Libros con ele min¨²scula
Los libros existen para ser le¨ªdos, y no para ser adorados. Estamos viendo en estos d¨ªas c¨®mo las turbas fanatizadas se matan en Afganist¨¢n porque ha corrido la noticia de que en las c¨¢rceles militares norteamericanas los guardianes profanan el Cor¨¢n, libro sagrado de los musulmanes. Pero los libros no son para eso: ni para profanarlos, ni para matar porque hayan sido profanados. Lo que cuenta en ellos es lo que ellos cuentan: su texto. Aunque la historia humana est¨¦ llena de ejemplos de ese absurdo, no hay que matarse por los libros sagrados de las llamadas "religiones de Libro": Libro en singular y con may¨²scula, pero que en realidad son varios, como son varios sus respectivos dioses ¨²nicos y rivales. La Biblia, el Cor¨¢n, el Evangelio. ?Y por qu¨¦ no tambi¨¦n el Peque?o Libro Rojo del presidente Mao Tsetung, hoy Mao Zedong? No. Los libros, todos los libros, los sagrados y los profanos, los de ensayo y los de ficci¨®n y los de f¨®rmulas matem¨¢ticas, e incluso los de im¨¢genes, son para leerlos.
El libro de bolsillo tiene entre sus virtudes el precio y que se puede, incluso, prestar
Y la manera m¨¢s f¨¢cil de leer un libro es en formato de bolsillo. Lo contrario de un peligroso Libro Sagrado: un libro con ele min¨²scula.
Un libro que, como indica su nombre, se puede cargar en el bolsillo: cabe perfectamente. Y es barato: bueno para el bolsillo. Y c¨®modo: se puede leer sin problema en el metro o en el autob¨²s, o en el banco de un parque, a diferencia de esos grandes infolios medievales que requieren un pesado atril labrado en madera de nogal, y a veces tambi¨¦n -si hemos de creer la iconograf¨ªa de san Jer¨®nimo en su estudio- un le¨®n en reposo. Y finalmente, y sobre todo para esa ¨¦poca de la juventud en que se tienen m¨¢s ganas de leer libros que dinero con qu¨¦ comprarlos, el libro de bolsillo tiene una gran virtud: es m¨¢s f¨¢cil de robar en cualquier librer¨ªa que un papiro egipcio en un museo. Yo mismo, de joven, aprend¨ª a leer robando libros de bolsillo en las librer¨ªas bajo la advocaci¨®n moral de Andr¨¦ Gide.
Hay libros m¨¢s bellos que los libros de bolsillo, es verdad, empezando por los papiros que se exhiben en los museos de egiptolog¨ªa. Hay libros (aunque no son exactamente libros) chinos pintados a mano sobre rollos de seda, libros sumerios tallados a cincel en un bloque de basalto. En ciertas ¨¦pocas de Bizancio se sol¨ªan tatuar con hierro al rojo fragmentos enteros de libros santos en el rostro de los herejes condenados. Y tambi¨¦n hay, claro est¨¢, preciosos libros propiamente dichos, posteriores a la invenci¨®n de la imprenta por Gutenberg. Y existen bibli¨®filos y bibli¨®manos a quienes s¨®lo interesan los libros de ese tipo: obras de arte, objetos ¨²nicos y valiosos para ser atesorados, contemplados, acariciados, olidos. Pero, respetando su capricho, se me antoja que es una aberraci¨®n semejante a la de esos ratones de sacrist¨ªa que van a las catedrales para admirar casullas bordadas y recamadas de oro encerradas en una vitrina como p¨¢jaros presos en una jaula. Ni eso: como plumajes de p¨¢jaros. Las casullas hay que verlas con un obispo por dentro: con bicho, como las conchas de las coquinas. Con los libros sucede lo mismo: lo importante, lo nutricio, lo sabroso, es lo de dentro: el texto.
Por otra parte, la bibliofilia llevada a esos extremos puede tener consecuencias inesperadas. Que lo diga el inca Atahualpa, ¨²ltimo emperador prehisp¨¢nico de Per¨². A juzgar por una an¨¦cdota que narran los cronistas de Indias, Atahualpa se comportaba como uno de esos bibli¨®filos exquisitos y exigentes de que habl¨¦ m¨¢s arriba. Reunidos los capitanes en Cajamarca, el cura Valverde, capell¨¢n de la tropa de Pizarro, le ense?¨® al inca unos Santos Evangelios para que los adorara. Atahualpa recibi¨® el libro, lo mir¨® con desd¨¦n, lo olisque¨® con desconfianza, y lo tir¨® lejos. Ante lo cual Pizarro y sus hombres de armas, al grito de "?Santiago!", apresaron al inca y se adue?aron de su inmenso imperio.
Pero en el caso de Atahualpa la cosa es comprensible. Si se interes¨® solamente por el aspecto exterior de los Evangelios, por su peso y por su olor, y no le prest¨® atenci¨®n al contenido del libro fue por la sencilla raz¨®n de que no sab¨ªa leer. No sab¨ªa ni siquiera que existieran la lectura y la escritura, y un libro deb¨ªa parecerle cosa tan extra?a como el caballo del conquistador. En el caso de Pizarro y del cura, por el contrario, la actitud s¨ª es la del fetichismo: la del bibli¨®filo adorador de libros.
Una actitud, dig¨¢moslo de una vez, irracional, o prerracional. Semejante, digamos, a la del chimpanc¨¦. Pues el libro no es simplemente un objeto f¨ªsico, aunque tambi¨¦n lo sea; es decir, no es solamente una prolongaci¨®n del sentido del tacto. Sino ante todo, como se?al¨® Marshall McLuhan, una prolongaci¨®n de la vista. Una prolongaci¨®n y una multiplicaci¨®n de la vista, que nos permite incluir en la nuestra todo lo que ha visto -y registrado por escrito- el resto de los hombres.
Ah¨ª est¨¢ la posici¨®n contraria al fetichismo, que es la que tenemos los partidarios del libro de bolsillo. El libro nos interesa por lo que dice, y no por lo que es. Dice lo que est¨¢ impreso en sus p¨¢ginas, haya sido escrito por quien sea: por Plat¨®n o por Simenon -puesto que hoy d¨ªa todo ha sido publicado en formato de libro de bolsillo-. Todo est¨¢ ah¨ª.
Ah: y si alguien se roba de nuestra biblioteca un libro de bolsillo, no nos importa. Y estamos dispuestos inclusive a prestarlo.
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