Pasi¨®n por Londres en bicicleta
"El que est¨¢ cansado de Londres es que est¨¢ cansado de la vida", dijo el escritor Samuel Johnson. El autor del art¨ªculo, novelista chileno, as¨ª lo confirma mientras avanza por las calles y pedalea.Una ruta de tradici¨®n y nubes movedizas en la capital brit¨¢nica
Durante m¨¢s de dos a?os viv¨ª en el coraz¨®n de Londres, en Marble Arch, la esquina noreste de Hyde Park. Todos los d¨ªas -lloviznara o no- tomaba mi bicicleta y me iba desde la casa hasta mi oficina en King's College, junto al T¨¢mesis. Recuerdo esos pedaleos por la ciudad contra la fresca brisa londinense y su roc¨ªo como algunas de las horas m¨¢s felices de mi vida.
Bajo por el costado este de Hyde Park hacia el sur, pasando por la esquina llamada Speaker's Corner. All¨ª, los d¨ªas de domingo, se celebra un antiguo ritual del esp¨ªritu liberal ingl¨¦s. Decenas de oradores improvisados llenan esta esquina con sus mensajes contradictorios. Hay mucho fan¨¢tico religioso, pero tambi¨¦n ateos y librepensadores, y socialistas furibundos, y un negro con un casco de vikingo que profesa un antifeminismo radical. Lo extraordinario es que estos fan¨¢ticos discuten a voz en grito sin agredirse y sin que se vea a la polic¨ªa. Me pregunto qu¨¦ pasar¨ªa si hici¨¦ramos el mismo experimento en alguna ciudad latinoamericana. Si abri¨¦ramos un foro en la plaza de Armas de Santiago de Chile, por ejemplo, o en la plaza mayor de Madrid, donde cada cual pudiera subirse a una escalerita y exponer sus teor¨ªas, por descabelladas o incorrectas que sean. Sangre, me figuro, insultos, detenidos y contusos. Nuestra proverbial violencia hispana.
Pensando en esas cosas me dejo deslizar por la suave pendiente hasta la esquina sureste del parque: Hyde Park Corner. Aqu¨ª est¨¢ Apsley House, la casa del duque de Wellington, el vencedor de Napole¨®n. El bot¨ªn que Wellington arrebat¨® a Napole¨®n amuebla las salas. Entre otros tesoros, hay prodigiosos vel¨¢zquez provenientes de la colecci¨®n real espa?ola. Esta casa me provoca otra de esas reflexiones que facilita el silencio de la bicicleta rodando entre las piernas: es posible que all¨ª se haya iniciado la independencia de nuestro continente. Un d¨ªa, alrededor de 1810, Francisco de Miranda se present¨® en ella acompa?ado de un joven criollo venezolano que requer¨ªa del apoyo ingl¨¦s para liberar a su pa¨ªs. Era Sim¨®n Bol¨ªvar (siempre me he preguntado si lo acompa?aba su amigo, Andr¨¦s Bello). Y una cierta melancol¨ªa (con sus preguntas irresueltas) viene asociada a estos recuerdos: ?por qu¨¦ heredamos esta diferencia abismal de desarrollo entre las colonias hispanas y las brit¨¢nicas en Am¨¦rica? ?Basta para explicarse nuestra pobreza material y pol¨ªtica la llamada ¨¦tica del protestantismo, como quiso Weber? O bien, me digo mientras espero el cambio de luz en la pista de bicicletas de Hyde Park Corner, una clave podr¨ªa estar en el esp¨ªritu de Londres: esta capacidad tan ajena a nosotros para conseguir un equilibrio entre tolerancia y orden que est¨¢ en la base de las verdaderas comunidades. No quiero erigir la bicicleta a una categor¨ªa universal, pero es tan dif¨ªcil pedalear en Madrid sin que lo atropellen a uno, y en Santiago es directamente un suicidio. Mientras que en esta ciudad -fren¨¦tica como es Londres- a los d¨¦biles ciclistas nos dan la preferencia. Eso, mucho m¨¢s que las supuestas solidaridades con las que se llenan la boca nuestros hombres y mujeres p¨²blicos, contribuye a fundar una comunidad.
