Tocqueville no pas¨® por Espa?a
Despu¨¦s de las piedras que han llovido sobre nuestros puentes transatl¨¢nticos en el ¨²ltimo a?o, llama la atenci¨®n que, entre los sectores sociales e intelectuales pr¨®ximos al Gobierno, nadie haya reparado en la que quiz¨¢ es la cuesti¨®n central que afecta a la relaci¨®n de Espa?a con Estados Unidos. Me refiero a que, por lo general, en nuestro pa¨ªs se conoce poco, y se entiende a¨²n menos, de la Am¨¦rica que hay tras G. W. Bush. El justo rechazo a las directrices de la pol¨ªtica exterior de la actual Administraci¨®n norteamericana no implica una renuncia a pensar sobre su trasfondo social y pol¨ªtico. Por el contrario, la recomposici¨®n de las relaciones entre Espa?a y EE UU pasa necesariamente por una doble reflexi¨®n en profundidad: sobre la cultura pol¨ªtica norteamericana y sobre la nuestra propia.
Tal reflexi¨®n podr¨ªa comenzar con la relectura de todo un cl¨¢sico de la ciencia pol¨ªtica: La democracia en Am¨¦rica, del arist¨®crata franc¨¦s Alexis de Tocqueville. Tras su viaje entre 1831 y 1832 por los Estados de la Confederaci¨®n, Tocqueville redact¨® esta obra en la que describe magistralmente la emergencia de la democracia y el igualitarismo en un nuevo pa¨ªs y en un nuevo mundo. Vale la pena emprender de nuevo el viaje a la democracia americana para intentar reparar la imagen superficial que se tiene en nuestro pa¨ªs de la hiperpotencia. Esa imagen se nutre de los frecuentes errores de su pol¨ªtica exterior, pero tambi¨¦n de una infravaloraci¨®n de la naturaleza pol¨ªtica norteamericana respecto a la espa?ola.
Si nos fijamos en asuntos como Kioto, la Corte Penal Internacional, la Patriot Act, los valores familiares m¨¢s conservadores, las armas de fuego o la pena de muerte, resulta f¨¢cil concluir que la brecha transatl¨¢ntica empieza por Espa?a. La b¨²squeda de un suelo al que agarrarse en tiempos de guerra -tambi¨¦n informativa- estar¨ªa alejando a gran parte de la Am¨¦rica profunda, republicana y dem¨®crata, de las posiciones m¨¢s avanzadas de la sociedad espa?ola, mientras que ¨¦sta parece seguir la direcci¨®n europea de la laicidad y los valores pos-nacionales. Sin embargo, este an¨¢lisis es correcto s¨®lo en parte. Contra la creencia m¨¢s extendida, no siempre salimos bien parados de la comparaci¨®n con EE UU. Y existe, no cabe duda, una Espa?a profunda.
En primer lugar, como nos recuerda Tocqueville, en Am¨¦rica el "genio religioso" se combin¨® con el "genio de la libertad" pol¨ªtica. Si bien la legislaci¨®n en Nueva Inglaterra fue represiva al principio (el C¨®digo de leyes de Connecticut de 1650 igualaba en dureza moral al de los islamistas m¨¢s reaccionarios de hoy), la semilla de los puritanos finalmente germin¨® en el llamado credo americano: un individualismo democr¨¢tico y un "amor paternal" a las leyes. Nuestro autor relata c¨®mo en su largo viaje toda persona con la que habla -incluidos los sacerdotes- atribuye la buena salud y la diversidad de la religi¨®n precisamente a la separaci¨®n entre Estado e Iglesia. Este fen¨®meno, por el cual el pluralismo religioso va de la mano del pluralismo pol¨ªtico, resulta incomprensible para los espa?oles. Aqu¨ª la sociedad estuvo f¨¦rreamente controlada por la Iglesia cat¨®lica, propiciando el atraso democr¨¢tico y el aplastamiento de la libertad pol¨ªtica bajo la losa de la tradici¨®n. Que hoy se est¨¦ dando una involuci¨®n del lado norteamericano no quiere decir que de nuestra parte estemos libres de todo pecado. En Espa?a, un Gobierno progresista a¨²n no se atreve a cortar las amarras entre el Estado aconfesional y la Iglesia.
En segundo lugar, no podemos olvidar que todas las revoluciones liberales espa?olas de los siglos XIX y XX fracasaron, y que a¨²n no hemos superado por completo ese trauma. A pesar del espectacular giro al sistema democr¨¢tico despu¨¦s de 1975, la sociedad civil todav¨ªa se halla algo encorsetada por las directrices que le llegan desde arriba: de los partidos pol¨ªticos, de las administraciones o del Gobierno. Tocqueville comprendi¨® que la democracia vive en las costumbres cotidianas de la gente, en ese complejo trasvase de intereses, derechos y deberes, que tiene lugar a diario entre el ¨¢mbito privado y el ¨¢mbito p¨²blico. Tambi¨¦n en esto, y a pesar de sus crisis, Am¨¦rica nos lleva dos siglos de ventaja porque, en Espa?a, salvo en periodos excepcionales, el ciudadano suele comportarse como un "colono indiferente al destino del pa¨ªs en el que habita". Incluso en las comunidades aut¨®nomas que escapan a esta norma, como Catalu?a o Euskadi, a veces se ha confundido una sana descentralizaci¨®n con el clientelismo o la oligarqu¨ªa. Pero, sobre todo, en EE UU permanecen intactos, tal y como Tocqueville los observ¨® en su viaje, dos principios esenciales del ordenamiento social, como son la igualdad de oportunidades y la necesidad de contrapesos jur¨ªdico-pol¨ªticos. Por m¨¢s que en la pr¨¢ctica ambos principios hayan sido ignorados o pisoteados, dentro y fuera de Estados Unidos, todav¨ªa despiertan un respeto espont¨¢neo en mucha gente. No son un invento de los espa?oles, sino que los hemos importado recientemente, con moderado ¨¦xito.
