Las utop¨ªas llevan un infierno en la barriga
Durante muchos a?os cre¨ª que una de las mayores tragedias del ser humano era la distancia insalvable que media entre nuestros infinitos deseos de felicidad y nuestra nula capacidad para convertirlos en realidad. Somos criaturas llenas de ¨¢vidos anhelos personales y torturadas por la imposibilidad de cumplirlos. Queremos ser felices, queremos ser amados, queremos triunfar, queremos vivir intensamente, queremos ser eternos, y todo ello lo queremos de manera tan absoluta que, por supuesto, fracasamos tambi¨¦n absolutamente. Un conflicto grave y doloroso.
Pero, con el tiempo, he descubierto una tragedia mucho mayor, la paradoja m¨¢s atroz y lacerante de nuestras vidas parad¨®jicas: que nuestros mejores sue?os, los m¨¢s trascendentes y m¨¢s emocionantes, aquellos que nos hacen vibrar de generosidad y de belleza, son por lo general los m¨¢s envenenados y abismales, los que terminan gestando las monstruosidades m¨¢s completas. Nuestros hermosos ideales tienen la barriga pre?ada de infiernos. Es un destino cruel, este destino humano: estamos condenados a traicionarnos.
Mi admirado Oscar Wilde dec¨ªa que el hombre mata lo que ama. ?l se refer¨ªa, sobre todo, al amor personal, a la pasi¨®n sentimental, de la que ¨¦l fue una v¨ªctima notoria. Pero su l¨²cida frase abarca mucho m¨¢s y define perfectamente la tr¨¢gica contradicci¨®n a la que me refiero. Qu¨¦ triste sino aspirar a hacer el bien y que tus mejores intenciones puedan terminar en un ba?o de sangre.
Los he visto. He visto a los individuos transidos de utop¨ªa, vibrando de buenos sentimientos. En las revoluciones, en las algaradas, en los movimientos nacionales, en las concentraciones multitudinarias desbordantes de emoci¨®n y entrega generosa. He visto tantas veces a tantas personas dispuestas a dar sus propias vidas por un ideal, por el grupo, por los dem¨¢s, por la libertad, por el honor, por la dignidad, por la igualdad, por la patria, por? grandes palabras que se paladean en la boca como un dulce y que luego revientan tan llenas de pus como un absceso.
Y as¨ª, estremece pensar que los mayores asesinos y verdugos de la Historia estuvieron emborrachados por ensue?os espl¨¦ndidos, por unos vislumbres de grandeza que parec¨ªan proceder de la parte mejor de sus conciencias. Sin duda tambi¨¦n Robespierre, pongo por caso, estuvo lleno de magn¨ªficas ilusiones para el bien de la Humanidad. Ah, el bien de la Humanidad? Qu¨¦ cosa tan incre¨ªblemente el¨¢stica, tan huidiza, tan confusa, tan contradictoria? Por el bien de la Humanidad, cu¨¢ntas heridas han recibido los humanos. Torturas, ejecuciones sumarias, cabezas rodando como frutas maduras hasta colmar los ensangrentados capazos de la guillotina.
?Qui¨¦n no ha sentido latir alguna vez dentro de s¨ª mismo esa pulsi¨®n de gloria colectiva y altruismo, esa hambre de absoluto que hace que te sientas m¨¢s limpio, m¨¢s bondadoso, m¨¢s ¨²til? Pues bien, hagamos un esfuerzo de entendimiento e intentemos comprender que esa misma pulsi¨®n de colosal belleza ha calentado tambi¨¦n el coraz¨®n de los mayores monstruos. Torquemada y sus inquisidores achicharraban herejes transidos de m¨ªstica divina y convencidos de estar salvando almas. Los j¨®venes nazis que desfilaban con l¨¢grimas en los ojos estaban heroicamente dispuestos a morir por lo que ellos cre¨ªan que era el hermoso bien de la dignidad. Los comunistas rusos que mataron a millones de campesinos vibraban de entusiasmo sinti¨¦ndose los salvadores de los pobres. Y hace unas horas, escuchando una de las bell¨ªsimas baladas en euskera del grupo Oskorri, pens¨¦ en cu¨¢ntos abertzales pueden haberse emocionado, lo mismo que yo, al o¨ªr esta m¨²sica, y cu¨¢ntos habr¨¢n disparado sus ansias de infinito hacia un luminoso ideal de Patria y de Justicia que va sembrando la tierra de cuerpos destripados por las bombas.
S¨ª, creo que no hay tragedia mayor que esta contradicci¨®n tan dolorosa. Nuestros sue?os m¨¢s bellos, aquellos que nos calientan el ¨¢nimo y parecen despertar en nosotros las mejores virtudes, acaban convertidos demasiado a menudo en las m¨¢s atroces pesadillas. Por eso no hay que apagar nunca la luz de la raz¨®n, que es nuestra ¨²nica defensa frente a la borrachera emocional de las utop¨ªas. Hay que desconfiar de las explosiones sentimentales colectivas, por muy hermosas que parezcan. O sobre todo si parecen hermosas. La vida real, la vida verdaderamente justa y compasiva, necesita la cautela inexorable del pensamiento.
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