La muerte del taxidermista
Un muy conocido m¨ªo que en sus a?os mozos era poeta, cr¨ªtico y traductor, decidi¨® poner en su DNI que su profesi¨®n era taxidermista, palabra que la polic¨ªa pod¨ªa ubicar mejor que las tres anteriores citadas. (Recordemos que Joan Brossa, seg¨²n su DNI, era "paleta" y no "poeta", por la sencilla raz¨®n de que el polic¨ªa de turno lo crey¨® m¨¢s razonable y ¨¦l acept¨® encantado). Por suerte, quiz¨¢ para evitar estos enredos, ya no es necesario especificar tu profesi¨®n, pero si as¨ª fuera, la palabra taxidermista tendr¨ªa sus d¨ªas contados.
Paseando por la plaza Reial se pueden fijar en un restaurante llamado, precisamente, Taxidermista. ?A qui¨¦n se le ocurre asociar semejante palabra, que rememora v¨ªsceras, jugos g¨¢stricos y olores nauseabundos, con la gastronom¨ªa? F¨¢cil: en este local existi¨® durante 105 a?os un famoso taller de taxidermia. All¨ª se despellejaban ardillas, jabal¨ªes, loros, ciervos, zorros... Era una empresa familiar ayudada por tres operarios contratados. El negocio funcionaba a las mil maravillas hasta que, poco a poco, los papagayos y las cabras disecadas pasaron de moda, la mayor¨ªa de estas especies quedaron protegidas por la ley y los nietos del fundador, en vista de lo poco rentable del negocio, decidieron vender el local, que cerr¨® hace 10 a?os. S¨®lo una de las nietas, Carme Palaus, motivada m¨¢s bien por un sentimiento de nostalgia, se aventur¨® a proseguir lo que el abuelo hab¨ªa empezado. Ahora lo que queda del viejo taxidermista est¨¢ en una peque?a tienda de la plaza las Palmeres de Sant Andreu.
Los taxidermistas viven de un negocio que de momento funciona, pero desencantados, sabiendo que su oficio se acaba
La plaza de las Palmeres es uno de los rincones m¨¢s agradables de Sant Andreu, un lugar tranquilo, con palmeras, acacias y alguna antigua casa de dos plantas. En una de ellas se puede leer: "Carme Palaus. Ci¨¨ncies Naturals". De lunes a viernes, de nueve de la ma?ana a una de la tarde, un hombre de avanzada edad espera los clientes sentado detr¨¢s de una mesa de madera. Se llama Ignasi y es el marido de Carme, que s¨®lo aparece los viernes, precisamente el d¨ªa que los visito.
La tienda est¨¢ llena de cajas de cristal con mariposas disecadas, escarabajos, una tar¨¢ntula, caracoles, estrellas de mar... En un mueble centenario hay una cabeza de pez espada; al lado, un zorro disecado, y debajo, un cachorro de perro. Colgada de un soporte descansa la piel de un jabal¨ª, la ¨²nica pieza que han conseguido vender esta temporada. "Antes nos encargaban de 30 a 40 jabal¨ªes, ahora s¨®lo uno al a?o". Ellos encargan el trabajo de taxidermia a un taller, Carme e Ignasi hacen los ojos de vidrio, pero no parecen dispuestos a ense?¨¢rmelos. Tanto uno como el otro est¨¢n desencantados del negocio y aseguran que piensan dejarlo. "Esto ha pasado de moda, como tantas cosas, y ya no se puede vivir de la taxidermia", comenta Ignasi con un deje de amargura. Se les ve quemados, hasta tal punto que parece que les da igual vender o no, salir en un diario o no. Apenas me cuentan nada y soy yo quien tengo que improvisar historias para ver si doy en el clavo. Me responden con un escueto s¨ª o no, y a los pocos minutos Ignasi me dice que ya tengo suficiente informaci¨®n y que, sinti¨¦ndolo mucho, tienen que marcharse a un recado. Son las once de la ma?ana. Y tranquilamente, cierran la tienda y se van. Algo desencantada, pienso que me falta la mitad de la cr¨®nica y busco por Internet un aut¨¦ntico taxidermista.
Josep M. Nogu¨¦s tambi¨¦n relev¨® a su padre, pero de momento tiene un negocio que funciona, aunque es consciente de que al taxidermista artesano, como ¨¦l, le queda poco. Josep M. estudi¨® Bellas Artes y empieza el ritual de su trabajo esculpiendo el animal en yeso, cosa que casi nadie hace; luego le da una capa de fibra de vidrio, se parte, se rellena de poliuretano y por expansi¨®n queda convertido en el animal que desea. S¨®lo falta el trabajo m¨¢s artesanal: colocar la piel encima y el cr¨¢neo pulido, las ¨²nicas cosas -aparte de los dientes- que son del aut¨¦ntico animal. Su taller de Gr¨¤cia recuerda la pel¨ªcula de Stanley Kubrick El beso del asesino, donde aparece un almac¨¦n lleno de maniqu¨ªes colgando en la pared. En este caso son zorros, leones y leopardos de poliuretano que esperan las manos de Josep M. para transformarse en un simulacro de animal viviente. Tambi¨¦n hay cr¨¢neos de cabra, de ciervo, de ant¨ªlope, todos con sus cuernos. Un jabal¨ª colgado espera el turno para que le coloquen los dientes, otro est¨¢ lleno de agujas, clavos y remiendos, hasta que la cola de debajo se seque y quede perfecto. Me cuenta Josep M. lo dif¨ªcil que es en Catalu?a mantener este negocio, porque las leyes son demasiado estrictas. "Aqu¨ª no nos dejan curtir la piel. En Madrid son m¨¢s permisivos, por esto un grupo de taxidermistas tenemos el taller de curtidores all¨ª". Me ense?a un ciervo despellejado y las fotos de un leopardo que acaba de disecar. Es tan aut¨¦ntico que parece a punto de saltar del ¨¢rbol. En la tienda hay una papelera y dos pufs que son las patas de un elefante. Veo un congelador del tama?o de una persona y mi imaginaci¨®n se dispara. "?Demasiadas pel¨ªculas!", pienso yo mientras le pido que me lo abra. Como es de esperar, no hay una chica despellejada, sino m¨¢s pieles y cr¨¢neos, todos de animales (no racionales). Josep M. organiza cacer¨ªas por ?frica y sabe lo se trae entre manos. Defiende al cazador y abomina las matanzas indiscriminadas. Tiene clientes de todo el mundo, pero sabe que esto se acaba.
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