Virando a la izquierda, me interno pedaleando por Piccadilly. En Albermale Street est¨¢ la Royal Institution y en sus s¨®tanos una de las curiosidades mal conocidas de Londres: el laboratorio intacto de Faraday, el gran f¨ªsico de principios del XIX. Sus tremebundos aparatos para producir energ¨ªa el¨¦ctrica hacen pensar inevitablemente en el laboratorio del Dr. Frankenstein. ?Se le ocurrir¨ªa a alguien en nuestras latitudes conservar intactos no ya los laboratorios, sino alg¨²n instrumento de nuestros cient¨ªficos notables?
Si me interno en el barrio de St. James's, el de los elegantes clubes para caballeros, topo con otras manifestaciones m¨¢s fr¨ªvolas pero no menos significativas del amor a la tradici¨®n. Por ejemplo: la tabaquer¨ªa J. J. Fox (all¨ª mismo desde 1834) y la sombrerer¨ªa Lock (que mide cabezas en su local desde 1765). En Fox se pueden comprar tabacos de todo el mundo, fum¨¢rselos en c¨®modos sillones, y en su trastienda observar los libros de contabilidad de cien a?os atr¨¢s. En una de sus p¨¢ginas encuentro la cuenta pendiente que dej¨® Oscar Wilde cuando lo encarcelaron.
Seis pisos de anaqueles
Poco m¨¢s all¨¢ encadeno mi bicicleta en las puertas de Waterstones Piccadilly, una de las mayores librer¨ªas del mundo. Aqu¨ª es posible pescar un libro en cualquiera de los seis pisos de anaqueles e irse a leerlo sin pagarlo -con picard¨ªa criolla- mientras se almuerza algo en el Studio Lounge del quinto, que ofrece una de las raras vistas a¨¦reas de Londres (y unos s¨¢ndwiches de roast beef memorables). Mientras almuerzo, pienso en la tan mentada tradici¨®n brit¨¢nica. En las simplificaciones que ¨¦sta evoca en nuestros angl¨®filos locales. Las tiendas para caballeros de Jermyn St., ac¨¢ a la vuelta, y esos clubes de St. James's, est¨¢n en la misma ciudad que fue la cuna de la cultura pop en los a?os sesenta, el swinging London de The Beatles. Esas tradiciones que todos critican pero nadie estima necesario destruir siguen ahora mismo conviviendo con la modernidad y la diversidad cultural m¨¢s desaforadas. En cualquier recorrido en uno de esos buses rojos de dos pisos -aconsejo por ejemplo el 23, que cruza Londres transversalmente- es posible o¨ªr, sin exagerar, diez lenguas distintas y obtener un muestrario de todas las tribus urbanas que pueblan esta metr¨®poli. Y lo notable, una vez m¨¢s, es que conviven en relativa paz, hasta se dir¨ªa que en armon¨ªa.
