Un Henry IV realmente hist¨®rico
Harold Bloom no pod¨ªa imaginar otro Falstaff mejor que Ralph Richardson en el Old Vic, en 1945. Yo dudo que cualquier otro actor me haga olvidar el Falstaff de Michael Gambon en el National Theatre, a las ¨®rdenes de Nick Hytner. Gambon, el Gran Gambon, como le llamaba el propio Richardson, rodeado de un verdadero dream team: David Bradley como Enrique IV, Matthew MacFayden como el pr¨ªncipe Hal, David Harewood como Hotspur, John Wood como Shallow, y as¨ª hasta treinta actores superlativos. Necesitar¨ªa una p¨¢gina entera (o m¨¢s) para contarles todas las emociones, toda la complejidad, todas las riquezas de este Henry IV que est¨¢ siendo uno de los grandes acontecimientos de la cartelera londinense. Es la primera vez que el epic shakesperiano por excelencia se da completo en el NT: seis horas que atraviesan la Inglaterra medieval como un r¨ªo de metal incandescente. Una estructura ejemplar, que alterna magistralmente las escenas de corte y de taberna, las luchas por el poder y la anarqu¨ªa en desbandada de Falstaff y sus "favoritos de la luna", la intimidad en plano corto y las batallas en scope.
Y, por encima de todo, la ca¨ªda de la merry England, hedonista y canalla, para dar paso a la ferocidad institucional, unificadora, autolegitimada, a trav¨¦s de una eterna historia de padres e hijos: el pr¨ªncipe Hal negar¨¢ a Falstaff, padre suplente, para tomar la corona de manos del viejo rey Enrique y ocuparse de los "asuntos de la familia", como Michael Corleone. Naturalmente, esto es una simplificaci¨®n. Y el genio de Shakespeare es una negativa radical ante cualquier reduccionismo. No juzga, no sentimentaliza, no se hace ilusiones. En su mundo nadie es un villano completo ni un ¨¢ngel sin m¨¢cula. Nadie se salva, nadie gana o pierde enteramente, nadie tiene raz¨®n sino razones, cambiantes seg¨²n el ¨¢ngulo de la luz, y a menudo en sombra hasta para sus propios due?os. Como todo hijo de vecino, Shakespeare tiene simpat¨ªas (o empat¨ªas), pero hace falta un alma muy grande para saber repartirlas tan bien. Se apagan las luces de sala, brota una claridad macilenta, suena m¨²sica de r¨¦quiem. Paisaje despu¨¦s de una batalla. En el centro, el viejo Enrique pronuncia su discurso, entre cuerpos ensangrentados y mujeres que lloran. Un entarimado desnudo, con utensilios m¨ªnimos. ?rboles que parecen quemados vivos, muertos en pie. Aqu¨ª no hay falsas modernidades. No se equipara la guerra de las Rosas con la de Irak, ni maldita falta que le hace. El pr¨ªncipe Hal lleva jeans, eso s¨ª, ¨²nico detalle.
El viejo Enrique usurp¨® el trono de su primo, Ricardo II, y vive bajo esa culpa, bajo el peso de una corona excesiva. Envejece, quiere acabar con la guerra que ¨¦l empez¨®, sufre por un hijo que no sigue sus pasos, le gustar¨ªa que su hijo fuera Hotspur, el guerrero puro. El viejo Enrique es un rey casi espa?ol, torturado y brutal, cercado por la muerte, con un enorme crucifijo gobernando sus aposentos. Su hijo, el pr¨ªncipe Hal, est¨¢ lejos. Pasa sus d¨ªas bebiendo y follando y robando con Falstaff y su banda. Razones: a) se lo pide el cuerpo; b) quiere conocer la naturaleza humana (incluida la suya); c) busca poder presentarse luego ante su padre y el reino entero como un joven reformado. Hal es una mezcla constante de impulso y c¨¢lculo, es decir, un joven muy peligroso. Falstaff no lo ve, o no quiere verlo. ?sa es su gran debilidad, la que le llevar¨¢ a la perdici¨®n. Falstaff y su banda tratan de vivir fuera de la ley y, sobre todo, de la historia, en un mundo an¨¢rquico, verbal, de ingenio y enga?os que se cumplen para ser contados. Un tatarabuelo del juez Azdak de Brecht, un vitalista amoral que desprecia el honor y la autoridad, un depredador que se apropia de la muerte de Hotspur, que env¨ªa a los m¨¢s d¨¦biles al frente y vac¨ªa los bolsillos de los cad¨¢veres.
Michael Gambon escucha a Shakespeare y jam¨¢s sentimentaliza al personaje, se niega a convertirlo en un oso bonach¨®n y p¨ªcaro. Da un Falstaff redondo, nunca mejor dicho. Hay que tomarlo as¨ª, con todo el nervio y toda la grasa canalla: "Desterrad al gordo Falstaff y desterr¨¢is al mundo entero" es una de las frases claves de esta obra. La potencia oscura de Gambon est¨¢ m¨¢s cerca de Charles Laughton (y de nuestro Jos¨¦ Mar¨ªa Pou, por cierto) que de la jovialidad elegiaca de Welles pero ?c¨®mo se le iluminan los ojos de alegr¨ªa cada vez que ve a Hal, y qu¨¦ inmensa delicadeza hay en su escena de amor con Dolly Tearsheet (Eve Myles)! Y en las escenas c¨®micas est¨¢ controlad¨ªsimo, nada payaso: sabe que Falstaff es divertido, que no hay que "hacerlo divertido".
Y ah¨ª tenemos a David Harewood como Hotspur, otro de los grandes personajes secretos de Shakespeare, otro de sus favoritos, porque no es un pol¨ªtico sino una fuerza de la naturaleza, al que regala una preciosa escena de amor y humor con su mujer, Lady Percy (Naomi Frederick), y esa canci¨®n galesa que parece anticipar las secuencias ¨ªntimas de John Ford, justo antes del ataque de los indios. Y en la segunda parte, el maravilloso John Wood: si este montaje fuera un musical, Wood ser¨ªa el eleven o'clock showstopper, la formidable canci¨®n inesperada del ¨²ltimo acto. Wood es un Shallow que parece dibujado mitad por Dickens mitad por los Monty Python, y que remonta ese r¨ªo hasta llegar a Pinter; habr¨ªa que estudiar, por puro placer, un posible v¨ªnculo entre Shallow y el Spooner de No Man's Land, inventando ambos un pasado imposible, la enga?osa esencia arc¨¢dica de la merry England. De nuevo, el genio de Shakespeare al colocar ah¨ª, justo ah¨ª, esa duda lucid¨ªsima, y al hacer que el fool Shallow acompa?e a Falstaff en su ca¨ªda, para tamizar su dolor -y el nuestro- ante el rechazo, la negaci¨®n de Hal, tan repugnantemente cargada de razones de Estado; para que ese gesto ¨²ltimo de Gambon (el rostro tapado por la mano para no ver, definitivamente) no nos parta el coraz¨®n como han partido el suyo. Extraordinario texto, extraordinaria funci¨®n.
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