro de todos, quiz¨¢ el mejor-) son algunos de los asuntos que Barnes ha atado a la pata de la vida para hablarnos de la condici¨®n de mortalidad que acompa?a a la decadencia. Y deber¨ªamos agradec¨¦rselo.
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