Al salir de Waterstones recupero mi bicicleta y cruzo Piccadilly Circus junto a la estatua de Eros para bajar por Haymarket. Aqu¨ª est¨¢ uno de los teatros m¨¢s hermosos de Londres -en esta ciudad plet¨®rica de gloriosos teatros-. El Royal Haymarket. Aqu¨ª vi en una noche de niebla a Vanessa Redgrave y a su hija Joely Richardson protagonizando a la madre y la hija, justamente, en El abanico de lady Windermere. Nunca olvidar¨¦ la ovaci¨®n cuando las dos salieron a saludar al p¨²blico y ¨¦ste se puso de pie; todos, creo, con un nudo en la garganta. En Londres me reenamor¨¦ del teatro. Luego me he preguntado muchas veces qu¨¦ provoca nuestra falencia teatral generalizada en Espa?a e Hispanoam¨¦rica (con la posible excepci¨®n de Buenos Aires). Nuestros actores enf¨¢ticos, sobreactuados, exagerados. Tengo mi teor¨ªa: la capacidad para el teatro est¨¢ relacionada con la cultura de un pa¨ªs. Lo caracter¨ªstico del dialecto brit¨¢nico -y toda cultura es esencialmente un idioma- es el understatement. Traducido libremente ser¨ªa un "decir menos", un disminuir conscientemente la importancia y la gravedad y la solemnidad de lo que se expresa, sin que el otro deje de percibir, por supuesto, que hay una exageraci¨®n en tanta modestia. Este tono menor favorece la iron¨ªa -arte pr¨¢cticamente desconocido en Am¨¦rica, incluyendo a Estados Unidos-. Y ambos -understatement e iron¨ªa- son actitudes teatrales, representaciones cotidianas con las cuales se civilizan las emociones violentas, se las amansa. De all¨ª -digo yo- el genio ingl¨¦s para el teatro, y la excentricidad. Desde Shakespeare, por lo menos.
Ya estoy cerca del final de mis pedaleos reflexivos. Paso por Trafalgar Square (Nelson encaramado en su columna y los cuatro leones gigantescos que la cuidan cabalgados por los turistas). Me interno por la avenida de Strand, pasando cerca de Covent Garden. Entonces, por un mero capricho libertario, en lugar de seguir hacia el edificio de King's College, doblo a la derecha y pedaleo hasta el medio del puente de Waterloo, para acodarme sobre el T¨¢mesis. La poderosa curva del r¨ªo, traficada por barcos y barcazas, empuja el horizonte hacia el Oriente. Por este r¨ªo man¨® hacia el mundo la civilizaci¨®n brit¨¢nica.
Cielo sin ¨¦nfasis
?Pero qu¨¦ es esa civilizaci¨®n?, me pregunto. Y al hacerlo levanto la vista del T¨¢mesis hacia el cielo casi perpetuamente gris, pero movedizo, sus nubes arrastradas por las r¨¢fagas que barren la isla. Puede ser esta luz, me digo, esta luz sin ¨¦nfasis, que nunca calienta pero tampoco, jam¨¢s, quema. Esta luz suave, tamizada, tan lejos de las calenturas y los enceguecimientos mediterr¨¢neos. Recuerdo que el gran pintor londinense Lucian Freud confesaba un secreto: mezclar un poco de carb¨®n molido en el ¨®leo blanco, de modo que en la claridad siempre reverbere un poco de sombra. El temperamento liberal ingl¨¦s, lejano a los blancos y negros, puede ser hijo de esta luz moderada que acostumbra el ojo a percibir los claroscuros. Quiz¨¢ esta luz gris nos ha faltado en Hispanoam¨¦rica, para suavizar nuestras pasiones, nuestros resplandores, me digo, mientras remonto en mi bicicleta. Quiz¨¢, pero no voy a discutirlo, no quiero convencer a nadie. ?sa es otra lecci¨®n de Londres, al menos para este ciclista: convencer es menos importante que convivir.
- Carlos Franz (Ginebra, 1959) es escritor chileno. Su novela El desierto recibi¨® el premio La Naci¨®n Sudamericana en Buenos Aires
GU?A PR?CTICA
- Oficina de turismo de Londres (00 44 20 884 69 000; www.visitlondon.com). Regent Street, 1. Metro: Piccadilly Circus.- London Bicycle Tour Company (00 44 20 792 86 838). Gabriel Wharf, 56. Alquiler de bicicletas para visitar Londres. Una hora cuesta 4,38 euros. Un d¨ªa, 21,92.- On your bike00 44 20 737 86 669). Tooley Street, 52-54. Un d¨ªa, 17,54 euros. Cercana a la estaci¨®n de London Bridge, en el centro.
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