Muertos y resucitados
Los poetas no siempre aciertan a vivir; pero casi siempre saben c¨®mo morir. Se les hace dif¨ªcil la vida, pero se acercan a la muerte con rubor de enamorado, corren a su encuentro, como Alejandra Pizarnik; se abrazan a ella, como Alfonsina Storni; saltan en su busca, como Paul Celan, desde el puente de Mirabeau. "Pasan los d¨ªas, pasan por decenas. Ni el tiempo pasado, ni los viejos amores regresan. Bajo el puente Mirabeau fluye el Sena", que escribi¨® Apollinaire, y nosotros escuchamos en la voz l¨ªquida de Reggiani.
El poeta Li Bai (o Li Po), una noche que se encontraba paseando en barca, ebrio como otras veces, vio la luna reflejada en las aguas del lago, se inclino para saludarla y abrazarla, cay¨®, como era l¨®gico en su estado, y se ahog¨®. Sus poemas se han convertido en cl¨¢sicos, no solo en la China, sino en una gran parte del mundo occidental y civilizado, porque no hay que confundir la geograf¨ªa con la cultura. Sus palabras se extienden sobre el mundo f¨ªsico y, tambi¨¦n, sobre el otro, sobre el que est¨¢ situado m¨¢s all¨¢ de cualquier corporeidad; sin l¨ªmites ni fin. Leo un poema: "La brisa oto?al refresca. La luna brilla. Las hojas ca¨ªdas, amontonadas, se mueven. El cuervo, ya recogido, sale asustado de su nido. ?D¨®nde estar¨¢s, mi amor? ?Cu¨¢ndo volver¨¦ a verte? ?Ay! Esta noche me duele el coraz¨®n". El poema atrae a la mente aquel texto de Jacques Prevert, titulado Les feuilles mortes que cant¨®, entre otros, Yves Montand, que toc¨®, entre otros, Miles Davis. Las aguas del lago se agitan, el viento arrastra las hojas secas, el coraz¨®n nunca est¨¢ impasible. Para el melanc¨®lico, siempre es oto?o, aun en verano. Para el melanc¨®lico la vida es un fulgor, un instante de lucidez, un intervalo de ¨¦xtasis que desborda el tiempo no vivido ni so?ado, el tiempo huido o dejado de lado, abandonado y hu¨¦rfano, el tiempo preso en manos ajenas.
Fue el dedicado a Aresti un programa moderno, en el sentido actual: un programa con m¨¢s im¨¢genes que ideas
Li Bai ha sido traducido al euskara. Lo han tra¨ªdo de nuevo a la vida Albert Galvany y Pello Otxoteko; porque cada vez que en una lengua diferente a la suya resuenan las palabras con sus ecos de un poeta, ¨¦ste resucita y su coraz¨®n se enciende y arde en otros sonidos, y vuelve a morir, asimismo, cuando el olvido lo entierra con su negro y acerbo manto. Pero mientras vive, sus palabras son una fiesta de colores y sensaciones, irrepetibles en cualquier otra circunstancia, porque son particulares en cada lector, que las lee y las oye, como si esas palabras, que tienen siglos de existencia en la humanidad, hubiesen sido escritas en ese momento para ¨¦l y con ¨¦l, pensando en ¨¦l. Y esa es la grandeza de la poes¨ªa, que no sufre los achaques de la edad, que no envejece, sino que, por el contrario, como un milagroso elixir, regala el presente, ese tiempo que s¨®lo es, y que, por ser, se despliega y repliega y no acaba adentr¨¢ndose en el futuro ni cayendo en las aguas del pasado, que se las lleva la corriente; ese que no se mide m¨¢s que por el sentimiento y el deseo de vida. Si alguna utilidad tiene la poes¨ªa en estos tiempos tan poco dados a lo po¨¦tico, es su capacidad para restituir vida en la vida, para inculcarla, para alentarla, para sugerirla.
Un poeta resucita y otro, Juan San Mart¨ªn, muere, si es que mueren los poetas, al menos simb¨®lica y espiritualmente, si es que mueren la vida y la belleza. Aunque haya, por el contrario, gente que muere sin que se sepa que haya vivido. Enterraron su cuerpo, esa es la verdad. Los diarios informaron de la asistencia de mucha gente a sus funerales, lo que demuestra que Juan San Mart¨ªn era una persona querida, por ser buena; informaban asimismo de la presencia de las autoridades, supongo que por haber sido ararteko durante una ¨¦poca de su vida, cargo para el que no est¨¢ preparado todo el que lo desea, ni mucho menos. Es cuesti¨®n de tener conciencia, que es algo anterior al alfabeto e, incluso, que el pan y la sal. Ignoro si asistieron esas gentes a quienes llaman, con eufemismo o iron¨ªa, a saber, "personalidades de la cultura"; como si la cultura necesitara de personalidades y no de personas; como si la cultura fuese una competici¨®n de caballos de raza y lo que importara fuese la meta y no el trayecto; como si la cultura fuese una galer¨ªa de retratos, donde se admirase al retratado por el retrato en s¨ª o por el arte del retratista, que no por sus propios m¨¦ritos.
La poes¨ªa de Juan San Mart¨ªn est¨¢ recogida en Giro Gori, (1954-1977), tiempo ardiente, tiempo que deja, tras su estancia, una quemaz¨®n en el esp¨ªritu, olor a carbonilla, el tiempo de la tiran¨ªa y el de la esperanza, el de la luz tras la oscuridad. "As¨ª como el r¨ªo agua lleva, trae luz la ma?ana. S¨ª, s¨ª y s¨ª, y con la luz el mundo libre que esperamos".
Juan San Mart¨ªn so?¨® con la libertad y fue, por tanto, libre; porque los sue?os tienen ra¨ªces m¨¢s profundas que un ¨¢rbol, y lo atan a la vida. So?¨® en euskara; y so?¨® que los vascos viv¨ªan en paz. Fue, como cr¨ªtico, uno de los que mejor entendieron a Gabriel Aresti y supieron del valor de su obra, encarnada y sonora. Escribi¨® el pr¨®logo de Harri eta Herri, (1964), donde da cuenta de la angustia que transpira la poes¨ªa de Aresti, esa falta de luz, esa profunda huella del dolor.
Muri¨® Aresti en 1975. Hace unos d¨ªas la televisi¨®n p¨²blica vasca emiti¨® un programa dedicado a su figura. Fue un programa moderno, en el sentido actual: un programa con m¨¢s im¨¢genes que ideas, un programa donde la tecnolog¨ªa ocultaba el mensaje. De todos modos, result¨® agradable, por digerible, por la envoltura tan liviana que cubr¨ªa a un poeta llano y, a la vez, profundo, a un hombre que cuando so?aba hablaba en verso a otros hombres, como ¨¦l aquejados por las mismas penas, acechados por la misma indiferencia; y, sin embargo, dulces en su amargura.
Vi el programa con m¨¢s curiosidad que inter¨¦s. Y cuando acab¨® y apagu¨¦ el aparato, pens¨¦ que hay muertos que no tienen remedio; que su resurrecci¨®n dura lo que un programa de televisi¨®n; que hay quien los prefiere durmiendo pl¨¢cidamente en el inerte sue?o de la verdad, esa verdad por la que adoleci¨®, pen¨® y muri¨® Aresti, y que sus herederos mancillaron y convirtieron en una raz¨®n pr¨¢ctica incolora y blanda, limpia e inocua.
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