Silencio
"Pasar tiempo en silencio rejuvenece a individuos y pueblos" dice Cesare Pavese, pero en las calles de Madrid el ruido no cesa. En las calles de Madrid, el ruido de la indignaci¨®n sustituye cada fin de semana al silencio de la indagaci¨®n. Y as¨ª nos va. Ignorar a Pavese nunca trae nada bueno. Incluso aquellos destinados a cuidar el silencio de lo propio se lanzan ahora con su ruido, sobre el ruido de lo ajeno. Por extra?o que parezca, la Iglesia Cat¨®lica nunca ha acabado de entender que su reino no es de este mundo. No es el menor de sus pecados. Si de algo se puede culpar a la Iglesia Cat¨®lica, y no est¨¢ su historia para tirar muchas piedras, es de haber malversado su hermoso caudal de met¨¢foras. Seguramente es aqu¨ª, en la transformaci¨®n de met¨¢foras en verdades, donde el cristianismo ha confundido m¨¢s profundamente su naturaleza y a uno le parece que, precisamente por este camino, ha ido derrumb¨¢ndose a lo largo de los siglos.
Las met¨¢foras son f¨¦rtiles, de ah¨ª su potencia, pero las verdades, con su rotundo punto final, son todas est¨¦riles. Tambi¨¦n ¨¦sta, por supuesto. No quisiera a?adir m¨¢s ruido, al ruido de lo ajeno, y no me interesa en absoluto, contra manifestarme en contra de las manifestaciones que contraponen derechos adquiridos contra libertades de nuevo cu?o (no menos reales, por cierto, que la justicia siempre se ha impuesto sobre la historia). Me resulta muy deprimente y tremendamente cansado entrar en ese juego de met¨¢foras degradadas que empieza siendo eterna, con Cristo en la cruz, y acaba siendo un est¨²pido cesto de peras y manzanas. No se puede vivir a la contra, al menos yo no puedo, el silencio de la indagaci¨®n s¨®lo pelea en el territorio de lo propio, pero me parece ahora, al pensarlo un poco, que toda creencia deber¨ªa florecer por contagio y nunca por imposici¨®n. Quienes han malgastado la gesti¨®n de su tesoro no deber¨ªan tratar de robar en casa ajena la importancia que tal vez nunca comprendieron del todo. Transformar met¨¢foras en verdades significa tambi¨¦n querer transformar influencia en regulaci¨®n, querer convertir los mimbres de una hermosa y dolorosa inquietud en las barras de nuestras c¨¢rceles. Todas estas cuestiones deber¨ªan preocupar a los ruidosos obispos mucho m¨¢s que las cambiantes realidades sociales que tanto les irritan y desconciertan. Tal vez as¨ª podr¨ªan empezar a entender cu¨¢l es su lugar en este mundo, que, a pesar de lo que creen, es tambi¨¦n nuestro. No estar¨ªa de m¨¢s, ahora que la familia es el dedo en la llaga, que se preguntaran tambi¨¦n qu¨¦ grado de responsabilidad tienen algunas de sus met¨¢foras menos hermosas, en el estado de las cosas. En un pa¨ªs en el que las mujeres son concienzudamente asesinadas a martillazos por sus muy leg¨ªtimos y heterosexuales esposos, la creaci¨®n de la met¨¢fora m¨¢s monstruosa para el futuro y el pasado de las mujeres, aquella que impone la intervenci¨®n divina sobre la imposible ecuaci¨®n madre y virgen, tal vez, y digo tal vez por pura cortes¨ªa, sea responsable de al menos una parte del dolor que arrastran quienes han tenido la desgracia de nacer con una herida en el mismo lugar donde el sexo opuesto carga precisamente un arma, ?o es justo al rev¨¦s?
En lugar de tratar de ordenar nuestros impulsos sexuales tal vez alguien deber¨ªa ayudarnos a comprenderlos. Estar¨ªamos as¨ª en el camino de aceptarlos. La cuesti¨®n aqu¨ª no es si matrimonio es o no es la palabra l¨ªcita. La cuesti¨®n es si tiene verdadero valor la sensibilidad de quienes tratan de imponer su monopolio sobre las palabras y sus significados. No parece que aquellos que maltrataron sus met¨¢foras, las hermosas y tambi¨¦n las m¨¢s terribles, hasta rebajarlas a la condici¨®n de verdades, sean los m¨¢s adecuados para decirnos c¨®mo debemos seguir creciendo y multiplic¨¢ndonos. Es l¨ªcito, sin embargo, el ruido de su desconcierto y como tal debemos aceptarlo, s¨®lo nos queda esperar que ese ruido llegue al desierto de su impotencia y esperar que alg¨²n d¨ªa todo ese ruido, el suyo y el nuestro, se pierda en el silencio de las preguntas, en el territorio de lo propio, en ese lugar del que toda indagaci¨®n religiosa no deber¨ªa de haber salido.
Sospecho que Cristo, una met¨¢fora tan real como que estoy aqu¨ª y dudo y sufro, jam¨¢s le grit¨® a la multitud la tiran¨ªa de su incertidumbre, ni el dolor de su fe. Sospecho que Cristo nos hablaba en susurros, de uno en uno, y en definitiva a m¨ª s¨®lo.
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