Leyendo estamos a salvo
El Quijote, que, por obra y gracia del aniversario que celebramos, figura desde hace meses en las listas de libros m¨¢s vendidos, es, sin lugar a dudas, tambi¨¦n la historia de un lector. Un lector que a lo largo de los siglos no ha dejado de generar lecturas. Las que, al parecer, propicia estos d¨ªas de tantas conmemoraciones han llevado a los responsables culturales a suponer que su actual ¨¦xito servir¨¢ para incrementar los h¨¢bitos lectores. Son muchos los personajes aficionados a la lectura que encontramos en la novela de Cervantes, adem¨¢s de ese lector voraz e insaciable -pasa los d¨ªas de turbio en turbio y las noches de claro en claro- que es su protagonista.
Por lo que ata?e a los libros y a la lectura, el cap¨ªtulo XXXII de la primera parte del Quijote resulta paradigm¨¢tico. En ¨¦l Cervantes pasa revista a los gustos de los lectores de las novelas de caballer¨ªas que se encuentran en la venta, aunque, a decir verdad, no son lectores, sino oyentes, escuchantes atentos a quien lee. Al ventero Juan Palomeque, por ejemplo, le fascinan en especial los episodios de acci¨®n violenta; a Maritornes le parecen cosa de mieles las escenas de amor subidillas de tono; a la hija del ventero la hacen llorar las lamentaciones amorosas de los caballeros. Cervantes, en consecuencia, se?ala que las mujeres iletradas -tambi¨¦n las que no lo son- se inclinan por la literatura amorosa; en cambio, los hombres prefieren la de acci¨®n, un aspecto ligado a la sociolog¨ªa literaria que igualmente se constata en los siglos XIX y XX, mientras que en el XXI es posible que la cultura de masas tienda a igualar los gustos de hombres y mujeres en favor de best-sellers que combinan acci¨®n trepidante y pasi¨®n amorosa m¨¢s pand¨¦mica que celeste.
Es en ese cap¨ªtulo XXXII donde Cervantes le hace decir al ventero algo que despu¨¦s tambi¨¦n creer¨¢ a pies juntillas Madame Bovary: "Que las historias que andan impresas con licencia de los se?ores del consejo real" tienen que ser verdaderas "porque ellos no consentir¨ªan que se dieran a la luz mentiras y falsedades". Enma Bovary confi¨® su educaci¨®n sentimental a los folletines rom¨¢nticos que ofrec¨ªan a las mujeres unas pautas determinadas para conseguir la felicidad basada en el amor, ¨²nica expectativa de realizaci¨®n personal. En su b¨²squeda del amor como absoluto choc¨® la pobre madame con la realidad, al igual que don Quijote al intentar plasmar unos ideales ut¨®picos, sin darse cuenta de que el sentido de la utop¨ªa consiste en la imposibilidad de su realizaci¨®n. La influencia de los libros resulta perniciosa en los dos personajes porque en ambos ha sido excluyente, compulsiva y cr¨¦dula. Por el contrario, una lectura interesada y gustosa, pero no obsesiva, puede, como asegura Juan Palomeque, obrar el milagro "de que nos quite mil canas", eso es, que nos haga olvidar las preocupaciones, sinsabores y penas viviendo otras vidas, conociendo otras gentes, habitando otros lugares completamente distintos de cuantos nosotros, sin que medie libro por medio, ser¨ªamos incapaces de imaginar. Pero a la vez nos permite rejuvenecer, nos devuelve a la edad de la inocencia, en la que la muerte no existe. Esa opini¨®n del ventero, tan atinada, se la atribuye tambi¨¦n ¨¦l a los segadores y otros hu¨¦spedes que en verano se congregan en la venta y pasan las horas de descanso deleit¨¢ndose en o¨ªr leer.
O¨ªr leer u o¨ªr contar da lo mismo, la voz de quien relata sigue sonando con la voz de Scherezade, que se libra de la muerte devanando una historia diferente cada noche, segura de que mientras cuente no morir¨¢. Tal vez por eso, uno de los atractivos de la lectura consiste, aunque no lo sepamos, en que mientras leemos formamos parte de una ficci¨®n mucho m¨¢s duradera que nuestra propia vida. Quiz¨¢ s¨®lo existimos en la medida en que leemos, fuera de esas p¨¢ginas a las que nuestros ojos insuflan vida, nada ni nadie somos.
Leyendo estamos a salvo. Descubr¨ª esa certeza a los ocho o nueve a?os el d¨ªa que mi padre me ley¨® la Sonatina de Rub¨¦n Dar¨ªo, fascinada por las palabras que no entend¨ªa, que sonaban de manera casi m¨¢gica como "golgonda" o "argentina" y fue en aquel momento cuando decid¨ª que aprender¨ªa a leer, pues hasta entonces las monjas me daban por un caso perdido, atribuyendo mi retraso a problemas psicol¨®gicos. Pero en cuanto supe leer, mi padre, al observar mi voracidad lectora, cerr¨® la biblioteca con llave. Casi al mismo tiempo que me incit¨® al placer de la lectura me lo prohibi¨®. A estas alturas no me parece un mal m¨¦todo. De manera que cuando me preguntan ?que har¨ªa usted para que la gente leyera m¨¢s?, suelo contestar: prohibir la lectura. Porque en mi caso, por lo menos, funcion¨®: me las arregl¨¦ para abrir la puerta, coger los libros sin que lo notaran y a escondidas, a veces alumbr¨¢ndome con una linterna, segu¨ª leyendo. Desde entonces ni un solo d¨ªa de mi vida he dejado de hacerlo. Durante tres o cuatro horas, casi siempre de noche, me libero de los problemas cotidianos, sumergi¨¦ndome en mundos ajenos y me siento perfectamente a gusto cobijada por la letra impresa y hasta acariciada o zarandeada, depende, por un tacto hecho de palabras. En efecto, "se me quitan mil canas", como aseguraba el ventero, y me siento rejuvenecer escuchando con los ojos a los muertos y dialogando con los textos de vivos o difuntos. El resto de horas, las que dedico a escribir, pertenecen a otra identidad mucho m¨¢s vidriosa y conflictiva que mi identidad de lectora, una identidad que se afianza en ser le¨ªda. Son los lectores, casi siempre desconocidos, los ¨²nicos que, en definitiva, dan raz¨®n de mis textos e incluso de m¨ª misma, de quien los ha escrito. Si ellos no existen, es probable que yo tampoco. Por eso creo que si tuviera que elegir entre escribir o leer, escoger¨ªa leer con la seguridad de no equivocarme y la convicci¨®n de que mientras leo la muerte pasar¨¢ de largo.
Carme Riera es escritora.
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