Libertad de amar
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en derechos. La Declaraci¨®n Universal de Derechos Humanos no puede ser discutida por dogmas, mitos o maximalismos dial¨¦cticos.
En este mundo de valores se impone el pluralismo sin retroceder, ni un mil¨ªmetro, en el reconocimiento de la igualdad y la libertad. Nunca pueden llegar por la v¨ªa de la ficci¨®n o de la fe a negar los valores fundamentales de la convivencia humana.
La diversidad abarca las innumerables facetas del ser humano. Sus sentimientos, sus creencias, sus ideales, sus inclinaciones emocionales y su forma de exteriorizarlas a trav¨¦s de la sexualidad son absolutamente respetables si de verdad se cree que el hombre est¨¢ por encima de los dogmas e imposiciones de los que no comparten sus tendencias. La tolerancia es un signo diferencial de la capacidad racional del ser humano. El anatema o la descalificaci¨®n son el producto de los instintos m¨¢s degradantes de la persona.
La homosexualidad es tan natural en el ser humano como su propia estructura corporal. Desde tiempos inmemoriales, las tendencias sexuales y sobre todo los afectos personales se han depositado libremente en aquellos seres hacia los cuales se siente amor, simpat¨ªa y deseos de compartir vivencias personales.
En el a?o 1929, uno de nuestros m¨¢s ilustres juristas, Luis Jim¨¦nez de As¨²a, escribi¨® una peque?a obra que llevaba un t¨ªtulo tan sugestivo como Libertad de amar y derecho a morir. Parece que no ha pasado el tiempo, las reacciones fueron, en su momento, tan desaforadas y virulentas como en el presente.
Manten¨ªa en su op¨²sculo que "La libertad de amar significa que los Estados no tienen para qu¨¦ mezclarse en los sentimientos y emociones espirituales de los humanos". El Estado no regula las amistades ni prescribe la perfecci¨®n de un contrato para que dos hombres se sientan unidos por simpat¨ªa rec¨ªproca. Por supuesto, el Estado es libre de utilizar los mecanismos democr¨¢ticos de elaboraci¨®n de las leyes, para igualar a todos ante una relaci¨®n de pareja.
Si el amor es libre y es la base del matrimonio no se entiende por qu¨¦ no se puede homologar jur¨ªdicamente el amor entre seres del mismo sexo en plano de igualdad con las parejas heterosexuales. Si el matrimonio es para los cat¨®licos un sacramento, nadie les discute esta creencia. El matrimonio religioso, por s¨ª mismo, no es admitido como relaci¨®n jur¨ªdica sometida a las leyes de los hombres en una gran parte de pa¨ªses. Los creyentes demuestran su coherencia respet¨¢ndolo y contray¨¦ndolo, pero no pueden imponer a un Estado aconfesional que limite la regulaci¨®n jur¨ªdica de otras relaciones en las que la esencia de su origen y establecimiento est¨¢ en el amor rec¨ªproco entre ambos contrayentes, iguales en derechos e igualmente libres.
La procreaci¨®n, como se dice en la enc¨ªclica de P¨ªo XI, Casti Connubi, es la finalidad natural del matrimonio, pero no la ¨²nica, ya que es igualmente matrimonio la uni¨®n entre parejas heterosexuales que por razones gen¨¦ticas no pueden procrear o simplemente deciden eliminar la procreaci¨®n como fin ¨²ltimo e inexcusable de su matrimonio.
Al igual que hicieron con el divorcio y el aborto, abandonan toda esperanza de reprimirlo, pero consideran intolerable que a estas uniones se les d¨¦ el nombre de matrimonio. Seg¨²n sus particulares creencias o dogmas, est¨¢ reservado, no se sabe por qu¨¦ autoridad, a las uniones de un hombre con una mujer.
Cualquiera que conozca la historia de la Iglesia cat¨®lica sabe que el concepto actual de matrimonio religioso nace en el Concilio de Trento (1530) y que la escisi¨®n de los anglicanos y luteranos procede del rechazo a su indisolubilidad. No dudan en proponer el di¨¢logo con otras religiones, pero se niega a sus propios fieles con tendencias homosexuales el acceso al sacramento del amor. Un homosexual puede ser bautizado y recibir todos los restantes, incluido el sacerdocio, pero no se les reconoce la posibilidad de sacramentalizar el amor entre dos personas del mismo sexo. Me gustar¨ªa que lo explicasen satisfactoriamente a sus seguidores.
Reducidos al absurdo hacen proclamaci¨®n de su respeto por la uniones de personas del mismo sexo y el reconocimiento de ciertos derechos, pero se alzan airados contra la denominaci¨®n de tan aberrante relaci¨®n como matrimonio.
Por pura coherencia deber¨ªan oponerse tambi¨¦n a que el derecho hereditario negase la cuota vidual de los matrimonios entre homosexuales o que negasen la posibilidad de acogerse a reg¨ªmenes econ¨®micos familiares reservados, en principio, para los matrimonios. Aceptan la adopci¨®n por una sola persona, pero no en el seno de la pareja homosexual. Si muere el adoptante, el menor ?debe ir a una instituci¨®n de acogimiento p¨²blico? El adoptante ?debe perder la adopci¨®n si contrae matrimonio? Las preguntas ante este absurdo despliegue de falacias y rancias intransigencias podr¨ªa prolongarse hasta el infinito. No merece la pena ofender la inteligencia de mis posibles lectores.
El verdadero ataque al matrimonio radica en la falta de lealtad entre los c¨®nyuges o en el abuso de la posici¨®n dominante: ps¨ªquica, f¨ªsica o econ¨®mica, humillando y sometiendo a la parte m¨¢s d¨¦bil. Si alguno de los manifestantes se encuentra en estas condiciones, debi¨® abstenerse de participar en una farsa.
Ante el incre¨ªble espect¨¢culo de ciertos personajes, afortunadamente minoritarios, de la alta jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica, muchos recordamos la complacencia de la Iglesia con el Dictador. Su adoraci¨®n hasta llevarlo bajo palio mientras ordenaba un fusilamiento tras otro merece ser recordada. Las generaciones actuales que tengan inter¨¦s por estudiar las diferentes y encontradas versiones de nuestra Guerra Civil, podr¨¢n valorar, por su cuenta, cu¨¢l pudo ser la responsabilidad de muchos obispos en el origen de esa contienda entre espa?oles que arras¨® las libertades civiles.
Jos¨¦ Antonio Mart¨ªn Pall¨ªn es magistrado del Tribunal Supremo.
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