En tercer lugar, existe una diferencia crucial respecto al motor m¨¢s potente del cambio social: la inmigraci¨®n. EE UU presume de ser el pa¨ªs de acogida por antonomasia, y su m¨¢quina de fabricar ciudadanos estadounidenses lleva, mal que bien, varias d¨¦cadas funcionando. Por el contrario, en Espa?a el multiculturalismo es un fen¨®meno nuevo, para el que la Administraci¨®n y los ciudadanos no se hallan preparados, ni cultural ni materialmente.
Por ¨²ltimo, el manido t¨®pico de la ignorancia del ciudadano medio estadounidense ignora a su vez que aqu¨¦l vive en unas coordenadas espaciales y culturales de alcance continental. Aqu¨ª se supone -sin mucho fundamento emp¨ªrico- que una mayor¨ªa de espa?oles es capaz de distinguir, por ejemplo, entre Washington DC y el Estado de Washington; o que est¨¢ al corriente de lo que pasa en Portugal, Reino Unido o la misma Francia.
Por supuesto, lo anterior no impide que reprochemos a EE UU algunos aspectos que el propio Tocqueville no pudo prever o quiz¨¢ subestim¨®. Lo primero es que el fundado temor del franc¨¦s a la "tiran¨ªa de la mayor¨ªa" se ha transmutado en un mal tal vez peor: en la tiran¨ªa de una minor¨ªa que controla los resortes financieros, corporativos y medi¨¢ticos. M¨¢s a¨²n, la admiraci¨®n por ese pueblo capaz de "dirigir sus propios asuntos y en el cual la ciencia pol¨ªtica llega a todas las capas sociales" se ha revelado excesiva, a la luz de las tremendas exclusiones sociales de su tiempo y posteriores. Finalmente, en la proyecci¨®n exterior, las llamadas a la prudencia de Washington y Jefferson, o el cosmopolitismo benigno de los Padres Fundadores Madison y Jay, hoy enmudecen de nuevo bajo la sombra de la tentaci¨®n imperial.
?Qu¨¦ implicaciones tiene esto para Espa?a? Estados Unidos es mucho m¨¢s que su pol¨ªtica exterior; recordar esta obviedad es el primer paso para entablar una nueva relaci¨®n con Am¨¦rica. No basta con denunciar el abismo entre la idea y la realidad de sus instituciones pol¨ªticas, ni basta tampoco con criticar a sus profetas (neo)conservadores. Hay que manifestar nuestro respeto y apoyo a los valores y pr¨¢cticas democr¨¢ticos que perviven en su sociedad. De ello se derivan una ¨¦tica y una estrategia para nuestra pol¨ªtica exterior, mezcla de buena fe y de astucia: tenemos que saber decir no a EE UU precisamente en nombre de su idea fundadora. Se aproximan tiempos en que Espa?a y Europa habr¨¢n de revisar sus relaciones estrat¨¦gicas con Washington, y se necesita mucho tacto e imaginaci¨®n. No podemos aceptar pasivamente lo inaceptable; tenemos que reintegrar a EE UU hacia un liderazgo leg¨ªtimo -es decir, compartido- en su acci¨®n exterior, al tiempo que fomentamos lo que su sociedad tiene en com¨²n con el acervo ilustrado europeo. ?sa es la responsabilidad de la Uni¨®n Europea, y ¨¦sa es tambi¨¦n la responsabilidad de Espa?a. Aunque no lo sepa, Am¨¦rica nos necesita para sacar a la luz lo mejor de s¨ª misma y ofrec¨¦rselo al mundo.
Durante las visitas a Europa de Bush y Condi Rice en febrero, algunos vieron el fantasma de un nuevo Bienvenido, Mr. Marshall pasando de largo por Villar del R¨ªo. Pero no es eso. Lo verdaderamente malo es que Tocqueville nunca pas¨® por Espa?a. Al ignorar la mejor tradici¨®n democr¨¢tica y cosmopolita de Am¨¦rica, al ausentarse de un debate en profundidad sobre las relaciones mutuas, las fuerzas progresistas s¨®lo consiguen que otros, conservadores o neocons, contin¨²en apropi¨¢ndose en nuestro pa¨ªs del imaginario y del lenguaje transatl¨¢ntico. "El gran privilegio de los norteamericanos -escribi¨® Tocqueville- consiste en poder cometer faltas reparables". Existen graves disfunciones dentro de Estados Unidos; pero tambi¨¦n virtudes suficientes, dentro y fuera del pa¨ªs, como para enderezar su rumbo. Espa?a y Europa necesitan otra Am¨¦rica mejor. Pero Am¨¦rica tambi¨¦n se merece otra Espa?a y otra Europa distintas.
Vicente Palacio de Oteyza es coordinador del Observatorio de Pol¨ªtica Exterior espa?ola (Opex) de la Fundaci¨®n Alternativas.
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