La suerte de la fea
El escritor bucea en la cruda realidad de Algeciras para descubrir destellos de belleza y demostrarle un amor incondicional
No me miren as¨ª cuando digo que la quiero: ya s¨¦ que es fea. Lo admito sin rodeos, as¨ª que no me repitan la hilera de argumentos que a ojos de los expertos convierte Algeciras en la ciudad menos agraciada de Andaluc¨ªa y parte del Mediterr¨¢neo (aunque hay quien le otorga este galard¨®n ex aequeo con su hermana siamesa, La L¨ªnea). S¨ª, s¨ª: estos muelles donde compite la suciedad del hormig¨®n con la de unas aguas manchadas de petr¨®leo. Estas barriadas crecidas sin ton ni son sobre colinas y valles. Estas callejuelas del centro que re¨²nen lo peor de las canciones marineras -hostales de dudosa fama, tiendas de baratijas y contrabando- sin un solo barco pesquero, sin venerables barbudos que desentra?en redes de trasmallo. Y, d¨ªganlo de una vez, esta marabunta de tipos de tez oscura y acento moro que tan pronto vocean billetes a T¨¢nger como esa otra clase de boleto con nombre en clave -costo, nieve, jaco- que transporta a mundos no siempre mejores. ?Qu¨¦ ha sido del acogedor pueblecito pesquero con un par de chalets de playa que fue Algeciras all¨¢ en los sesenta?
No seamos injustos: cuando una ciudad ocupa la orilla de un estrecho, el beso de tornillo de dos mares, no tiene m¨¢s remedio que abrir las puertas a todo barco que venga a recalar. Como Messina, ¨²ltimo puerto de Italia o primero de Sicilia, a la que llaman infausta y a la que las gu¨ªas de viajes s¨®lo dedican las palabras justas para aclarar el camino del desembarcadero hasta la estaci¨®n de autobuses. Que en Algeciras ser¨ªa extremamente corto, siempre y cuando uno consiga averiguar de d¨®nde sale el veh¨ªculo en cuesti¨®n: tan pronto ser¨¢ el propio muelle, como un trozo no identificado en la acera de la avenida marina, como los inveros¨ªmiles bajos de un puente al que el viajero s¨®lo llegar¨¢ gracias a las indicaciones de los lugare?os. Aunque entonces el problema consiste en encontrar a alguien que parezca lugare?o.
Yo prefiero pensar que en Algeciras no hay extranjeros. Desde que en el siglo VIII alguien puso el nombre ¨¢rabe Al Yazira Al Jadr¨¢ - La Isla Verde- a un banco de arena que imagino poblado de ca?averales como en las canciones de Serrat, Algeciras ha sido una playa donde quemar las naves, un campamento de marineros en tierra, un refugio de n¨¢ufragos. Y si desde el sur lleg¨® gente decidida a buscar nueva vida en tierras ¨ªberas, desde el norte arribaron navegantes terrestres que se afincar¨ªan para siempre en la ¨²ltima playa de Europa. Ellos le dieron a Algeciras este inconfundible toque gitano que impregna sus barrios acurrucados en los arroyos secos tras las colinas.
S¨ª: hay que tener el valor de abandonar la tranquila Plaza Alta que a¨²n conserva sus aires de pueblo y ya inspir¨® al poeta Chamizo, m¨¢s conocido como defensor del Pueblo Andaluz. Olvidemos la comercial calle Prim - Algeciras es fea, pero desde luego no es pobre: las d¨¢rsenas traen m¨¢s dinero que un panorama de ensue?o- y dejaremos atr¨¢s incluso el mercado de la Palma, donde la retaguardia de fruteros y pescaderos se mezcla con la avanzadilla de los vendedores del todo a cien sin aduana y sin fronteras.
Evitemos la Plaza Andaluc¨ªa, que yo recuerdo de ni?o como un erial que en verano levantaba polvaredas y en invierno salpicaba fango. Reconvertida ahora en una mezcla de galer¨ªa comercial y jard¨ªn bot¨¢nico, es disonante como una barra de labios chillona en la cara de una chavala de barrio.
Podemos asomarnos algo m¨¢s abajo a la tienda del Pino que ha abastecido a varias generaciones de adolescentes algecire?os con bicicletas de segunda mano y luego nos lanzaremos de cabeza a un barrio de los de casitas bajas, talleres de mec¨¢nica y traspatios: la Bajadilla, donde se forj¨® la mayor leyenda de la guitarra del siglo, Paco, el hijo de un payo malpagado en las fiestas y una portuguesa de nombre Luz¨ªa. Hace pocos a?os le pusieron una estatua frente al recinto portuario, quiz¨¢s para recordar que la esencia misma del arte es ser cruce de caminos. Eso, aunque los expertos sigan enzarzados en la pol¨¦mica de si la calle Fuentenueva, donde naci¨® el guitarrista, forma parte de la Bajadilla o no. Lo seguro es que el ni?o Paco de Luc¨ªa se daba chapuzones en el R¨ªo de la Miel.
No pongan cara de incredulidad. Claro que Algeciras tiene r¨ªo. No hablo del estuario del Palmones al este de la ciudad, un fangoso reducto para ranas y garzas. No: Algeciras tiene un arroyo de monta?a de aguas l¨ªmpidas y juguetonas, hijo de cascadas y profundos remansos con los que no puede competir ning¨²n parque acu¨¢tico de la Costa del Sol. Aunque su trayectoria urbana es invisible y s¨®lo la deben de conocer los t¨¦cnicos municipales, poco m¨¢s de una hora de caminata separa la Plaza Alta de las primeras piscinas naturales. ?C¨®mo se llega? El para¨ªso nunca est¨¢ se?alizado en los mapas. S¨®lo una pista: busquen el acueducto ¨¢rabe que corona una de las colinas a punto de ser engullidas por las fauces de la ciudad, y detr¨¢s encontrar¨¢n un min¨²sculo pueblo andaluz que alberga la ¨²ltima parada del autob¨²s municipal. Su nombre, El Cobre, se debe a los hornos de fundici¨®n que antiguamente aprovechaban la energ¨ªa hidr¨¢ulica del R¨ªo de la Miel. Es aqu¨ª, escondido tras sus adelfas, donde duerme mi primer amor; pero ¨¦sa es otra canci¨®n. Basta con decir que para m¨ª, al llegar del Sur, Algeciras no s¨®lo fue siempre el acogedor puerto de Europa: tambi¨¦n sigue siendo el punto de partida para recorrer el Mediterr¨¢neo desde T¨¢nger a Beirut o Estambul. Cuando una ciudad tiene un estrecho cerca, no necesita ser guapa.
Recomendaciones
- Desayunaremos en Casa Rebolo en la calle Sevilla. Para almorzar, elegiremos entre Casa Mar¨ªa o Montes, ambos en Emilio Castelar. O iremos hasta El Rinconcillo, para buscar la Casa Bernardo (c/ Cabo de la Nao). La cena puede ser en Gorki Cohiba (en las Escalinatas bajo la Plaza Alta) o en La Caba?a, en la Bajadilla. Para las copas, no est¨¢ mal el Caf¨¦ Teatro en la calle Trafalgar, o el Dubl¨ªn en El Secano.
- Los alojamientos econ¨®micos se encuentran alrededor del Mercado, pero si preferimos un lugar con encanto, ninguno supera el Hotel Reina Cristina. Para las compras recorreremos la calle Prim.
Ilya U. Topper, poeta almeriense, es autor de A?os a la deriva (Editorial Quorum Libros).
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